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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 149
Críticas ordenadas por utilidad
8
26 de septiembre de 2015
20 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde luego es que los seguidores inquebrantables de Woody Allen vivimos con la lengua fuera, porque no somos capaces de asimilar tanta película como el neurótico director neoyorquino es capaz de gestar: un caso único de creatividad en todo cuanto abarcan las artes, en general, y el Séptimo Arte, en particular. Tan único como la ciudad en la que vive. Y lo peor es que cuando uno asiste al estreno de un largometraje de Woody es como las estrellas que vemos en el firmamento, pero que ya no están, sino que todavía nos llega su luz, aunque ya hayan desaparecido, porque es obvio que el último filme es pasado para él y ya está rodando el siguiente.

Nos llega así, Irrational Man (2015), etiquetada oficialmente como un thriller y que, de hecho, toma como base Extraños en un tren (1951), de Alfred Hitchcock, como es de sobra conocido, escena en el parque de atracciones incluida, en cuanto a la búsqueda del crimen perfecto por la falta de conexión entre la víctima y el asesino y, por lo tanto, de móvil. Pero no es éste el único guiño de la película de Woody a otras producciones clásicas, pues la doble relación simultánea de Abe, el protagonista, interpretado por Joaquin Phoenix, con Rita, una madura espléndida, y con Jill, una joven espléndida, ha de recordarnos necesariamente a El graduado (1967), de Mike Nichols, recientemente fallecido; la voz en off en primera persona que articula las acciones es un recurso propio del cine negro, magistralmente desarrollada (la voz en off) en Perdición (1944), de Billy Wilder; y las películas de asesinatos en un campus universitario son un clásico del cine norteamericano, del que tan sólo quiero mencionar Malicia (1993), de Harold Becker.

Como también es un clásico, sobre todo en los thrillers, el planteamiento de la acción como un desarrollo del conflicto entre Eros y Tánatos, pero aquí ya observamos un primer sesgo de la originalidad de Woody, pues si lo habitual es que Eros desemboque en Tánatos, en Irrational Man Tánatos conduce a Eros. Volveremos sobre esta cuestión, porque ahora me interesa destacar que no es la primera vez que un asesinato aparece en la filmografía del realizador de Manhattan, como es de sobra conocido en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), con la desgarradora separación de Mia Farrow todavía caliente, Delitos y faltas (1989), en la trilogía londinense Match Point (2005), Scoop (2006) (inmortal, por cierto, la frase: “Tu novio es un mentiroso y un asesino, dicho sea sin ánimo de ofender”) y El sueño de Casandra (2007), y seguro que me olvido de alguna.

Podríamos considerar que en esas películas el asesinato se envuelve en un contexto de humor, como en Scoop, Misterioso asesinato en Manhattan, un análisis de la depravación humana, o lo que es aún peor: la aceptación social de la depravación humana; como en El sueño de Casandra; o una mezcla de humor y degradación, como en Delitos y faltas. Lo original en Irrational Man, es que el crimen se impone como una condición para la vida, lo que resume en la frase: “Actuar en vez de observar”. Ésa es la reflexión que desarrolla Woody en este filme, arropado todo ello bajo el imperativo categórico de Kant: actuar correctamente en cualquier circunstancia, puesto que la dinámica de la película gira alrededor de la idea de matar a un juez corrupto para que la humanidad sea infinitesimalmente mejor. Un asesino de moral kantiana es el de Juan Jacinto Muñoz Rengel en su magnífica novela El asesino hipocondríaco, una dolencia a la que no es ajeno el director neoyorquino. Pero el planteamiento no es el mismo, y quizá Woody no ha leído esa narración, puesto que en la obra del autor malagueño, lo kantiano consiste en cumplir un encargo por un asesino a sueldo, mientras que en el largometraje del neoyorquino, el asesinato es un deber ético para evitar que el juez asesinado siga haciendo daño.

