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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
10
3 de marzo de 2014
159 de 180 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Hay que ser muy gilipollas para ponerle más de un 7 a esto”, afirma, muy seguro de sí, uno de los varios usuarios que recurren al insulto contra quienes admiramos este film. ¿Seré yo, entonces, que supero el límite en tres puntos, un gilipollas integral? Pues tal vez; desde luego, no hay por qué pensar que la hipótesis sea descartable a priori. En estos tiempos de promoción de la autoestima, siempre es de agradecer que le recuerden a uno una posibilidad de este tipo.

En todo caso, esas críticas insultantes que se leen por aquí contra los interesados en cierta clase de cine dicen, obviamente, mucho más de quienes las formulan que del objeto al que pretenden dirigirse; pero, sea como fuere, plantean un hecho interesante, digno de ser resaltado: nadie se siente ofendido por no entender una cuestión científica (a nadie se le ocurre llamar “mequetrefe” a Einstein --como hace el susodicho usuario con Tarkovski-- por haber formulado una teoría física incomprensible para casi todos), pero sin embargo no se admite que una obra de arte pueda ser compleja y difícil, y tampoco se admite, por tanto, la posibilidad de no entenderla. Curioso. La ciencia, envuelta en un aura sacra, puede ser patrimonio exclusivo de unos pocos, mientras que el arte debe ser perfectamente comprensible, y sin esfuerzo, para todos, pues, aparte de ese particular espacio acotado para el misterio profano, todo debe ser ahora fácil y evidente. Y así, la disposición a hacer un esfuerzo por conocer decrece en razón directa a la labor de los apóstoles de la transparencia. El desierto avanza, decía Nietzsche. Y lo dice también, con otras palabras, el propio stalker al final de la película. Aunque ellos no lo sepan, la furia de nuestros agresivos colegas viene a confirmar la perspectiva del stalker y, en definitiva, a dar la razón a Tarkovski.

Personalmente, veo la obra del director ruso, en especial a partir de “Solaris”, articulada en torno a tres temas esenciales: exilio, nostalgia y sacrificio. El último está menos presente en “Stalker”, pero los dos primeros forman la sustancia misma de la película. No me refiero, claro está, al exilio físico que sufrió en vida Tarkovski, sino al metafísico: la conciencia del alma de haber sido desterrada de una patria original, conciencia que atraviesa la historia de la humanidad desde los más antiguos relatos míticos hasta hoy. Tema especialmente presente en las corrientes gnósticas y con un postrer resurgimiento en el espíritu romántico con el que tanto comparte Tarkovsky. Análogamente, tampoco pienso en la nostalgia como añoranza de un pasado histórico, sino como anhelo de un estado del ser, perdido tal vez en las profundidades de una cierta “memoria ontológica” de la humanidad.

En esta película, ese “recuerdo”, objeto de la necesaria anamnesis, aparece presentado en una curiosa variante: la patria original --la Zona-- no preexiste al destierro, sino que más bien aparece en él tan repentina y bruscamente como la caída de un meteorito. Pero no habría que ver en ello tanto una inversión del modelo original, cuanto una influencia cristiana (la Zona como realidad crística que irrumpe en la historia como posibilidad eterna de reintegración en el Origen). No olvidemos que el cristianismo es decisivo en el cine de Tarkovski.

En todo caso, el stalker es un exiliado, se siente preso en este mundo (“en todas partes me siento como en la cárcel”, dice a su mujer), dominado por el anhelo de volver a la patria original, absorto por su “nostalgia de Absoluto”. El stalker sabe que su verdadero hogar está en la Zona (“Todo lo mío está aquí... en la Zona”, dice al Escritor). Conocedor de algo que los otros no quieren ver o no son capaces de ver, consagrará su vida a mostrar a sus semejantes lo que él sabe, pero terminará por constatar su más absoluto fracaso: la humanidad, extraviada y sin conciencia de estarlo, ha perdido todo interés por el retorno. Él está en el exilio, pero lo sabe; sus congéneres también lo están, pero lo ignoran; están en “el exilio del exilio”, donde ya no hay lugar para la nostalgia y, por tanto, tampoco para la esperanza.

