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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
4 de junio de 2012
30 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
“¡A la mierda Cataluña! ¡A la mierda Jordi Pujol! ¡A la mierda España! ¡Viva Luis Roldán! ¡Viva la República Independiente de Cornellà, Baix Llobregat!” (Morfi Grei)

Si hay algo que nos une, hermanos y semejantes míos, no es el amor, ni el deseo de un mundo mejor ni las ansias de paz y libertad, ni ninguna de esa sarta de zarandajas que suelen publicitarse como lo más noble y admirable del espíritu humano. No, si hay algo que nos convierte a todos en hermanos son las cloacas, esa ciudad subterránea que todo el mundo sabe que existe y que todos preferimos ignorar, como si el simple hecho de vivir sin estar obligado a ver ni oler las alcantarillas conjurara su existencia y la de quienes habitan en ellas. Pasamos cada día a pocos metros de sus calles y en ellas nos mezclamos todos, pero nos molestan e incomodan y preferimos fingir que no están bajo nuestros pies, ni ellas, ni las ratas, ni el cuajo de heces procedentes de miles de hogares en el que todos nos fundimos en el más fraternal de los abrazos. No, no existe lo que no se ve, y nadie quiere ver las cloacas.

A mediados de los años 70, Cornellà era una de las mayores y mejor escondidas cloacas de Cataluña. Mientras nuestros más bienamados próceres nos instaban a mirar hacia la plaza Sant Jaume y a que dejáramos volar palomas cuatribarradas en dirección a nuestro precioso ombligo, había quien chapoteaba entre el barro y las ratas en ciudades y barrios satélite como el de Sant Ildefons, con una densidad de población mayor que la de Manhattan, carcomido por la marginalidad y la falta de servicios mínimos y donde lo más verde que podía admirarse era el cemento de sus bloques. Como todas las cloacas, Cornellà era invisible. Hasta que a un puñado de sus ratas les dio por trepar a la superficie y hacerse ver y oír. Como hiciera falta y fuera cual fuera el precio.

Narrada por sus propios protagonistas, entre risas, cervezas, broncas, drogas, dramas y muerte, “Venid a las cloacas” sirve para iluminar la autodestructiva historia de La Banda Trapera del Río y dotar de significación a su música, esa cascada de rabiosos escupitajos disparados desde el subsuelo que dejan en bragas la interminable representación electrificada de “Els Pastorets” que ha sido, en líneas generales, la versión bendecida desde el poder de ese engendro llamado Rock Català. Desde la sarcástica alusión inicial a la afición por las munchetas de Miguel Ríos hasta las imágenes de su última reunión, “Venid a las cloacas” ofrece un retrato veraz, en ocasiones divertido, otras absurdo y a ratos patético y doloroso, de uno de los mejores grupos de Rock que ha dado España y el mejor, sin duda, que ha dado una Cataluña que sigue criando palomas, rendida a los pies de cualquier mediocridad hinchada desde los despachos oficiales mientras ignora a los creadores de “Ciutat podrida”. Será que a nadie le gusta que le recuerden que las cloacas existen, aunque algunas no corran bajo tierra y sus ratas carguen el Moët Chandon a nuestra cuenta.
Normelvis Bates
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7
20 de octubre de 2013
35 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay que ver, cómo somos. Tras leer bastantes de las críticas de esta película, uno llega a la conclusión de que lo que más parece irritar a algunos de sus detractores es que una película de terror intente parecer, aun remotamente, una película de terror. Es como si alguien pusiera el grito en el cielo porque en un musical los actores fueran y se pusieran a cantar. O saliera escandalizado de un partido de fútbol porque una panda de tíos le han estado pegado patadas a un balón que, encima, rodaba por un tedioso y previsible césped de color verde. Más que pedirle calidad al espectáculo, lo que algunos parecen empeñados en exigirle es que sus reglas cambien constantemente para complacer a sus delicados y nunca satisfechos paladares.

Pedirle originalidad a una película de terror que empieza con una familia atribulada que se traslada a una nueva casa, marcada por un hecho espeluznante, es tarea inútil, y lo que los latosos apóstoles de la innovación deberían haber hecho nada más ver a Ethan Hawke descargando cajas de una camioneta de mudanzas es abandonar la proyección y buscar el modo de aprovechar las siguientes dos horas de su vida. Porque en cuanto decide uno quedarse y ver qué pasa, lo más sensato es no discutir las leyes del género en cuestión y valorar tan sólo la habilidad con que se desenvuelve jugando con ellas y aceptándolas sin rechistar.

Que quede claro: “Sinister” no es una gran película. Es convencional y modosa y no pretende inaugurar o reinventar tendencia alguna. No ofrece novedades sustanciales en ningún plano. Tal vez por ello resulta simpática. Por su falta absoluta de pretensiones, por asumir sin complejos su condición de producto de entretenimiento, por tratar con respeto al espectador que sólo espera de una peli de miedo que cumpla con el que se supone que es su cometido principal. Hay golpes de efecto, es cierto, y subidones de música y escenas de tensión, recursos todos ellos tan manidos como solvente es su ejecución. La acción no se ahoga en sangre y se prefiere la narración elíptica, infinitamente más inquietante. Hawke dota al personaje principal del extravío y la vulnerabilidad imprescindibles para dar entidad a un guión cuyo mayor hallazgo son esas perturbadoras cintas que lo vertebran y el giro a la vez irónico y malicioso que conduce al estremecedor tramo final con que la peli acaba cumpliendo, con creces, su modesta misión.

