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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
24 de noviembre de 2009
31 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un nombre propio revolotea en mi cabeza mientras veo esta peli y ahí sigue, el muy plasta, bastantes horas después de ver esta opresiva y absorbente historia con ribetes oníricos e irreales acerca de Al Roberts (Tom Neal), ese pianista de un night-club de poca monta con mucho talento y pocas oportunidades de demostrarlo, que, asqueado de prostituir su arte a cambio de unos miserables dólares (“pedazos de papel infestados de bacterias”), decide cruzar el país en autostop, desde Nueva York a Hollywood, para reunirse con su novia Sue (Claudia Drake), cantante y aspirante a actriz, que se ha dado de morros con el sueño americano y está trabajando de camarera en vez de cantando o actuando sobre un escenario. Todo cuanto quiere es casarse con su chica y formar con ella “un matrimonio normal y sano”. Sólo eso, nada más que eso.

La escena de la despedida de la pareja, envuelta en la niebla del río Hudson, anticipa, sin embargo, el aire anormal e insano que tendrá la peli a partir del momento en el que nuestro protagonista pone los pies en el asfalto, se sube al coche equivocado y, muy especialmente, cuando se cruza en su camino una desequilibrada autostopista llamada Vera (Ann Savage), que conducirá su vida, en caída libre, al centro mismo de una espiral de pesadilla y desesperación en la que cada paso que da el protagonista buscando la salida produce, paradójicamente, el efecto contrario al deseado: enredarle en una tupida tela de araña de la que cada vez es más difícil escapar.

Edgar G. Ulmer, el autor de esta peli, una de las más desasosegantes, interesantes y desconocidas pelis del género negro de la década de los 40, había llegado a Hollywood en 1926 acompañando a Murnau, de quien había sido aprendiz y con quien iba a colaborar en “Amanecer” en calidad de director artístico, y es uno de los muchos cineastas centroeuropeos (Siodmak, Wilder, Zinnemann) que trajeron consigo un altísimo dominio técnico de su oficio y la herencia del cine expresionista, cuyos logros y descubrimientos se dedicaron a explotar en América, aun en productos que, como éste, se rodaban en unos pocos días y con medios de lo más limitados.

De ahí la absoluta modernidad, pese a su modestia, de esta road-movie, rodada con una loable ausencia de subrayados enfáticos y mediante una calculada ambigüedad narrativa que pone deliberadamente en entredicho la veracidad de la propia historia, que combina muertes absurdas, personajes turbios o al borde de la demencia, ingenuas ensoñaciones y deseos frustrados, canciones recurrentes que desatan violentamente recuerdos no deseados e imágenes ocultas en lo mas profundo del cerebro, lenguaje explícito e insinuante, noches lluviosas y carreteras polvorientas en el corazón de América, la sucia y desangelada realidad del sueño de Hollywood, una casi enfermiza concepción fatalista de la vida.

¿El nombre propio del que hablaba al principio? Lynch, David Lynch. ¿Quién, si no?
Normelvis Bates
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7
8 de mayo de 2010
31 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que algunos miembros de cierta celestial y milenaria multinacional del pastoreo de almas pusieran el grito en el cielo, antes incluso de ver esta peli, acusándola de propagar pornografía homosexual con dinero público, tendría algo de gracia si se tratara, en efecto, de una peli porno y si, en algunos países, a esa misma empresa y a los pederastas que fabrica a gran escala no los estuviéramos pagando entre todos sin que nadie haya salido todavía a explicarnos por qué. Mientras se aclara este misterio, que deja en bragas a la multiplicación de los panes y los peces o la transubstanciación del vino en sangre, no estaría de más recordarles a esos mismos guardianes de la moral que, ya que se han propuesto salvarnos de la maldad del mundo, lo mínimo que cabría exigirles es que, al menos, le echen un vistazo a lo que Satanás y sus secuaces nos tienen reservado antes de emitir su veredicto, más que nada para evitarse el mal trago de quedar como unos ignorantes, cuando no, hablando en plata, como unos auténticos gilipollas.

No, no hay pornografía en esta peli, y los homosexuales que aparecen en ella se pueden contar con los dedos de una mano, pero quienes trataron de boicotear su estreno y difusión se empeñaban, sin duda sin pretenderlo, en darle la razón a la frase de Jean Genet con que se abre: “El mundo muere de un miedo aterrador”. El miedo es, de hecho, una de las ideas motoras de “Veneno“, compuesta por tres historias intercaladas. sin relación aparente y que siguen moldes estéticos completamente distintos: “Hero”, presentada como un documental, se centra en un niño que mata a su abusador padrastro y sale volando por la ventana para desaparecer en el cielo. En “Horror”, una parodia de las pelis en blanco y negro de serie B de los 50, un científico logra aislar el instinto sexual y tras beberlo por error se convierte en un pustulento monstruo. “Homo”, basado en una historia de Genet, es el más controvertido de los tres relatos. En él, un joven reencuentra en la cárcel a un compañero de reformatorio por quien siente una extraña atracción, cuya clave se encuentra en una antigua escena de vejación.

