Dolorosa, sórdida, triste, con una dosis de realidad más alta de la que el cine americano nos tiene acostumbrados. Aunque fueron varias las veces en las que la tentación de interrumpir su visionado me acechó con insistencia, conseguí llegar hasta el final y me alegro por ello infinitamente. Una inesperada invasión en la sensibilidad del espectador que nos obliga, más que nos invita, a reflexionar sobre el ser o no ser nosotros mismos.

Plas, plas, plas, plas, aplausos. No sabría decir con certeza cuántas veces he visto ya esta película, pero, aun así, se me siguen poniendo los vellitos como escarpias cada vez que, en medio de ese estruendoso Tokio, Johansson y Murray dejan que uno de esos silencios llenos de palabras contundentes e intensas caigan sobre ellos.

Llena de impactantes contrastes, de un simbolismo ya poco visto en el cine, jamás pensé que Bill Murray podría ganarse mi admiración interpretándose a sí mismo una vez más.

Es el maravilloso y pírrico triunfo del sentido común y de un realismo aplastante lo que hace de esta película de Sofia Coppola una de mis preferidas.

En la trastienda de un ring cubierto de cristales rotos, cuchillas de afeitar oxidadas y alambre de espino, se fragua un ambiente de compañerismo, amistad, ternura y team building, que dirían los gurús de Recursos Humanos americanos. Cuesta trabajo creer que de las mismas manos que con tanta teatralidad como violencia salgan los golpes que nadie quisiera recibir, salgan también las caricias que hacen del luchador un candidato adecuado para el matrimonio y un padre merecedor de una segunda oportunidad.

Acompañado de una banda sonora producto de uno de mis géneros musicales preferidos, Mickey Rourke vuelve a enamorarme con uno de sus personajes desde el umbral de los infiernos.

Mucho tiempo hemos tardado en ver una adaptación cinematográfica de la notable novela de Patrick Süskind. Como espectadora, podría cebarme con la lentitud con la que se desarrolla la trama, pero como lectora he de asociar esta lentitud a la característica densidad de la literatura en lengua germánica; por lo que, en ese sentido, he de valorar positivamente esta adaptación.

En el ámbito meramente estético del filme, el colorido de las imágenes, la cadencia con la que éstas se suceden y la intensa languidez de los momentos críticos captan a la perfección «la esencia» de esta novela.

Tanto Cartas desde Iwo Jima, como su doppelgänger americana, Banderas de nuestros padres, pueden interpretarse como un canto a la ceguera humana al intentar convertir una guerra en un hecho por el que merezca la pena ser recordados. Con estas dos películas nos hacemos un poco más conscientes de lo pírrica que siempre resulta la victoria en cualquier guerra ya que, con independencia quien gane o pierda, hay cosas que se pierden para siempre con cada bala que se dispara.

Merece especial consideración el tacto con el que Clint Eastwood distingue la idiosincrasia del ejército americano de la del japonés. De la misma manera, también cabe destacar el tiempo que uno y otro ejército se toman para concienciarse de la batalla perdida: mientras que el ejército nipón es consciente de todo lo que ya han perdido antes de empezar a pelear, los marines americanos necesitan el ninguneo de su bandera para darse cuenta de que su decepción fue mucho mayor que la victoria.