Enfrentarse a una película de la argentina Lucrecia Martel implica un riesgo ineludible: cine personal, críptico, complejo (o no) que se ha escrito y rodado para parecer original. Y arrasar en premios europeos y americanos, claro. La fórmula se repite una y otra vez pero siempre es efectiva: actores con permanente cara de asombro y/o hastío, escenas que no vienen a cuento, brutalidad insospechada, preciosa fotografía y guión incomprensible, con frecuencia fundamentado en saltos espacio temporales. Siempre es así, y ahí está la obra, por ejemplo, del griego Yorgos Lanthimos para corroborarlo. Así que paciencia y luego a leer maravillosas críticas.

Ojka

Antes que nada, advertir que fui uno de los escasos espectadores que se aburrieron y hasta sufrieron tormento cuando vieron 'El bar que se tragó a todos los españoles', penúltima obra de Alfredo Sanzol muy ensalzada por la crítica. Yo ya la he olvidado, gracias a los hados. Pero, al afrontar 'La ternura' y saber que se trataba de una adaptación de otra obra suya, mis temores emergieron como las náufragas protagonistas del mar. Así que, paciencia, paciencia. Y vaya si la he tenido, pese a que el envoltorio era más que sugestivo. Rimbombante música de Fernando Velázquez (a ver si le dan un cuarto de los Goya de Alberto Iglesias, porfar), bonitos escenarios, gran reparto convenientemente pasado de rosca y bonito vestuario. Pero, ay, el guion parece escrito en los años cuarenta. Nada inquieta, nada sorprende y nada intriga. Todo se adivina desde el minuto tres (¿En serio tres damas para tres caballeros, y cada una con la edad adecuada para que cuadre con el otro?) y los líos amorosos parecen escritos por los Álvarez Quintero antes de quedar para decidir la obra del mes. En fin, ¿era necesaria? Pues nada, oye.

La primera imagen que vemos del leopardo o pantera de las nieves es su silueta recortada entre la montaña y el cielo, una sombra inmensamente poética que anticipa lo que vendrá: un documento magnífico que funde la naturaleza más espléndida con la odisea de dos hombres que ansían capturarlo en sus fotos y cámaras de cine. Uno de ellos es un veterano en el negocio, un poeta que sabe que la paciencia es innegociable en estos menesteres. Mientras esperamos al fantasma del Tíbet, nos entretenemos con otros animales maravillosos y casi saltamos de la butaca cuando aparecen tres osos al son de la canción de Nick Cave. Al final, la paciencia será recompensada, claro. Una maravilla.

Gran admirador de su compatriota Helene Schjerfbeck, una pintora de principios del siglo XX, el finés Antti Jokinen ha rodado un momento de su biografía, cuando se enamoró platónicamente de un joven escritor y, también, cuando empezó a ser famosa gracias a la admiración de un tratante. Y lo ha hecho soslayando ejemplarmente una limitación importantísima: la escritora tuvo una vida aburridísima en una casa en el campo con su madre cascarrabias. Lo consigue utilizando la cámara como si fuese también una pintura, consiguiendo unos planos (y travellings, y movimientos de cámara) bellísimos, obra de Rauno Ronkainen, que recuerdan al cine de Tarkovski o Kubrick. El segundo gran problema era conseguir una actriz que pudiera reflejar con la mirada todo el aburrimiento y toda la pasión contenida de la pintora, y esa es Laura Birn. Absolutamente impecable.

Empiezan a agotar los filmes del subgénero 'gótico sureño' basados en pequeños grandes desconocidos de la literatura norteamericana, en este caso la única novela de Donald Roy Pollock. Cansar porque sus constantes (asesinos en serie, traumas infantiles, gente miserable, abuso sexual de niños, drogas duras (aquí no), botellitas de whisky, autoestopistas más tontos que varios botijos, predicadores y granjas, muchas granjas) son igualmente agotadoras. Sí, el mundo es miserable, pero estas películas que lo muestran con la maldad elevada al cubo tampoco son tan necesarias. Eso sí, el reparto es impecable, y el montaje, un lío, hecho inevitable en cualquier producción independiente con pretensiones de premio y tampoco hay que patalear, la película merece verse y el realizador Antonio Campos (que se llama como cualquier compañero de clase que todos hemos tenido), últimamente concentrado en series, sabe lo que hace.