Todas las películas de Tarkovski son autobiográficas, No en el sentido de narrar acontecimientos particulares de su vida (lo que sólo ocurre en “El espejo”) sino en el sentido de que sus personajes centrales reflejan sus preocupaciones existenciales más íntimas. La radical desesperanza del stalker respecto al mundo tiñe especialmente su cine a partir de este film. Las desencantadas palabras del protagonista a su mujer al regreso del viaje a la Zona están en la línea del discurso de Doménico, encaramado a la estatua de Marco Aurelio, en “Nostalgia” y del monólogo de Aleksander entre los árboles al principio de “Sacrificio”. Si en la primera parte de su obra Tarkovski está absorto en sí mismo (“Rublev”, “Solaris”, “El espejo”), en sus últimas películas parece que es su relación con el mundo lo que le preocupa de manera especial. Creo que, en este sentido, puede hablarse de una progresiva proyección al exterior de su interioridad y de una evolución hacia un desencanto cierto, aunque sin renunciar a la esperanza que le proporciona su convicción cristiana.

Hay un problema con Tarkovski que se plantea muy especialmente en este film, que me parece esencial, y sobre el que con frecuencia se pasa como de puntillas: el papel del simbolismo en sus películas. A menudo Tarkovski fue rotundo al afirmar que su cine no es simbólico, que él no utiliza símbolos (1): «La lluvia es lluvia, y el fuego es fuego, y punto». Sin embargo, son raras las críticas o los análisis serios de su cine que no se refieren al simbolismo --a veces, comprensiblemente, no sin cierto escrúpulo--. En definitiva, ¿hay o no hay simbolismo en Tarkovski? Pienso que estamos ante un equívoco del lenguaje generado por un uso restrictivo del término “simbolismo”, utilizado con sentidos muy distintos por filósofos de la religión, semiólogos, críticos de arte, etc.

(termino en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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5
12 de enero de 2009
144 de 172 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Es un imbécil irrecuperable todo el que pone a esta película de cuatro estrellas para abajo? ¿Un snob y un pedante el que le pone de siete para arriba? ¿Genialidad magistral o soporífera tomadura de pelo? La denigran quienes buscan entretenimiento fácil y la ensalzan los necesitados de aureola intelectual, pero eso no significa necesariamente que todos los que la critican sean estúpidos, ni todos los que la alaban, snobs. Puede haber motivos justificados y coherentes para valorar sus aciertos y, a la vez, criticar sus limitaciones.

En todo caso, a juzgar por la división de opiniones que suscita, tal vez sea una película interesante para preguntarse qué es o qué debe ser el cine y qué es lo que uno puede o debe esperar de una película, preguntas que —para sorpresa de ciertas mentes unidimensionales— están lejos de tener una respuesta unívoca u obvia. ¿Es obligado que una película cuente una historia en la que «pasen cosas»? Los que se indignan porque en Elephant «no ocurre nada» ¿no están defendiendo una idea del cine que lo reduce a ser mera ilustración de la literatura o, mejor, de la novela? Por algo Tarkovski insistía en la necesidad de liberar al cine de la literatura. ¿No es contradictorio criticar Elephant por no contar una historia y admirar, sin embargo, la pintura de cualquier artista «no figurativo»? Si ni la pintura, ni la música, ni la danza, ni la poesía, precisan contar historias, ¿por qué exigírselo al cine? En cine, la narración es una posibilidad, no —yo creo— una necesidad.

Naturalmente, esto no significa, ni mucho menos, que cualquier experimento que infrinja las normas convencionales tenga que ser una obra de arte. Contra quienes piensan que la originalidad es en sí un valor, creo que solo muy raras veces el experimento alcanza la categoría de arte. Pero si bien no hay que dejarse deslumbrar por la primera pretensión «innovadora» que se cruza en el camino, hay que tener en cuenta que un lenguaje nuevo implica siempre un esfuerzo de comprensión, una necesaria readaptación mental más o menos incómoda, que, sin embargo, puede tener sus frutos.