Como ya sabemos, las mejores películas de Woody en su primera etapa, con Annie Hall (1977) a la cabeza, significan el punto de encuentro de los grandes traumas del director: la muerte, el sexo, la religión, el sentido de la vida. Recordemos por ejemplo el chiste con el que se inicia Annie Hall: “En este restaurante las raciones son verdaderamente malas. Sí, y además, son muy pequeñas”, como una metáfora de la vida con la que todos estamos a disgusto, pero nadie quiere que se acabe. Eso fue lo normal durante casi dos décadas en la filmografía del director que estamos comentando, pero en Poderosa Afrodita (1995) se produce una exégesis definitiva por la sencillez, lo que no es fácil en un director tan complejo como Woody, pero a partir de entonces sí que observamos que los planteamientos son menos trabados. Así, Un final made in Hollywood (2002) es una sátira de la industria sin arte del cine, Medianoche en Paris (2011) es una reflexión sobre el tiempo, A Roma con amor (2012) es una crítica de la estupidez social y, entre otros muchos ejemplos, Melinda y Melinda (2004) es una puesta en escena de la dualidad esencial del ser humano.

Pues bien, en Irrational Man Woody vuelve a conjugar varios de sus elementos favoritos: el judaísmo en las referencias a Anna Frank o en el nombre del protagonista: Abe Lucas, de donde Abe viene de Abraham, gran protagonista del Antiguo Testamento, y Lucas es uno de los evangelistas, cristiano, pero de origen étnico judío; la satisfacción sexual; la muerte, por supuesto; y el sentido de la vida: ¿habrá algo más existencialista que un profesor universitario de Filosofía que se atasca en un ensayo sobre Heidegger?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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9
5 de enero de 2015
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que sí, de verdad, que a mí me lo podéis decir tranquilamente, que de mi blog no sale: ¿Cuántas películas rusas conocemos? Venga, venga, frikazos del cine, que no se diga ¿Cuántas, cuántas? Porque Bye, bye, Lenin (2003) no es soviética, ni siquiera su acción transcurre en la Unión soviética. Ni tampoco es soviética Doctor Zhivago (1965). No veo yo a Omar Sharif desfilando en la Plaza Roja, la verdad. De Taras Bulba (1962), ¿para qué hablar? Y así podríamos seguir con un largo etcétera de filmes originarios en leyendas o novelas del gran hermano del este. Tampoco es rusa una película aparentemente tan moscovita como El concierto (2009), sino oficialmente francesa, en realidad una coproducción franco-rumano-italo-belga. Su director, al menos, Radu Mihaleanu, rumano, sí pertenece a la Europa del Este. Por decir algo, vaya.

Realmente más allá de Sergei Eisenstein son muy pocos los largometrajes rus-soviéticos conocidos: Moscú no cree en las lágrimas (1979), que obtuvo el Oscar a la mejor película en habla no inglesa o Quemado por el sol, que obtuvo el mismo galardón en 1994. Mucho ruso en Rusia, pero este país es un inmenso desconocido en el nuestro.

Y ahora, así de golpe y porrazo, resulta que llega a nuestros cines una grandiosa producción: Leviatán (2014), cuya acción se sitúa en una diminuta aldea junto al mar de Barents, es decir, en un rinconcito del Océano Glacial Ártico, o con otras palabras, en los confines septentrionales del planeta Tierra. Así que por ello, y porque ya he admitido mi ignorancia sobre el cine ruso, me voy a permitir compararla no con otros filmes de su país, sino con la argentina Historias mínimas (2002), de Carlos Sorin, como es de sobra conocido, puesto que se ambienta en los confines meridionales de la Tierra, concretamente en la Patagonia. El cine argentino sí que lo conozco un poco mejor.

