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Críticas de Sergio Berbel
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Críticas 835
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
6 de febrero de 2024
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Cerrando una década gloriosa para la historia del cine donde Clint Eastwood facturaba una tras otra películas magistrales (“Sin perdón”, “Los puentes de Madison”, “Un día perfecto”, “Mystic River”), en 2008 se estrenó “El intercambio”, aparentemente un pavoroso thriller de época que mezcla elementos de terror y basado en hechos reales pero, en el fondo, uno de los mejores retratos sobre lo que significa la maternidad que se hayan rodado. Se une en él un clasicismo exacerbado del mejor Eastwood tras la cámara con la mejor interpretación que haya alcanzado Angelina Jolie en toda su carrera para conformar una película magistral.

En Los Angeles en 1928, una madre soltera abnegada y trabajadora descubre que su hijo de ocho años ha desaparecido sin dejar rastro. En un momento en el que la policía angelina está bajo el punto de mira de la opinión pública por sus niveles de violencia y corrupción, pronto es reclamada para devolverle al niño perdido. El problema es que la madre niega que ese menor sea su hijo y ello deriva en un problema contra la policía, la cual utilizará todos los resortes y el poder acumulado en su mano para ir contra una mujer indefensa hasta sus últimas consecuencias.

Dos elementos destacan por encima del resto en esta prodigiosa cinta: la perfecta ambientación de la época en la dirección pausada y clasicista del mejor Clint Eastwood y la interpretación portentosa de Angelina Jolie. Sobre ambos elementos, el drama familiar va girando a thriller y éste a ciertos momentos directamente sacados del cine de terror alrededor de todo lo que le va ocurriendo a esa madre que asegura contra viento y marea que el niño que la policía le ha entregado no es su hijo hasta el punto de verse encerrada por órdenes del comisario de policía en una institución psiquiátrica, otorgándonos entonces los momentos más magistrales y terroríficos de sus correctos 141 minutos de metraje.

Extraordinario guión de J. Michael Straczynski que reincide en algunos esenciales elementos argumentales que ya desarrollara el propio Eastwood en su obra maestra definitiva, “Mystic River”, es soberbia la dirección de fotografía de Tom Stern como lo es también la partitura musical del propio Clint Eastwood.
Sergio Berbel
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10
5 de febrero de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre la década de 1990 y la de 2000, Clint Eastwood, en la cima de su maestría como creador, presentó una tras otra un rosario de obras maestras resucitando el mejor cine clásico. Desde “Sin perdón” hasta “Mystic River”, pasando por “Un mundo perfecto” o “Million Dollar Baby”. De todas ellas, la más perfecta y redonda es “Mystic River”, pero la más emocionante es “Los puentes de Madison”, con diferencia respecto a las demás. No sólo es una historia de amor inolvidable que te marca de forma indeleble, sino que es una radiografía perfecta de las frustraciones vitales que las obligaciones familiares pueden producir en el devenir de un ser humano y es ahí donde radica la magnitud artística de una obra fílmica única.

Pero la película no es sólo una obra maestra por la magistralmente clásica dirección de Clint Eastwood, por su portentoso guión, por unos personajes inolvidables, o por las interpretaciones para la historia del cine de Meryl Streep y el propio Eastwood, sino también por ese tema musical inmortal titulado “Doe eyes” de Lennie Niehaus que tenemos los cinéfilos grabado a fuego en el mejor rincón de nuestro corazón por los siglos de los siglos. Cuando conformas un film con todos estos elementos, sólo puede surgir una de las grandes películas de la historia del cine. Justo lo que es “Los puentes de Madison”, que crece y crece con cada visionado.

Cuando Francesca fallece, sus hijos acceden a ciertos documentos que demuestran que, siendo ellos adolescentes y durante cuatro días que se fueron a una feria de ganado con su padre, en 1965, su madre conoció el amor en su dimensión absoluta de forma esporádica (quizás sólo sea posible de esa manera) con un fotógrafo de National Geographic llamado Robert Kincaid que se había desplazado hasta esa remota zona rural de Iowa para hacer un reportaje sobre los puentes de madera existentes sobre el río que atraviesa el condado de Madison. Conforme la historia de amor se despliega y Francesca entiende que la vida no le ha permitido conocer el amor de verdad y que es presa de sus vínculos familiares, cuando se enfrenta al terrible dilema vital existente entre lo que quiere ser y lo que debe ser, el espectador no espera hasta dónde puede calarle los huesos, más que la lluvia que protagoniza una de las escenas más emocionantes jamás rodadas.

