Antes que cualquier otra cosa, Birdman o La Inesperada Virtud de la Ignorancia (Alejandro González Iñárritu, 2014) es un filme antipático. Su puesta en escena lo convierte con toda intención en un producto claustrofóbico, agobiante y con un tono general decadente. Una propuesta, sin embargo, no exenta de comicidad, aunque se trate de un humor cínico, ácido, autorreferencial y bastante pasado de vueltas en tanto que derivado de la trivial caricaturización del show business como un entorno deshumanizado. Un ámbito donde las personas situadas en el lado del business actúan, en el mejor de los casos, por capricho u orgullo, mientras que los ilustres integrantes del show pasean su inmadurez, egolatría e inestabilidad emocional allá por donde van.

Desde el punto de vista técnico y actoral, Birdman se antoja una auténtica maravilla. Michael Keaton, Edward Norton, Emma Stone y Naomi Watts rinden con la brillantez habitual, mientras que Zach Galifianakis sorprende por su eficacia en un registro situado a años luz de sus exigencias habituales. La banda sonora, compuesta en su mayoría por instrumentos de percusión, subraya magistralmente tanto el carácter obsesivo de los personajes como lo limítrofe de sus estados mentales. La dirección, concebida en un único plano secuencia falseado, borra de manera elocuente la frontera entre vida y teatro, dos esferas en continua interalimentación. Mientras que el primoroso montaje y la excelsa fotografía, otorgan seriedad al engaño.

Birdman es, como se deduce de todo lo anterior, una película extrema. Y, precisamente por ello, difícil de sostener. El guión incluye un abanico de personajes monomaníacos a los que no se saca todo el jugo, abundantes diálogos á la Raymond Carver menos ingeniosos de lo que sus responsables pensaban y un puñado de temas tratados únicamente de manera superficial. Todo esto provoca que el ritmo se resienta y la película parezca, a ratos, reiterativa e hinchada. Pero no cabe duda que Iñárritu consigue transmitir con claridad la postura óptima que, a su juicio, debe mantenerse ante la vida y el arte. Una visión de auteur poderosa y agresiva donde la técnica se pone al servicio del discurso. Algo tan difícil de encontrar hoy en día en el mainstream hollywoodiense que, simplemente por ello, ya se gana nuestra estima. A pesar de sus defectos.

Recordémoslo, para los más despistados. El Signo de los Tres constituía, al menos bajo la titilante luz de mi personal parecer, la cumbre de esta tercera temporada de Sherlock. Sin embargo, el episodio con que se cierra la tanda, Su Último Voto, se me antoja no sólo el peor de la terna, sino uno de los puntos más bajos de la serie al completo. Tal cual. Sin anestesia ni nada.

Una vez superado ese potente primer acto donde conoceremos (y llegaremos a temer) al villano Charles Augustus Magnussen, brillantemente interpretado por el danés Lars Mikkelsen, la cosa irá desplomándose. En su parte central el guión renunciará, una vez más, a construir un caso criminal digno de nuestro excelso detective. Tampoco propondrá niveles de tensión especialmente elevados. Y ni siquiera incluirá dosis apreciables de ese humor que tan buenos ratos nos había hecho pasar previamente. Tan sólo se limitará a plantear una muestra del melodrama doméstico más chusco imaginable. Un interminable tramo donde la familia de Watson, y también la del propio Holmes, asumen el peso del episodio. Puro relleno.

Por fortuna, el juego se pone nuevamente en marcha con el arranque del tercer acto. La confrontación definitiva con Magnussen dará pie a una reflexión interesante, aunque convencional, acerca del particular poder que ostentan en la actualidad los medios de comunicación. Idea que se remata con un nuevo cliffhanger de cierto impacto que nos hará maldecir, pese a todo, el irregular calendario de producción de la serie. No obstante, el mal sabor de boca general que deja Su Último Juramento bastará para que la espera hasta la cuarta tanda de episodios no se haga, en esta ocasión, demasiado larga. ¿Entendéis?