Pues bien, en su película, Sorin, entrecruza una serie de experiencias vitales, que son de todo, menos gozosas. Se trata de dramas personales, que rayan en el patetismo: Don Justo, un anciano de ochenta años, que es el dueño de un bar de carretera que regenta su hijo, se ha escapado de casa para buscar a su perro desaparecido desde hace tiempo; Roberto, un viajante de comercio de cuarenta años, lleva en su viejo coche una tarta de crema para el cumpleaños del hijo de la joven viuda de uno de sus clientes; y María Flores, una joven de 25 años, que viaja con su hija en autobús, y acaba de saber que ha resultado ganadora en un sorteo de un programa de TV, cuyo premio mayor es un robot de cocina. Pero la mirada del director sobre todos estos personajes es tierna. Es un enfoque muy amable, que no resta dimensión al fracaso personal de cada personaje, puede ser incluso que lo acentúe, pero el enfoque es muy humano y hasta cierto punto esperanzador. De hecho, oficialmente esta película ha sido calificada como “comedia” y toques cómicos hay, pero dentro de un dramatismo implícito.

El enfoque de Andrey Zvyagintsev, director de Leviatán, sin embargo nos presenta con toda su crudeza la realidad de unas existencias terminales.

Empecemos por recordar que la palabra "Leviatán" se refiere a un monstruo marino, cuya existencia ya se da entender en el Génesis y desde ese mismísimo inicio se asocia con Satanás. Y no me parece casual que Zvyagintsev haya elegido tan diabólica referencia para bautizar su película, pues todo sucede en la proximidad de uno de los mares más remotos del mundo y todas las atrocidades a las asistimos durante la proyección cuentan con las bendiciones eclesiásticas de la iglesia, concretamente de la iglesia ortodoxa, imperante en Rusia.

Zvyagintsev nos traslada, pues a una región terminal del planeta, donde el contexto político es lo suficientemente terminal: los retratos de los anteriores Jefes del Estado hasta Gorbachov, inclusive se utilizan como blancos para demostrar la puntería de los hombres, y si no se usa el de Yeltsin es porque ni siquiera eso merece. Una sociedad terminal, donde la máxima autoridad, es decir, el alcalde, ejerce como gánster oficial, al que se subordinan todos los demás poderes: la policía, el fiscal, los jueces. Las referencias a la Justicia tan sólo sirven para que el espectador comprenda el clima de abusos y podredumbre moral de las fuerzas vivas.

Y en ese campo de cultivo terminal, germinan las vidas terminales de los personajes, como Pasha, un Policía de Tráfico que complementa sus ingresos con las mordidas a los conductores; o Roma, un adolescente, cuyo único aliciente vital consiste en reunirse con sus amigos en una iglesia en ruinas para beber cerveza; pero sobre todo el trío protagonista: Kolya, padre de Roma, el hombre que ve cómo sus bienes son confiscados por una limosna con total impunidad; Dimitri, el abogado moscovita, amigo personal de Kolya, que se traslada al mar de Barents para representar a su amigo, a quien llama hermano; y Lylia, segunda mujer de Kolya, totalmente rechazada por Roma, de quien no es madre biológica, y que forma parte de una cadena de envasado de pescado. Todo ello con el denominador común del vodka, omnipresente en toda la película: aquí no hay nada de la mirada analógica de la madre que se supone que preside la caída del carrito de bebé por las escalinatas en El acorazado Potenkim.

Y particularmente interesante me parece el personaje de Lylia, magníficamente interpretado por Elena Lyadova, a quien el guion no asignó mucho texto, pero su drama interno, su carencia de horizontes, se comprende perfectamente con su expresión corporal, especialmente sus miradas. “¿Te vienes conmigo a Moscú?”, le pregunta Dimitri, una vez que su adulterio ha sido descubierto y castigado físicamente. “¿No entiendo a qué te refieres?” (cito de memoria de los subtítulos).