Richard LaGravanese conforma un guión perfecto mejorando con creces la mediocre novela de Robert James Waller de la que procede esta inmortal historia, regalando al mundo una pareja de personajes de la que resulta imposible desprenderse por más tiempo que pase y más veces que se vea el film. Igualmente gracias a una portentosa dirección de fotografía de Jack N. Green, que extrae la belleza natural de los paisajes rurales de Iowa de una forma majestuosamente dorada, puro arte en vena. Pero, insisto, no lo olvidemos, sobre todo gracias al inmortal tema musical de Lennie Niehaus.
Sergio Berbel
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10
4 de febrero de 2024
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En 1991, obtenía la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y algunos importantes Premios Goya un desconocido director vasco con su fascinante ópera prima. Se llamaba Juanma Bajo Ulloa y, a través de su atrevida concepción visual y su temática desprejuiciadamente perturbadora y valiente, nos cambiaba la vida a muchos al contemplar por primera vez “Alas de mariposa”. Había logrado crear un nuevo género: el drama familiar con tintes terroríficos donde la familia es el germen de los elementos del cine de género. Había nacido un nuevo camino a través de unas formas visuales desconocidas hasta entonces en nuestro cine, por góticas e inquietantes a la par que contemporáneas, para contar una historia radical y cruda, terrible y dramática, fascinante como pocas.

La familia como núcleo del terror de una niña reservada y sensible con muchas cualidades artísticas llamada Amanda (impresionante las interpretaciones de Laura Vaquero y Susana García en sus dos etapas vitales), el terror al abuelo (Txema Blasco) que golpea rítmicamente el suelo con su bastón y que protesta malhumorado por tener una nieta y no un nieto; el terror a un padre religioso (Tito Valverde) que quiere imponer su creencia a su hija como si la fuera a salvar de todo lo que la rodea; el terror a una madre supersticiosa y con tendencia al desequilibrio (magistral Silvia Munt); el terror a un hermano menor que la desbanca del centro del hogar familiar; el terror a explorar nuevos caminos artísticos cuando se tienen todas las cualidades innatas para ello; el terror a todo lo que viene de la calle; el terror al machismo impuesto a sangre y fuego en la familia tradicional donde el varón es preponderante; en suma, el terror a vivir.

Con una caligrafía visual neogótica a través de una portentosa dirección de fotografía de Aitor Mantxola y Enric Daví, acompasada por una partitura musical prodigiosa de la espectacular Bingen Mendizábal que acaba resultando pieza clave en la evolución dramática del film, todo gira alrededor del personaje de una niña muy especial y perturbadora, Amanda, eterna Amanda, interpretada magistralmente en dos etapas distintas: por Laura Vaquero como niña y por Susana García como adolescente. Parece magia lo que Juanma Bajo Ulloa extrae de ambas actrices y cómo consigue fundirlas una en la otra para que la evolución resulta creíble. Parece magia pero no lo es, se trata de mucho trabajo en la dirección de actores y una genialidad manifiesta.

Todo para sostener un prodigio argumental fundado en un histórico guión firmado por Juanma y Eduardo Bajo Ulloa que escarba en las miserias de la institución familiar hasta encontrar el pozo sin fondo de la más terrible de las tragedias, que acabaría completando Bajo Ulloa con el resto de una trilogía no confesa compuesta por “La madre muerta” y “Baby”, igualmente imprescindibles.
Sergio Berbel
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10
4 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adolfo Aristarain, cineasta argentino un tanto culpable de mi obsesión por el cine, ha firmado algunas obras maestras de un humanismo profundo y emocionante como “Un lugar en el mundo”, “Roma” o “Lugares comunes”. Pero el contrapunto lúcidamente nihilista y necesariamente misántropo, ácido, doloroso y brutalmente descarnado a tan bella filmografía lo entrega con su magistral “Martín (Hache)”, donde uno tras otro, va destruyendo con saña los pilares de la presunta felicidad burguesa sin piedad con el espectador a través de una catarata de diálogos que disparan verdades filosóficas por segundo a un ritmo vertiginoso. Todo el mundo debería leer con atención y sosiego (el que la película no otorga al espectador) el guión de este film firmado por el propio Aristarain y Kathy Saavedra. Imposible decir más cosas profundas, inteligentes y tristes en menos palabras. Una joya de la literatura.