La peli no es ni mucho menos perfecta, y tanto su montaje como su tonillo “arty” pondrán de los nervios a más de uno, pero hay que reconocerle a Haynes la valentía de tocar, en su primer largo, un tema difícil de un modo arriesgado y nada conformista, como había hecho ya en “Superstar”, su biografía de Karen Carpenter rodada con muñecas Barbie. “Veneno” explora la huida hacia adelante de tres seres inusuales y abandonados en un entorno agresivo a quienes la pulsión sexual ha inoculado, de un modo u otro, un veneno que les lleva a la marginalidad y a sufrir el rechazo de un mundo que no tolera la diferencia y que trata de ocultar, por todos los medios, la veracidad de otra de las frases de Genet que circula por la peli: “Los sueños se alimentan en la oscuridad”. Si no os lo creéis, preguntad en el Vaticano. Allí entienden un rato largo de esto.
Normelvis Bates
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8
19 de octubre de 2009
31 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
No acierto a adivinar los motivos del injusto olvido en que malvive esta estupenda película. Tal vez sea por ser inmediatamente anterior a “Furtivos”, o por haber sido rodada en inglés y con un reparto internacional, pero lo cierto es que “Hay que matar a B.” parece no contar a la hora de hablar de las mejores películas del cine español (fijaos aquí: ni una sola crítica, apenas 80 votos y, para colmo, el argumento de su ficha no da pie con bola), cuando se trata, a mi juicio, de una de las obras más destacables de su autor y una de las más reivindicables muestras del buen cine que, en ocasiones, se ha hecho en nuestro país.
La historia empieza con unas manos sin rostro que rebuscan en un archivo hasta que dan con la ficha de Pal Kovac, un camionero húngaro, impulsivo e individualista, atrapado en un imaginario país sudamericano en que está a punto de estallar una revuelta que un político en el exilio vendrá a liderar. Arruinado y atormentado por la muerte de su joven socio, hijo de un viejo amigo y de la dueña de la pensión en que vive, a la que quiere resarcir, acepta el trabajo que le ofrece un astroso detective privado, que consiste en seducir a la amante de un conocido empresario cervecero, y cobrar así el dinero prometido al detective en caso de que se confirme su infidelidad. Kovac y la mujer acaban enamorándose y planean marcharse a Europa, pero el empresario aparece asesinado y detienen a Kovac por el crimen. Es entonces cuando sabemos qué quieren de Kovac las manos sin rostro que veíamos al principio, las mismas manos que veremos al final, cerrando el archivo, cuando tengan lo que buscaban de él.
La historia, narrada por Borau en un tono desapasionado y crudo, deudor del cine “polar” francés, maneja con sabiduría las dos líneas argumentales de la peli, aparentemente independientes, hasta que el personaje del detective, encarnado por el venerable Burgess Meredith, las anuda sin que puedan ya separarse. El conflicto civil, un simple telón de fondo al principio, va adquiriendo importancia hasta trastocar sin vuelta atrás la historia de amor de los protagonistas, que se ven literalmente engullidos por las circunstancias, en una hermosa escena en que caminan contracorriente enmedio de una multitud vestida de blanco. Es también digno de elogio el uso de elementos dramáticos en apariencia insignificantes (las chocolatinas y sus cromos, la omnipresente cerveza) que van reapareciendo a lo largo de la peli no de modo gratuito sino como piezas significativas para comprender cabalmente a los personajes.
Mención aparte merece el cuarteto protagonista. Al ya mencionado Meredith hay que sumar a la bella Stephane Audran, una de las actrices fetiche de Chabrol, a Patricia Neal, en un papel en las antípodas de su lagartona de “Desayuno con diamantes” y al sólido Darren McGavin en el mejor momento de su carrera, dando vida a ese baqueteado camionero atrapado en los sórdidos entresijos de un poder ciego y sordo ante los deseos humanos.
Normelvis Bates
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8
4 de junio de 2012
30 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
“¡A la mierda Cataluña! ¡A la mierda Jordi Pujol! ¡A la mierda España! ¡Viva Luis Roldán! ¡Viva la República Independiente de Cornellà, Baix Llobregat!” (Morfi Grei)

Si hay algo que nos une, hermanos y semejantes míos, no es el amor, ni el deseo de un mundo mejor ni las ansias de paz y libertad, ni ninguna de esa sarta de zarandajas que suelen publicitarse como lo más noble y admirable del espíritu humano. No, si hay algo que nos convierte a todos en hermanos son las cloacas, esa ciudad subterránea que todo el mundo sabe que existe y que todos preferimos ignorar, como si el simple hecho de vivir sin estar obligado a ver ni oler las alcantarillas conjurara su existencia y la de quienes habitan en ellas. Pasamos cada día a pocos metros de sus calles y en ellas nos mezclamos todos, pero nos molestan e incomodan y preferimos fingir que no están bajo nuestros pies, ni ellas, ni las ratas, ni el cuajo de heces procedentes de miles de hogares en el que todos nos fundimos en el más fraternal de los abrazos. No, no existe lo que no se ve, y nadie quiere ver las cloacas.