No hay un más allá. No existe un PLUS ULTRA para los personajes de este largometraje: su vida empieza y termina en la proximidad de Leviatán.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
15 de octubre de 2017
16 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puesto que ése es el subtítulo de esta excelente comedia: C’est la vie: disparatada, absurda, inexplicable, sorprendente. Todo eso se da en esta magnífica comedia que rompe moldes y forma parte del 23 Festival de Cine Francés en Málaga, un certamen que viene celebrándose con asistencia masiva de espectadores.

Dirigida por Olivier Nathache y Eric Toledano, el mismo tándem que lo hizo con Intocable (2011) y Samba (2014,) Le sens de la fête (2017) corría el riesgo de ser deudora de esos dos grandes éxitos, sus hermanas mayores, o bien reinventarse a sí misma, que es lo que acometen esta pareja de realizadores para conformar una comedia diferente.

Y es caso es que el cine francés acumula sus señas de identidad en tres grandes ces: comidas, conversaciones y cuernos. Y comidas, conversaciones y cuernos hay en Le sense de la fête: vaya que si hay comidas, como que la historia consiste en un majestuoso banquete de boda en un castillo del siglo XVII con todas sus conversaciones que tal situación implica. Y el factor adulterio no es el eje esencial del filme, pero también está ahí.
De manera que las principales señas de identidad del cine francés se dan esta película, que se mueve dentro de uno de los grandes temas del cine en general, dado que tampoco es novedoso el ambiente de la hostelería o la fiesta que ha producido inolvidables cintas como El guateque (1968), de Blake Edwards, con un descomunal Peter Sellers; algo menos hilarante la deliciosa El festín de Babette (1987), de Gabriel Axel, Oscar a la Mejor película en habla no inglesa.

El propio cine francés se ha movido con comodidad en ese ambiente segun vemos en Muslo o pechuga (1976), de Claude Zidi, con un inefable Louis de Funnes; y mucho más reciente Comme un chef (2012), de Daniel Cohen, que obtuvo el Premio del público precisamente en el Festival de Cine Francés de Málaga.

Pero si bien Le sense de la fête, como hemos enumerado someramente, goza de grandes antecedentes, creo que son dos las características esenciales que le individualizan:

a) Mantiene la intensidad cómica desde la escena inicial hasta la última sin que decaiga el ritmo hilarante, pues desde el primer diálogo, donde se sugiere por parte de los novios que se quite el borde blanco de las fotos para abaratar el precio del banquete hasta el fotograma final, el espectador no cesa de convulsionarse por las carcajadas. Digamos que el elenco es larguísimo y cada personaje es, por utilizar un símil culinario, como una especia diferente que salpimienta los ingredientes de esta comedia. De ahí que no se permita ni un momento de descanso al público, pues cada frase, cada situación ha sido aderezada con humor.

b) Hemos sugerido el contexto ideal para las conversaciones que un banquete de boda, permite. De hecho, no es raro que entre los asistentes surjan relaciones de mayor o menor duración. Pero lo novedoso, desde mi punto de vista, o desde luego muy poco habitual (de hecho, no soy capaz de recordar ningún ejemplo ahora mismo) es que los comensales son figurantes. El novio y su madre soportan con dignidad sendos papeles de actores de reparto y la novia es una referencia remota, cuyas intervenciones están más en relación con el amor que siente por ella uno de los camareros, antiguo profesor de gramática, que por su interacción con el novio. Por ello, con ser muy numerosos los invitados, toda la comedia se construye sobre los empleados de la empresa que organiza la fiesta: camareros, cocineros, fotógrafos, músicos constituyen un ejército de desajustes entre las funciones de cada cual. El humor, por lo tanto, se da fundamentalmente entre bastidores. Y el caso es que todos ellos pretenden desarrollar su trabajo con profesionalidad, pero de la mutua interferencia de actitudes desorientadas surgen las chispas cómicas, que ya he comentado que son muy abundantes. En realidad, si uno recuerda el filme, no hay chistes como tales: es la construcción disparatada de los personajes y las propias situaciones de la preparación del banquete las que generan las carcajadas de los espectadores. De hecho, la plantilla de empleados de la empresa organizadora de la fiesta, es denominada la brigada.