Sorprende que ninguna crítica aluda a la dependencia estética de Gus Van Sant respecto de Béla Tarr. Esas largas caminatas siguiendo desde atrás a los personajes, los travellings circulares de 360º, la sucesión de escenas que reflejan los mismos momentos desde distintas ópticas, etc., se pueden encontrar como elementos esenciales del lenguaje en Satántángó (1993) o la genial (ésta sí) Armonías de Werckmeister (2000). Un análisis comparado de ambos directores podría resultar enormemente clarificador. Podríamos ver ahí diferencias y semejanzas entre dos propuestas similarmente «heterodoxas» pero que difieren notablemente, a mi entender, por su grado de solidez y consistencia, por su nivel de coherencia interna, por su distinta capacidad, en definitiva, para generar un lenguaje expresivo y transmitir un sentido profundo, al margen de la lógica narrativa más o menos convencional.
Ludovico
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4
26 de diciembre de 2007
107 de 150 usuarios han encontrado esta crítica útil
Supongo que la tentación de mitificar películas como ésta es grande para un cierto colectivo a la búsqueda de una señas de identidad más o menos diferentes o contraculturales. Pero ponerle a esto nueve o diez estrellas, es decir las mismas que se les podría dedicar a las grandes películas de Dreyer, Bergman, Bresson o Tarkovski, me parece algo así como comparar una columna ingeniosa de un periódico con «Hamlet» o «La divina comedia». Me da la impresión de que a veces se anda escaso de eso que se podría llamar «sentido de las proporciones».
No creo que una gran película exija un gran despliegue de medios. Así que no sé si serán o no las limitaciones del presupuesto, pero aquí se hace patente una indigencia material, intelectual y estética que va más allá de la siempre deseable sencillez; lástima, porque el guión no deja de mostrar algunos destellos de genio, pero se hunde en la penuria general y no pasa de ser relativamente imaginativo; cuando todo queda limitado hasta tal punto que la película parece rodada entre una panda de amiguetes en un par de fines de semana, estamos, en mi opinión, ante algo distinto a lo que yo llamaría Cine con mayúscula. Como experimento casero, la cosa puede tener su gracia y hasta su interés. Pero no bastan unas cuantas intuiciones brillantes para hacer una película. Como cine, me parece que «Arrebato» se queda corta por todas partes: por el guión, por la puesta en escena, por la interpretación, por el lenguaje, por la fotografía, por todo.
En el mejor de los casos, yo diría que se trata de un experimento con un cierto interés. Pero de un experimento a una obra de arte va todavía una diferencia no precisamente desdeñable.
Ludovico
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3
1 de febrero de 2008
205 de 347 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay mucho que decir que no esté en lo esencial en la crítica de Servadac, aunque yo pondría bastante más severidad en los juicios. No pienso que se deba juzgar una obra por la actitud de su autor sino por el contenido estricto de la misma, pero no deja de ser revelador que Fellini incluyera su nombre en cuatro de los títulos de sus películas —«Fellini 8 ½» y «Il Casanova di Federico Fellini» «Roma di Fellini», «Fellini Satyricon» (!)—, lo que permite pocas dudas sobre su narcisismo ilimitado, que se traduce en un ególatra exhibicionismo en la mayor parte de su cine.

Procacidad adolescente cubierta con barniz intelectual para congratulación de liberales inmaduros y búsqueda continuada del efecto impactante, que excluye en todo momento cualquier reflexión en profundidad: la caricatura como método sistemático, y no como necesidad expresiva en un momento dado, sólo conduce a una brillantez de oropel, tras la que únicamente se oculta la indigencia anecdótica del sainete más vulgar. Un tema como el de la memoria que, ya por aquella época había dado lugar a varias obras maestras como «El espejo» o «Fresas salvajes» se transforma aquí en materia de una obra bufa con la superficialidad del esperpento y la facilidad de la extravagancia.

Naturalmente Fellini tiene sus incondicionales (esos que van a pincharme con rabia en el NO), pero —pero fans aparte— no sé si muchos de los que alaban la película soportarían una segunda visión íntegra —perdido ya el efecto violento y fugaz de la caricatura— sin aburrirse como ostras. En cuanto a la crítica rancia al fascismo o a la iglesia, es, desde luego, un buen método para lograr el aplauso fácil del progre poco exigente que necesita por encima de todo autoafirmarse en sus creencias para no perder la conciencia de existir.
Ludovico
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10
2 de diciembre de 2017
70 de 81 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dos posibilidades de lectura surgen ante esta película: las podríamos llamar, respectivamente, «mítica» e «histórica». Como era de esperar, ha prevalecido la segunda, y la película se ha entendido mayoritariamente como un documento sobre la situación sociopolítica en la España franquista, relatado a través de la inocua historia de una niña que, en su infantil ingenuidad, no sabe distinguir entre realidad y fantasía.

En las antípodas de tal interpretación, sugiero que el film puede evocar, más bien, la experiencia visionaria, propiciada por una facultad de conocimiento superior a la razón, la imaginación creadora —que no debe ser confundida con la mera capacidad de fantaseo—, que hace posible el acceso al mundo imaginal, intermedio entre lo sensible y lo inteligible. Es el mundo del alma, conocido por las antiguas tradiciones sapienciales, pero del que Occidente perdió conciencia siglos atrás para hundirse en la funesta dicotomía cartesiana entre espíritu y cuerpo, idealismo y materialismo, mito e historia.

No pretendo que la película sea una mera ilustración alegórica de este esquema o que el director haya tenido en mente esa precisa formulación conceptual, propia de algunos pensadores del Círculo Eranos. Digo solo que un acercamiento del discurso fílmico a ese planteamiento puede resultar más fructífero que otros a la hora de abordarla.