A mediados de los años 70, Cornellà era una de las mayores y mejor escondidas cloacas de Cataluña. Mientras nuestros más bienamados próceres nos instaban a mirar hacia la plaza Sant Jaume y a que dejáramos volar palomas cuatribarradas en dirección a nuestro precioso ombligo, había quien chapoteaba entre el barro y las ratas en ciudades y barrios satélite como el de Sant Ildefons, con una densidad de población mayor que la de Manhattan, carcomido por la marginalidad y la falta de servicios mínimos y donde lo más verde que podía admirarse era el cemento de sus bloques. Como todas las cloacas, Cornellà era invisible. Hasta que a un puñado de sus ratas les dio por trepar a la superficie y hacerse ver y oír. Como hiciera falta y fuera cual fuera el precio.

Narrada por sus propios protagonistas, entre risas, cervezas, broncas, drogas, dramas y muerte, “Venid a las cloacas” sirve para iluminar la autodestructiva historia de La Banda Trapera del Río y dotar de significación a su música, esa cascada de rabiosos escupitajos disparados desde el subsuelo que dejan en bragas la interminable representación electrificada de “Els Pastorets” que ha sido, en líneas generales, la versión bendecida desde el poder de ese engendro llamado Rock Català. Desde la sarcástica alusión inicial a la afición por las munchetas de Miguel Ríos hasta las imágenes de su última reunión, “Venid a las cloacas” ofrece un retrato veraz, en ocasiones divertido, otras absurdo y a ratos patético y doloroso, de uno de los mejores grupos de Rock que ha dado España y el mejor, sin duda, que ha dado una Cataluña que sigue criando palomas, rendida a los pies de cualquier mediocridad hinchada desde los despachos oficiales mientras ignora a los creadores de “Ciutat podrida”. Será que a nadie le gusta que le recuerden que las cloacas existen, aunque algunas no corran bajo tierra y sus ratas carguen el Moët Chandon a nuestra cuenta.
Normelvis Bates
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7
20 de octubre de 2013
35 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay que ver, cómo somos. Tras leer bastantes de las críticas de esta película, uno llega a la conclusión de que lo que más parece irritar a algunos de sus detractores es que una película de terror intente parecer, aun remotamente, una película de terror. Es como si alguien pusiera el grito en el cielo porque en un musical los actores fueran y se pusieran a cantar. O saliera escandalizado de un partido de fútbol porque una panda de tíos le han estado pegado patadas a un balón que, encima, rodaba por un tedioso y previsible césped de color verde. Más que pedirle calidad al espectáculo, lo que algunos parecen empeñados en exigirle es que sus reglas cambien constantemente para complacer a sus delicados y nunca satisfechos paladares.

Pedirle originalidad a una película de terror que empieza con una familia atribulada que se traslada a una nueva casa, marcada por un hecho espeluznante, es tarea inútil, y lo que los latosos apóstoles de la innovación deberían haber hecho nada más ver a Ethan Hawke descargando cajas de una camioneta de mudanzas es abandonar la proyección y buscar el modo de aprovechar las siguientes dos horas de su vida. Porque en cuanto decide uno quedarse y ver qué pasa, lo más sensato es no discutir las leyes del género en cuestión y valorar tan sólo la habilidad con que se desenvuelve jugando con ellas y aceptándolas sin rechistar.

Que quede claro: “Sinister” no es una gran película. Es convencional y modosa y no pretende inaugurar o reinventar tendencia alguna. No ofrece novedades sustanciales en ningún plano. Tal vez por ello resulta simpática. Por su falta absoluta de pretensiones, por asumir sin complejos su condición de producto de entretenimiento, por tratar con respeto al espectador que sólo espera de una peli de miedo que cumpla con el que se supone que es su cometido principal. Hay golpes de efecto, es cierto, y subidones de música y escenas de tensión, recursos todos ellos tan manidos como solvente es su ejecución. La acción no se ahoga en sangre y se prefiere la narración elíptica, infinitamente más inquietante. Hawke dota al personaje principal del extravío y la vulnerabilidad imprescindibles para dar entidad a un guión cuyo mayor hallazgo son esas perturbadoras cintas que lo vertebran y el giro a la vez irónico y malicioso que conduce al estremecedor tramo final con que la peli acaba cumpliendo, con creces, su modesta misión.

Todo esto me lo han contado, claro. Un buen amigo mío, ya entrado en años, la vio a solas y a oscuras en su casa. Me dijo que, tras verla, recorrió un pasillo que le pareció interminable, encendiendo cuantas luces encontró a su paso. Comprobó que todos estuvieran durmiendo en sus camas y respiró aliviado al recordar que no tenía jardín con árbol, ni piscina, ni césped ni leña por cortar. Y cuando estuvo al fin en la cama, en la oscuridad de su habitación, deseó de corazón que no hubiera nadie en la sombra, esperando que cerrara los ojos, para acercarse y tocarle y llevarle con él.
Normelvis Bates
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