Y funciona todo ello como un chorro inagotable de hilaridad, que contraviene los cánones clásicos de dejar enfriar el humor y derivar hacia el romanticismo epidérmico. Hay sí un determinado momento de melancolía en Le sense de la fête, pero es tan breve, que el espectador se lo toma como un reposo en sus risas.
De ahí que, no en cuanto a la parte gastronómica, desde luego, aunque un plato de sardinas cumple una función esencial, pero sí en lo que significa de catarata de humor coral entre bastidores, me permitiría una comparación de la película que nos ocupa con ¡Que ruina de función! (1992), de Peter Bogdanovich.

Dentro de ese inmenso casting, destaca la figura del jefe de la “brigada”, magníficamente interpretado por Jean-Pierre Bacri, uno de cuyos papeles más importantes, a mi entender, es el de padre narcisista en Como una imagen (2004), de Agnès Jaoui, un filme que representa lo mejor del cine francés de la primera década del siglo actual, junto a De latir mi corazón se ha parado (2005), de Jacques Audiard, y Hace mucho que te quiero (2008), de Philippe Claudel.

En lo que a Le sense de la fête se refiere, Max, el personaje interpretado por Bacri, intenta mantener como puede la dignidad entre tanto despropósito protagonizado por sus empleados, lo que me parece un acierto técnico, porque este papel simboliza la seriedad burlada que se despliega en el filme. Es como un juego de plano-contrapalano: las dos caras de una misma moneda, el contrapeso y el sustento de tanto gag. Y además eso se une a otro acierto técnico dado que este largometraje no se despeña por la senda del histrionismo. Ni siquiera se acerca a él.