El contexto histórico no autoriza las sobreinterpretaciones que ven en la película una alegoría política o atribuyen a los personajes una carga ideológica —o simplemente unas atribuciones— no justificadas por el guión (Fernando sería un «nacional» arrepentido; el fugitivo, un maquis; Teresa escribiría sus cartas a un amante republicano...) Atribuir estos u otros significados a lo que los guionistas han dejado deliberadamente en la indefinición altera el sentido del film, imponiendo la hipotética superioridad de lo histórico-documental sobre lo mítico-poético, justo lo inverso, a mi entender, de lo que la película propone.

«El espíritu de la colmena» me recuerda las pinturas sumi-e de los maestros Sung, que dejaban en blanco la mayor parte de la superficie del soporte, para trazar con austeras pinceladas el motivo que se trataba de evocar. El vacío no era un mero fondo que se hubiera quedado sin pintar: formaba parte esencial del cuadro. A esa capacidad para equilibrar la forma con el vacío la llamaba el Zen «tocar el laúd sin cuerdas», arte en el que Erice demuestra ser maestro. El mito requiere de amplios espacios vacíos, en los que el receptor se pueda mover con libertad; pero nuestra cultura tecnológica, que, ya desde el lenguaje común, desprecia el mito como falsedad, padece de «horror vacui». La fascinación por la cantidad obliga a poblar el mundo de cosas, a colmar los vacíos, a rellenar los huecos, a ocupar los silencios, a iluminar las sombras...

Ajustándose a la reducción a lo estrictamente necesario, la «información» proporcionada por los guionistas al espectador es mínima, y la vaguedad en cuanto al tiempo y el espacio se extiende a los protagonistas. La ocultación deliberada del pasado, la ausencia de datos biográficos explícitos, determina el tono poético del relato. Es de su vacío de donde los personajes, en los que intuimos una vivencia honda, sacan su fuerza, su capacidad de imponerse mediante tenues y sutiles pinceladas. Se nos exime de la tediosa tarea de asumir sus biografías, no por incapacidad para construirlas, sino para facilitar el acceso a su realidad interior. Nos basta con conocer sus sentimientos dominantes. No sabemos, ni tenemos por qué saber, lo que los personajes ocultan, pero nos impactan con su abrumadora carga de realidad. Erice conoce la realidad de lo inefable y respetuosamente la transmite en el misterio que impregna su película.

Ana, la protagonista infantil, asiste a la proyección de «Dr. Frankenstein», el film de Whale, y comprenderá, sin necesidad de formularlo con palabras, que hay otra realidad distinta de la monótona cotidianidad de los adultos. En la encrucijada, a punto de ser integrada en la colmena, la llegada providencial de la película le descubre lo que lleva dentro. Como en toda revelación, es su propia alma la que se revela a sí misma: su mundo interior, el mundo mágico que está a punto de reconocer como tal, a punto de nombrarlo —con riesgo, por tanto, de perderlo—, y al que se resiste a renunciar. Ese mundo deberá ser protegido de la devastadora acción de los adultos; ellos son el peligro, no el monstruo de Frankenstein que, limitándose a defenderse de la brutal agresividad de los humanos, no es para ella objeto de terror, sino puerta de entrada a un universo diferente.

Sin la ayuda de su padre, absorto en una racionalidad tan crítica como miope, ni de la madre, sumida en sus recuerdos, ni de la hermana, instalada ya en un mundo desencantado, Ana comprende que está sola y que nadie la va a llevar hasta el «jardín de las setas». Pero ella encuentra signos capaces de hablar a su mundo interior: el tren, por ejemplo, ese invento tecnológico extrañamente cargado de intenso poder simbólico. Ensimismada sobre las vías, Ana intuye que el tren, mensajero procedente de mundos desconocidos, le trae algo que le está particularmente destinado. Y la intuición no le falla. El fugitivo, encarnación, como Frankenstein, del ángel que cuelga sobre su cama, se lanza del tren en marcha para mostrarle en el espacio sagrado del establo que, por arte de magia, se puede hacer desaparecer el reloj, es decir, el tiempo, el tiempo de su padre, que es el tiempo plano y lineal de la colmena, para vivir una temporalidad distinta.

Para transmitir íntegro su mensaje, el fugitivo debe desaparecer, y las fuerzas «del orden» —quizá por aquello de que también el diablo sirve a los designios de Dios— se encargan de poner las cosas en su sitio. Ana comprende entonces que está definitivamente sola y que nadie podrá recorrer su camino por ella. Y Ana escapa de la colmena en busca del espíritu.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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