Toda la hiel que la vida va vertiendo sobre nuestros anchos hombros se simboliza en el personaje de Martín (Federico Luppi, no tengo nada más que añadir), un director de cine con miedo ante su próxima película y que tiene que dejar el Madrid en el que vive y retornar con urgencia a Argentina ante la hospitalización de su hijo por sobredosis (un jovencísimo Juan Diego Botto que ya entrega una actuación magistral como “hijo de”, porque incluso pierde su identidad ya que es llamado por todo el mundo “Hache”, hache de hijo, Martín hijo). Aún sin querer, al padre no le queda otra que traérselo consigo a Madrid, donde lo entiende como una presencia invasiva más, aparte de la que ya vive respecto a su pareja (una Cecilia Roth diosa y señora de la película), también adicta a las sustancias psicotrópicas como mero método de supervivencia ante una vida que la ha sobrepasado y un hombre que no la respeta y la valora a la altura de lo que ella merece. Martín es un nihilista absoluto que ya no puede creer en nada ni valorar a nadie y que sólo ofrece cierta permeabilidad a los comentarios despiadados de su amigo del alma, Dante (colosal Eusebio Poncela). Cuando los cuatro coinciden en el paradisíaco Cabo de Gata andaluz, todo saltará por los aires.

La película no abandona a este cuarteto de personajes y sus interacciones en ningún momento, ni deja respiro al espectador mientras que se atacan, se descuartizan y se quieren a su manera entre ellos. De sus bocas salen algunas de las frases más inteligentes que se hayan dicho en el cine contemporáneo y que, incluso algunas de ellas, se han incorporado al imaginario colectivo. Inolvidable el desprecio a las patrias y a los patriotas que Martín despliega ante su hijo en el restaurante, puro hito de nuestro tiempo.

134 minutos que pasan como un suspiro, porque la violencia psicológica de los diálogos y cómo están interpretados por su elenco actoral te agarra las entrañas y no te las suelta de principio a fin, mientras que la música de Fito Páez va subrayando las emociones. Interesante también la dirección de fotografía de Porfirio Enríquez, sobre todo sacándole partido a los impresionantes escenarios naturales del Cabo de Gata donde ocurre lo más importante del film.
Sergio Berbel
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5
3 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Definitivamente, tenemos un gravísimo problema con la elefantiasis en los metrajes del cine contemporáneo. “Los delincuentes” podría haber sido una película correcta contada en menos de 90 minutos, pero sus insufribles e interminables 180 la convierten en algo tirando a bodrio. Cada escena, cada situación, cada diálogo, están estirados artificialmente sin motivo aparente ni causa que lo justifique. Es un extenderse por extenderse que acaba desesperando al Santo Job.

Pero ese es tan sólo su primer problema: el segundo es esa imposible mezcla de géneros que acaba desorientando al Rodrigo Moreno director y guionista y al paciente espectador de este film argentino. Y no quiero trasladar con ello que me parezca una película mala, porque no lo es, pero sí terriblemente cansina, agotadora, tendente al aburrimiento por reiteración y exceso, y donde la parte cómica no funciona, el drama es nimio, el thriller es pura pausa y la película de atracos es lacónica. Y así es imposible.

Lo peor es que no me interesa ninguno de sus personajes. Tan sólo me despierta de una siesta inducida por este extensísimo film el personaje de Norma, la mujer que se convierte en bisagra de la historia y que interpreta de forma magistralmente contenida Margarita Molfino. Es la única parte interesante de una historia en la que el personaje de Daniel Elías organiza un atraco a su propio banco y, sabiendo que será detenido y encarcelado por ello con una pena privativa de libertad de tres años, entrega previamente el dinero a un compañero de la oficina encarnado por Esteban Bigliardi, que debe esconderlo, durante esos tres años previos al reparto del montante derivado de la comisión del delito, en un lugar agreste del campo argentino donde conoce a Norma.

No relato más del argumento porque apenas ocurre nada más. 180 minutos sí que son una pena privativa de libertad para el espectador de esta película más estirada que un chicle que se beneficia y mucho, eso sí, de una preciosista y portentosa dirección de fotografía de Inés Duacastella y Alejo Maglio, especialmente en los espacios naturales, donde ofrece algunos planos de una belleza cautivadora rescatando momentos del film que pretenden homenajear/plagiar a Rohmer en mitad de una película de atracos. Suena a despropósito porque a ratos me temo que lo es.
Sergio Berbel
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