Habrá que aceptar, pues, que la vida es una sucesión de incoherencias y mucho mejor será que nos desternillemos de ellas.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
8 de julio de 2017
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde luego que Gérard Depaurdie, Robert de Niro y Donald Sutherland interpretan papeles alegóricos en la descomunal Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci. Más en concreto, el proletariado, la aristocracia y el fascismo, respectivamente. Por supuesto que Nicole Kidman desarrolla un rol alegórico en su papel de Grace, dentro de Dogville (2003), de Lars von Trier: para más exactitud, el de la virtud escarnecida en los Nueve Círculos del Infierno, de Dante. Ni que decir tiene que la literatura está llena de ejemplos de personajes alegóricos y quiero recordar ahora a Alejandra, que es la personificación de Argentina en la novela Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, y mira que no soy yo demasiado ernestosabatiano, pero quiero barrer hacia el terreno de las alegorías nacionales. Y así podríamos seguir prácticamente ad eternum.
Muy curiosa se me antoja la alegoría que señala el profesor Bermejo Marcos en relación con Divinas palabras, de Valle-Inclán, donde la alternancia en los amores de la Mari-Gaila sugiere la equiparación del sacristán con Cánovas y la del farandul con Sagasta, en clave esperpéntica, por supuesto: pues no era nadie don Ramón.
Lo que ya no es tan frecuente es que una misma alegoría se desarrolle en varios personajes de una trama, al menos en los personajes principales de un argumento, como sucede en Estados Unidos del Amor (2016), de Tomasz Wasilewski.
Ambientada en Polonia, en unos barrios que rezuman soledad y tristeza, y rodada en tonos espectacularmente apagados, algo así como desgastados, y sin banda sonora, la acción se sitúa en 1990, recién caído el muro de Berlín, cuando los países satélite de la Unión Soviética se abrían a otras opciones, podríamos pensar que esta película es una crónica de aquellos años inciertos y sería una interpretación sin duda válida, pero considero que insuficiente.
También podríamos pensar que se trata de una sucesión de relaciones desamorosas, a saber: la adúltera de Agata con un cura; la de Iza con un recién enviudado doctor, un romance que ya venía de mucho antes de que el galeno perdiera a su mujer; y la de la jubilada y poco agraciada físicamente Renata por la joven Marzena, que ha ganado un concurso de belleza.
Podríamos pensar, como digo, que todo esto es como la antítesis de los dos Manuali d’amore (2006 y 2007), ambos de Giovanni Veronesi, y no estaríamos marrando la opinión, pero sin duda nos estaríamos quedando cortos, porque Estados unidos del amor va mucho más allá.
Y a partir de ahora, no tengo más remedio que bucear parcialmente en el argumento para sostener mis apreciaciones. Espero no estropear a nadie con ello el disfrute de esta soberbia cinta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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4
18 de septiembre de 2019
26 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las señas de identidad del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF: Toronto International Film Festival) es el enorme protagonismo del público en la entrega de galardones, lo que probablemente le convierte en el certamen más democrático del mundo.
Sin embargo, uno no puede verlo todo en este inmensa y multicultural ciudad, que se convierte en el epicentro del cine durante los once días que dura el festival. Las colas son enormes, las distancias de uno a otro centro de proyección son significativas y las entradas no son baratas, al menos desde un punto de vista castizo.
Por ello, asistí a cuatro películas y una deliciosa proyección de cortometrajes realizados por alumnos locales de cine, lo que permite que directores y actores se sienten metamorfoseen entre el público, lo que, una vez más redunda en lo democrático del evento.
El primer largometraje que vi, por orden cronológico fue Heroic Losers (La noche de los giles, en su título original), película argentina dirigida por Sebastián Borenzstein, a quien ya conocíamos en España por la reciente a la par que mediocre Kóblic (2016) y la algo más afortunada Un cuento chino (2011), ambas con Ricardo Darín, como protagonista, al igual que el filme que ahora nos ocupa, basado en la novela de Eduardo Sacheri La noche de la usina, premiada en España por la editorial Alfaguara.
En el coloquio posterior a esa película, el director reconoció lo respetuoso que había sido con el libro de Sacheri, que es coguionista del largometraje a la par que el mismo Sebastián Borenzstein y uno no ha leído aún el texto narrativo, pero sí le queda la sensación de que su versión para la gran pantalla es bastante decepcionante.
La acción se sitúa en el contexto del “corralito” de 2001, pero no basta con acudir a un tristísimo período social argentino, no basta con basarse en un texto literario premiado internacionalmente y no basta con contar con un elenco de actores excepcional, encabezado por el ya mencionado Darín y, sobre todo por Luis Brandoni hacia quien siento una especial admiración: una película que pretende aguantar una acción, debe sostener dicha acción, captar el interés del público de manera casi permanente, pero la historia decae en numerosas ocasiones y uno se sorprende a sí mismo deseando que acabe la proyección.
Como muestra, dos botones: la película se nos presenta como una magnífica muestra de humor inteligente, pero dicha supuesta comicidad se basa en algunos (no demasiados gags inconexos e incluso forzados, pues pretender, por ejemplo, que nos riamos con la estupidez de dos personajes que son incapaces de comprender que la mitad de los números telefónicos son pares y la otra mitad impares es exigir demasiado de los espectadores. Pero es que tampoco la tragedia cuando llega es tal tragedia, sino un hito insípido, que se diluye dentro de una historia muy mal construida y, definitivamente, muy poco verosímil.
Por ello, habida cuenta que uno de los actores, Chino, es hijo de Ricardo, a uno le queda la perversidad de pensar que esta película sirve para continuar la saga Darín.
A todas luces, por lo tanto, un producto fallido.
Del impertinente tono de las respuestas de Ricardo al público durante el coloquio posterior a la proyección prefiero guardar un discreto silencio.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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