El mal acabado de esta pelicula de Raúl Arévalo se revela ya desde el propio título, que contiene un ambigüedad que adivino no buscada (¿es tarde para mostrar ira o se refiere a la tarde de un determinado día que es consagrada a la ira?). Pero los errores fundamentales son de contenido. Y es que parece mentira que todavía, dos siglos después del Conde de Montecristo y tantas otras historias, alguien asiente su película sobre el desarrollo de una venganza visceral y lo haga, además, no para profundizar en cualquier análisis moral sino por el mero espectáculo estético de su desarrollo en forma de muertes y tropelías, un desarrollo que además es exitoso como mandan los cánones, no importa que el que lo realice sea un mero aficionado movido por un odio irresistible (si alguien se lanzara de verdad a hacer eso, no pasaría de cometer una chapuza, dañina en primer lugar para él mismo). Pero parece que con la bendita palabra thriller por bandera y unas cuantas escenas violentas, cualquier ensalada de tópicos tiene financiación, realización, buena crítica y hasta aplausos de los que en realidad deberían sentirse damnificados.

Contando un simple ligue de verano se puede hacer una película magnífica que exprese, por ejemplo, lo efímero y limitado de la felicidad, la juventud y el placer que obtenemos en nuestras vidas, como ocurre en la mítica Un verano con Mónica, de Ingmar Bergman. Esta película, en cambio, apenas logra trasmitir más que un paquete de buenas intenciones apenas bosquejadas. El guión tiene importantes deficiencias a la hora de transmitir el personaje de la feminista parisina, tan importante para la credibilidad de todo lo demás. No es que no sea creíble el que alguien que ha vivido siempre entre feministas (donde el lesbianismo es de todo menos raro) pase de la completa heterosexualidad a la completa homosexualidad por conocer a sus treinta y tantos años a una chica de pueblo no especialmente atractiva ni especialmente interesante ni especialmente peculiar. Es, simplemente, que la película no nos transmite los mecanismos que llevan a ese personaje a reaccionar así y no nos queda más remedio que echar mano del tópico de tantas películas de romances convencionales: la supuesta magia del amor. La chica campesina, en cambio, está bien definida como lesbiana exclusiva de toda la vida, pero, a la hora de plantear el dilema que se le presenta entre romper con el papel que su tradicional entorno le tiene reservado y lo que la otra chica propone, olvida matizar que la muerte de su padre ha convertido en un deber e incluso un reto vital proseguir con el trabajo que aquél hacía en la granja. Identificar, como viene a hacer la trama con demasiada simpleza, granja con sumisión y emigración con liberación lleva consigo colocar el deber libremente asumido en la balanza de las rémoras y empañar como ejercicio de cierta irresponsabilidad la búsqueda de realización sexual que se ha colocado en el otro platillo. Si a esto se añade el poco acierto para recrear el entusiasmo del activismo setentero más allá de alguna simpleza casi folklórica, tenemos que la película se queda en méritos parciales, menos consistentes en mi opinión que los errores. Pese a todo esto, es comprensible que este tipo de producciones obtengan aplausos de espectadores sensibles a estos temas, puesto que hay una gran necesidad de que el cine los trate (equivocándose en más o en menos) sin el sensacionalismo ni el paternalismo del que suelen ser presa.

Evidentemente, la película no pretende convencer a negacionistas (suponiendo que tal cosa fuera posible). Es ficción construida a partir de la documentación existente. Está basada en las actas conservadas que levantaron los propios jerarcas nazis de la histórica reunión de Wannsee, pero en el propio diálogo del film se apunta a que el contenido de dichos documentos utiliza a propósito (por orden de los que mandaron hacerlos) una terminología edulcorada y oscura. Los diálogos de la película se permiten eliminar eufemismos y reflejar el debate con la crudeza con que muy posiblemente fue llevado a cabo en la realidad (una maniobra perfectamente legítima en el mundo de la ficción). Y tanto por esa aportación a la reconstrucción de lo realmente ocurrido como por la claridad y el orden con que es conducido el propio debate, podemos afirmar que estamos ante un sólido guion que ilustra perfectamente el contenido de la histórica conferencia: una fría exposición de problemas técnicos, conducida por el férreo Heydrich y asesorada en todo punto por el impecable logístico Eichmann, que incluía también algún apunte ético, pero de una ética curiosamente sesgada: a ninguno de los conferenciantes les preocupaba en absoluto lo que moralmente suponía exterminar a millones de seres humanos para la superación racial, aunque sí el efecto psicológico y moral que la continua carnicería pudiera provocar en los propios verdugos. Esa es una de las razones por las que toda cábala nazi apuntaba a utilizar una solución más higiénica que la de los escuadrones de fusileros que se venían empleando en Ucrania, una solución que apenas necesitara el cara a cara de víctimas y verdugos, como eran las cámaras de gas. Por supuesto, habrá quien siga diciendo que la endlösung significaba evacuación y no exterminio. No importa. Más allá de las servidumbres ideológicas de cada uno, el conocimiento de los siniestros principios de la ética nazi nos clarificará mucho más que cualquier documento sobre el sentido de cada uno de los acontecimientos históricos que el nazismo protagonizó.

Para un productor la idea de hacer un biopic de una figura internacionalmente famosa contiene en sí una garantía para la inversión. También para el director y sobre todo para el actor protagonista, que va a poder poner a prueba su capacidad de recreación de una persona ampliamente conocida y desempeñar un papel por el que tiene más posibilidades de pasar a la historia que con cualquier otro. Y sobre este par de condiciones se montan producciones millonarias en las que el guion y en general el interés de lo que se narre, exhiba o plantee pasa obligatoriamente a un lugar secundario. Esto sucede con la gran mayoría de las películas biográficas que se fabrican (que son muchísimas, tantas como productores deseosos de arriesgar lo menos posible) y esto sucede con esta insulsa recreación de la figura de Miles Davis que ni siquiera se cuida de sumergirse en la historia biográfica del personaje ni en nada que no sea el parecido físico del protagonista (nada que objetar al trabajo interpretativo de Don Cheadle) y el que haya un segundo protagonista blanco (el periodista de la revista Rolling Stone que encarna Ewan McGregor) para facilitar el enganche del espectador mayoritario.

Juan Miguel Del Castillo tira por el sendero de Ladrón de Bicicletas y similares, aunque sin disponer de una historia tan redonda como aquélla y sin aproximarse siquiera a la maestría para el patetismo de Vittorio De Sica, confiándolo todo a la capacidad de la actriz protagonista (Natalia de Molina) para transmitir el día a día de una persona en una situación económica extremadamente necesitada. El resultado es una película profesionalmente notable, bien rodada e interpretada, aunque artísticamente muy pobre, puesto que el calvario economicista de la mujer no parece conducir más que una plana reivindicación de tutelas políticas, sin mayor profundización. De hecho, visto el rótulo final, en el que se reivindica el rescate de personas en lugar de bancos, uno piensa que el autor podía haber empezado por ahí y ahorrarse la película. Una reivindicación social directa puede o no ahogar a una obra de arte, según la riqueza de recursos y la habilidad de quien la maneje. Pero cuando se confía en que la reivindicación por sí misma es suficiente para darle sentido a todo lo demás, por muy justa e importante que ésta sea y por muy bien que responda cada escalón profesional, el fracaso es seguro por las mismas razones por las que coger el poema o ensayo más bello y sabio del mundo y ponerlo en papel delante de una cámara durante dos horas no puede dar nunca una buena película.