Todo esto me lo han contado, claro. Un buen amigo mío, ya entrado en años, la vio a solas y a oscuras en su casa. Me dijo que, tras verla, recorrió un pasillo que le pareció interminable, encendiendo cuantas luces encontró a su paso. Comprobó que todos estuvieran durmiendo en sus camas y respiró aliviado al recordar que no tenía jardín con árbol, ni piscina, ni césped ni leña por cortar. Y cuando estuvo al fin en la cama, en la oscuridad de su habitación, deseó de corazón que no hubiera nadie en la sombra, esperando que cerrara los ojos, para acercarse y tocarle y llevarle con él.
Normelvis Bates
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8
29 de junio de 2010
30 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Otro caso misterioso que espero que alguien me aclare: 13 miserables votos y virginidad absoluta de críticas para esta estupenda película, basada en la novela homónima de Graham Greene y que suele considerarse, por si fuera poco, el ejemplo más acabado del cine negro británico de su época. Su impacto en la imaginería popular inglesa ha sido, además, duradero: una poderosa canción de Queen y un remake a punto de estrenarse, protagonizado por Helen Mirren y John Hurt y que traslada la acción a las peleas entre mods y rockers de los 60, dan buena fe de la permanencia del recuerdo de esta peli en la Pérfida Albión. Por no hablar de su influencia en el cine: la imagen bruta y hortera de los hampones ingleses de películas como “Asesino implacable” o “Lock & Stock” bebe directamente de ella.

Como buenos hermanos gemelos, los Boulting solían repartirse los papeles en sus producciones. En ésta, Roy produjo y John se puso tras la cámara, pero el dato apenas importa, porque la estrella absoluta de “Brighton Rock” es Richard Attenborough, encarnando, dos años antes de “Al rojo vivo”, a Pinky Brown, el primito inglés de Cody Jarrett, un tierno y neurótico angelito de diecisiete años que, a falta de una madre sádica y posesiva con la que irse a echar unos tiros, se entretiene jugueteando obsesivamente con cordeles, arrancando el pelo a muñecas y arrojando a soplones de trenes de feria en marcha o escaleras podridas abajo.

Aunque en Estados Unidos se tituló “Young Scarface”, la peli, más que ilustrar el ascenso de este turbio y psicótico aspirante a reyezuelo de las bandas de la soleada Brighton, concentra su atención en la extraña relación que se establece entre Pinky y Rose, una camarera católica como él, inocente hasta la pura estupidez, a quien odia porque en ella ve reflejadas sus propias taras íntimas (sus nombres no son gratuitos) y a la que usa como coartada para eludir las sospechas de un crimen. Una escandalosa y alocada estrella de varietés (Hermione Baddeley, la otra reina de la peli) será la única persona que adivine los planes de Pinky y trate de chafárselos, entre pintas y risotadas y brochazos de carmín de labios.

Observada en conjunto, la trama de “Brighton Rock” tal vez pueda resultar excesivamente convencional o domesticada, pero tiene tres o cuatro momentos antológicos, como la persecución y asesinato del chivato, la pelea en el hipódromo, el clímax final en el muelle o la rabiosa grabación de ese disco dorado que durante unos minutos se convierte en el mcguffin de la peli y que Greene, autor también del guión, acaba usando para resolver, en una sardónica y cruel escena final, su discurso acerca del crimen, la culpa y el castigo, tintado de sombrío catolicismo y repleto de referencias al infierno. Lo único que se me ocurre reprocharle a Greene es lo anticuada que ha quedado su idea del infierno. Acabo de sobrevivir a un fin de semana familiar en Salou y en pleno Alemania-Inglaterra. Sí sabré yo lo que es el infierno, amigos.
Normelvis Bates
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2
17 de septiembre de 2010
100 de 173 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca he hablado con él y no es que me muera por hacerlo nunca, pero estoy convencido de que si alguien le preguntara qué le gustaría haber sido de no haberse dedicado al cine, Lars Von Trier diría algo así como pintor de Capillas Sixtinas o constructor de catedrales góticas. No me cuesta nada verlo, todo modestia y embeleso, contemplando su película al final del rodaje, con la misma cara que debió poner Miguel Ángel tras dar la última pincelada en el techo del Vaticano, convencido de haberle dejado a la humanidad una obra inmortal, destinada a durar por los siglos de los siglos.