Beware the Slenderman se articula en torno a dos grandes asuntos: la descripción de la criatura sobre la que previene el título y el retrato de un delito, cuando menos, alarmante. Sin embargo, uno esperaría que este documental de crímenes reales con toques escalofriantes ofreciera un mejor equilibrio entre estos componentes. Como obra de true crime, la película resulta admirable. Valiéndose de metraje policial, entrevistas personales y grabaciones en el tribunal, la directora Irene Taylor Brodsky construye una imagen muy completa de esas prepúberes que intentaron asesinar a una compañera de clase. Dicha imagen recoge lo parental, lo escolar, lo social y lo mental para poder cuestionar con fundamento las decisiones de unos funcionarios de justicia igual de despistados que los padres de las niñas. Como análisis mitológico, en cambio, Beware the Slenderman deja mucho que desear. Las hipótesis, u opiniones, de expertos se exponen y olvidan con tanta rapidez que más bien parecen simples ocurrencias. El recorrido por los antecedentes históricos de Slenderman termina resultando vergonzoso, pues sólo cuenta con UNA parada. Mientras que la exagerada cantidad de vídeos que muestran al bicho en acción únicamente aportan al filme pinceladas de un terror gratuito. Aún así, Beware the Slenderman se contempla con interés, sabe generar intriga y mide su crítica a Internet mejor de lo que probablemente harán los espectadores. Pero el poco mimo hacia su monstruo y esos inútiles planos aéreos, que tanto parecen gustar a la directora, deslucen el producto

Como mencionara en mi comentario respecto a El Coche Funerario Vacío, episodio inaugural de la tercera temporada de Sherlock, el reencuentro con nuestro querido Holmes poseía cierto margen de mejora. Un margen que, por fortuna, en El Signo De LosTres se ha sabido aprovechar sobradamente. De hecho, este segundo capítulo me parece no sólo el mejor de la tercera tanda, sino también uno de los más brillantes de toda la serie. Ahí es nada.

El guión nos traslada al enlace matrimonial entre John Watson y la encantadora Mary Morstan proponiéndonos un acertado desarrollo de lo cómico a lo dramático. Desde las estruendosas carcajadas que provoca la incapacidad de este Sherlock Holmes para adaptarse al rol de padrino de boda, hasta la trepidante acción con que se resuelve ese ingenioso whodunit, pasando por la gradual exposición de un misterio en habitación cerrada, y otro en alcoba abierta, que no parece guardar relación con nada de lo demás.

Una historia donde el extraordinario Benedict Cumberbatch nos deleita con otra apabullante muestra de histrionismo controlado. Donde el resto de intérpretes ofrecen, asimismo, un grandísimo nivel. Donde un apreciable montaje no permite caídas de ritmo. Y donde la banda sonora se usa con mayor generosidad, pero idéntico acierto, que en el episodio previo. Todo lo importante encaja, en definitiva, para conformar un capítulo de sobresaliente. ¡Bravísimo!

El cineasta neoyorkino Bennett Miller se deja inspirar nuevamente por la literatura true crime americana en la confección de Foxcatcher (2014), su trabajo más reciente. Y lo hace hasta tal punto que la película comparte con este particular subgénero de la novela-testimonio algunos de sus objetivos básicos: eludir el maniqueísmo efectuando un retrato equilibrado del criminal en el que destaque su psicología y circunstancias personales e intentar, así, arrojar cierta luz en torno a la comprensión profunda del crimen.

En su acercamiento a la tragedia sucedida en la Granja Foxcatcher, Miller construye un drama de gran empaque. La sobriedad y precisión con que está editado, fotografiado, musicado, diseñado, vestido y maquillado no hacen otra cosa que elevar aún más la enorme carga expresiva de las imágenes que lo componen. No en vano, se trata de un filme en el que casi todo se relata visualmente. Una película envolvente de ritmo extremadamente lento, escasa presencia de diálogos y un permanente tono frío que tanto sirve para establecer una atmósfera enrarecida por un difuso sentimiento de amenaza, como para otorgar a cada espectador, por la vía del desapasionamiento narrativo, cierta distancia desde la cual poder valorar en privado aquello que se le cuenta.

Los actores principales, todos, saben estar a la altura de esta espectacular solidez técnica, aunque la mención de honor debe entregarse a Steve Carrell. El comediante ofrece un registro inédito e insospechado dando vida, con mesura y rotundidad, a un tipo manipulador, voluble, caprichoso, autoritario, ególatra, patético y peligroso. Un personaje memorable por su complejidad y crucial importancia dentro de este magno estudio de caracteres.

Puede achacarse a Foxcatcher, sin embargo, un pequeño bajón en el arranque de su segunda mitad, así como cierta precipitación y esquematicidad en el desarrollo de las dinámicas entre personajes, aunque esto queda de sobra compensado con su dimensión temática. La cinta explora el malestar que termina produciendo vivir a la sombra de otro, el miedo a volar solo, la perversión de los valores patrióticos o la cruda miseria que conlleva cualquier gloria pasajera, entre otras cuestiones. Discurso rico e interesante para redondear una película sublime que dota de auténtico significado a la expresión "novela en imágenes".