La animación vuelve a sobresalir orgullosamente como uno de los medios más adecuados y trascendentes para narrar y fascinar a la retina. ''Es la forma más bella y acabada de manejar la creación”, dijo una vez Guillermo del Toro, y no se equivocaba. La obra de Patrick Imbert, de hecho, ya forma parte de esa interminable lista de ejemplos que suelen utilizar los defensores del buen hacer para resaltar el impacto de tan respetable técnica.

Que el espectador no se sienta confundido ante la aparente sencillez de 'La cumbre de los dioses'. Hablamos de un relato apasionante e inmersivo, que viaja entre pasado y presente para proponer íntimas reflexiones sobre la obsesión y la voluntad, acomodándose en la elegancia de sus gélidos y vertiginosos escenarios con el fin de potenciar ese carácter solemne que tan bien le sienta de principio a fin.

Una película sobre la belleza del miedo, sobre lidiar con lo imposible. La historia se sigue con interés, y las preguntas que lanza siempre serán bien recibidas a pesar de la irremediable ambigüedad de sus respuestas. Difícil no conectar con la testaruda y ambiciosa naturaleza de su protagonista.

Albert Serra divaga hasta la inconmensurable extenuación en una de las demostraciones más inertes e inútilmente sofisticadas de experimentación narrativa que he visto en tiempo. Un somnífero letal que se mantiene distante ante su autoproclamada e insoportable trascendencia.
Parece la película de alguien que quiere atención pero no la encuentra, alguien que cuida hasta el más mínimo detalle de sus imágenes, indiscutiblemente bellas, complejas y atípicas, pero no logra extraer sentimiento alguno de ellas.
Es, en esencia, poesía sin esperanza alguna de vida, un manual sobre cómo contar una historia de la manera menos memorable posible, un monumento infumable y pretencioso dedicado a la Asociación Internacional de la Pedantería. 165 minutos que no se los deseo ni a mi peor enemigo.

La pelea por el despertar creativo es un conflicto del que Sam Raimi no ha salido ileso. Su (no tan suyo) Doctor Strange logra captar mi atención cuando la balanza se inclina más hacia su lado, pero el destello, por desgracia, suele ser efímero.

En el fondo, no deja de ser el clásico entretenimiento ahogado entre tanto ruido, efectos especiales e indiferencia. No paso un mal rato, pero espero algo más de ambición. ¿Lo mejor? Cuando decide mirar más allá del espectáculo, donde actúa el terror más consciente y juguetón.

Otros aspectos como su desenfocada historia o su descuidado desarrollo de personajes me hacen reflexionar sobre el rumbo actual de Marvel, sobre si esa complaciente obsesión por buscar el aplauso fácil beneficia a todo este rollo del multiverso. Todo acaba en un mar de dudas.

#Barbie es, probablemente, uno de los estudios satíricos más sorprendentes y agudos sobre la superficialidad que he visto en los últimos años. Lo más cercano que ha estado un exitazo posmodernista meta a reflejar la estupidez humana y la convivencia entre ideas, cuerpos y almas.

El dúo Greta-Baumbach, además de firmar una película divertidísima con un reparto que nunca en su vida se lo ha pasado mejor (Te amo, Ryan Gosling), ha manifestado la urgencia de una restauración cultural mediante un ejercicio irresistible de provocación con muchas capas.

A pesar de que algunos mensajes centrales se sienten obvios e insistentes, este cuestionamiento de la fragilidad del todo nos llevará a un punto en el que nuestra cabeza tendrá que dar mil vueltas para asimilar todos los detalles existenciales imbuidos en purpurina y rosa chicle y, acto seguido, aplaudir su valerosa y necesaria extravagancia.

Siempre a favor de una obra que se muestra tan feliz y consciente de sus propias contradicciones, capaz de abrazar la vital belleza de las imperfecciones y liderar el futuro de un ecosistema pop que ya ha mirado al pasado más que suficiente. Esos últimos minutos son para enmarcar.

People WOKE up.

No logro hallar el encanto, la espontaneidad y la pasión de Paul Thomas Anderson en 'Licorice Pizza'. A diferencia de otras obras de su autoría, esta no consigue capturar con determinación y credibilidad la esencia de aquello a lo que rinde homenaje: la agitada y cálida musicalidad de los años setenta. Todo recae finalmente en la búsqueda de sus protagonistas, un retrato de amor y juventud al que le cuesta encontrar su verdadero propósito dentro de un discurso que pide a gritos un enfoque más definido y cohesionado. Como espectador, mi principal pregunta es ¿Cuál es el objetivo de este retorcido e incierto método?

Veo claro el resultado, una narrativa imprecisa que reemplaza sentimientos plenos, entrañables y universales por un cajón de eventos aislados, personajes descuidados en exceso que aparecen y desaparecen cuales habituales pasajeros de transporte público y un exasperante gusto por querer abarcar mucho sin proponer nada en particular. Esta mezcla de irregularidades y medias tintas, manifestada en la cabeza de un director que acaba dilatando innecesariamente el metraje, me mantiene inevitablemente alejado del núcleo y desarrollo de la propuesta, la cual nunca dejé de considerar atractiva.

Les seguiré la pista a Alana Haim y Cooper Hoffman, que prometen un futuro algo más que interesante en el mundo de la actuación. Volveré a encontrarme con ellos, si es posible y la vida me sonríe, en una película en la que nada (o casi nada) me parezca impostado o incluso apresurado.