“Dogville” fue rodada en el año 2003, pero, en realidad, es algo más antigua que eso. Se trata, de hecho, de uno de los ejemplos más acabados de arte medieval que conozco. Desde su privilegiada atalaya de ciudadano danés que nunca ha puesto los pies en los Estados Unidos, Von Trier retrata la sociedad americana como lo haría un pintor de escenas bíblicas en paredes y vitrales para la plebe iletrada: una narración alegórica con personajes estereotipados y nombres simbólicos, en un escenario desnudo de todo ornamento que pudiera desconcentrar a los analfabetos espectadores y hacer que se perdieran el sentido final de su edificante fábula. Von Trier, como un bondadoso y erudito frailecillo, nos confía desinteresadamente los secretos de su sabiduría, nos lleva de la mano y nos ilustra acerca de los peligros y maldades de la sociedad de un país que conoce de primera mano: no sólo lo ha visto en documentales y en “Bonanza”, sino que incluso pasó un día por delante de un McDonalds. Imaginaos.

Lo mejor de “Dogville”, en cualquier caso, no está en la pantalla, sino en las butacas, en esos críticos y ese público que se derriten de gusto mientras los tratan de imbéciles y les embuten un burdo autoplagio de la ya ridícula y tremendista “Bailar en la oscuridad” en que apenas se intercambian buenos y malos, una soga por balas y fuego, una mema islandesa por una pelirroja de hielo. En aquellos que vieron una osadía nunca vista en la tiza y el cartón o en esa gente que juega a dar portazos o a hablar con perros invisibles. En los que siguen considerando a nuestro frailecillo un artista transgresor y novedoso en vez de un apolillado y torpe narrador y un extraordinario, eso sí, experto en mercadotecnia.

Hubo una época, allá por los años 70, en que estuvo de moda escribir novelas sin puntos, comas ni mayúsculas. Eran malísimas, por supuesto, y completamente incomprensibles, pero sus autores decían luchar contra las esclavizadoras convenciones, contra los mentirosos artificios del arte. Abrían caminos nuevos, ganaban premios, construían, como Von Trier, catedrales de papel, incomprendidas y adelantadas a su época, que iban a durar para siempre. Ahora, claro, duermen el sueño de los justos y nadie las echa en falta. Son, como “Dogville”, auténticas y polvorientas antiguallas, papel mojado y cartón rancio que el tiempo, tranquilos, acaba poniendo siempre en su lugar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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7
14 de octubre de 2010
32 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los sueños de Celia hay narcisos, claveles y lilas, y ella sospecha, tal vez no sin razón, que entre los pétalos de esas flores está escrito su destino: peligro, sangre y muerte. Celia es rica y hermosa y nada le sería más fácil que huir de sus propias premoniciones, casarse con el joven apuesto y atento que la ronda, vivir sin preocupaciones por el resto de sus días. A la hora de buscar marido, Celia se fijará, sin embargo, en quien podría hacer realidad sus peores pesadillas: un hombre tan atractivo como inestable, de pasado incierto y mirada brumosa, que no colecciona precisamente llaveros o latas de cerveza, sino secretos y mentiras y habitaciones enteras que recrean, con todo lujo de detalles, el escenario del crimen de antiguos asesinatos conyugales. Siete estancias y siete puertas. Y sólo seis están abiertas.

Al hablar de esta película, como en tantos otros casos, habría que empezar definiendo qué se entiende por “obra menor”. Esta lo es, desde luego, y no porque sea mediocre o impersonal en exceso o, ni mucho menos, indigna de su autor, sino por la gran altura de la mayor parte de los trabajos que Lang realizó en aquellos años. Comparada con algunas de esas obras, “Secreto tras la puerta” es más bien poquita cosa, para qué engañarnos. Analizada individualmente, sin embargo, no es difícil ver en ella indudables destellos del inmenso talento de quien la firma.

La mayor parte de sus carencias derivan, de hecho, no de un supuesto desfallecimiento de la indudable destreza de Lang sino de su argumento, plano y convencional y excesivamente apegado a las modas y clichés del cine de su época, en especial de algunos de los grandes éxitos de Hitchcock, algunas de cuyas tramas mezcla y recrea de modo algo deslabazado y sin mucha convicción, cosa nada rara siendo éste un mero trabajo de encargo. Ahí tenemos, como en “Rebeca”, a una inocente joven que se casa y entra a vivir en una suntuosa mansión con misterio y extraños moradores incluidos, en compañía de un marido que, como en “Sospecha”, trama tal vez asesinarla y que es, a su vez, víctima de un antiguo y doloroso trauma interior en cuya resolución, como en “Recuerda”, tendrá capital importancia la aplicación providencial del psiconálisis freudiano.

Pero ahí está Lang, sobreponiéndose a una historia, en muchos aspectos, incluido su desenlace, simplona, pueril y anodina, punteándola con escenas memorables y dotadas de una atmósfera irreal, onírica y fantasmagórica, dosificando la intriga en un sabio y asfixiante crescendo, jugueteando con la voz narrativa para sobresalto del espectador, hurgando con sutileza en la personalidad esquiva y tortuosa de la propia Celia, esa “Bella Durmiente que quiere despertar”, una mujer sin apenas experiencias vitales que parece, a menudo, correr voluntariamente hacia la autodestrucción, como si quisiera, en el fondo, darles la razón a sus sueños y encontrar la muerte tras abrir la última puerta que la separa de ella. Y morir y despertar al mismo tiempo.
Normelvis Bates
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