Lo extraño como lo ajeno se siente aquí, conforme se va desarrollando la trama, en una parte más que reconocible y cercana de lo que pudiera parecer.

El arco dramático y de transformación del protagonista se inicia con un apocado y torpe policía, cuya labor funcionarial realiza sin pasión en un tranquilo pueblo rural, y finaliza en un ser desquiciado y visceral, que se convertirá en un extraño de sí mismo, reflejo de un mal que desea excomulgar de la vida de su pequeña hija.

Este es un punto de vista más desde el cual contemplar “El extraño”, un insólito film de terror. Y decimos insólito por más de un motivo. Veámoslo con otro giro. El primer tercio se eleva sobre los cimientos del cine negro, policíaco, diríamos que criminal. Pronto los elementos se van hundiendo cada vez más en la ciénaga de un horror malsano. Llueve a mares en muchas escenas. Una atmósfera opresiva se va conjurando a modo de oscuro embrujo. El género criminal se presenta de esta manera como el desarrollo natural hacia la maldad.

Notable diseño de producción, escenografía cuidada al detalle, desafiante nivel técnico y artístico… La exigencia planteada por parte de los creadores de esta obra coreana no desfallece en ninguno de los más de 150 minutos de duración.

Vale, sí, la Universal se estrelló en taquilla aquel verano del 86. Lógico. Era un pato de perturbadas formas humanoides. ¿Qué esperaban Sid Sheinberg y el resto de CEO? ¿Qué volara hasta lo más alto del Box Office?

Da lo mismo. Porque dirimir ahora estas cuestiones es tan estúpido como preguntarse qué fue antes: el huevo o el pato. El mal ya está hecho. ¿No se reiría de ello el propio Howard? Un ave sin plumas en la lengua, desde luego, que sabe mofarse de sí mismo. El sentido transgresor e irónico es una de las agradables sorpresas de la cinta. Un entrañable 'peluche' gamberro, guasón y bizarro. Una 'rara avis' que sobrevuela todo el metraje picando aquí y allí entre la aventura y la comedia, para darle también un buen meneo de colita al romance. Y es que al desobediente Howard se le ponen sus celestes ojitos como platos cada vez que tiene a tiro a Beverly Switzler, cantante de pop-rock e imposible pelo cardado, que interpreta con muy buena onda Lea Thompson.

Pueden mirarlo de esta forma. Esta fantasía fílmica es el eslabón perdido entre "Los cazafantasmas" y "Men In Black (Hombres de negro)", o tal vez no. Tal vez sea uno de esos productos únicos en su especie... ¿animal?

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Sombrío drama psicológico sobre los tortuosos caminos de la ambición sin límites. Empeño personal de Tyrone Power en busca de un personaje que fuera más allá de su imagen de galán y se adentrara en terrenos menos complacientes.

La película, de fascinantes tintes negros, cuenta el ascenso y caída del Gran Stanton desde los sórdidos y ocultos trasfondos de una feria de atracciones ambulante hasta los más elegantes salones nocturnos de Chicago. Capaz de leer la mente, la historia de este personaje nos habla de los peligros de embaucar y ser embaucado, de la turbia necesidad de escuchar aquello que queremos creer, y del reflejo traslúcido del alcohol como engaño final de una vida que no deja de ser otra atracción de feria más

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Fincher y Zaillian remarcan de manera incisiva los trazos más intrigantes (desde un perfil detectivesco) de la historia. El dibujo es de un estilo impecable, oscuro y atrayente, pero tal vez algo diluido, no lo suficientemente incisivo en lo relativo a las cuestiones de las relaciones de poder. El ejemplo más evidente de esto se intuye en las "supuestas" conexiones entre el sector empresarial sueco tradicional con su "inevitable" militancia nazi.

Más explicito resulta todo lo referente al asunto que apunta el título original de la novela: "Los hombres que no amaban a las mujeres".

Por otro lado, y como contraste, la relación afectiva entre Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, de un fuego frío pero redentor, es (para mí) lo más sobresaliente. La mirada perdida, el enfurecido lenguaje corporal y esa belleza de naturaleza nocturna que desprende la actuación de Rooney Mara nos remite al dragón, a su escamas, a su libertad.

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Ya se sabe que, algunos cuentos, los carga el diablo. Y Cocteau extrae todo el potencial de un relato en apariencia infantil y donde, muy pronto, descubrimos que nada es lo que parece.

Casi siempre, en el cine, la mirada lo es todo. Y la mirada de Cocteau es personal, recargada, surrealista y velada por un lirismo ciego.

Por supuesto, la mirada lo es todo en “La bella y la bestia”.

La mirada de ella en él: una visión preñada de un terror manifiesto al principio y que termina siendo plenamente romántica. Durante el trayecto, el inconsciente de la joven ha sido turbado por un deseo oscuro, una sexualidad latente y esa perversión oculta que le devuelve el espejo.

La mirada de él en ella: una visión preñada, al comienzo, de un rencor violento por la apariencia de Bella y que acaba, de forma inevitable, en comprensión. Una metamorfosis completa donde también ha tenido cabida de forma soterrada el cariño obsesivo, la confianza en el otro y la atracción fatal por la belleza. En definitiva, el desprendimiento de los instintos más salvajes.

Cocteau maneja con vigor su particular narrativa. Viste las imágenes de un diseño de producción barroco, iluminado desde el expresionismo alemán (Henri Alekan en la fotografía). Nos sumerge en un mar sonoro bucólico (fruto del compositor Georges Auric). Y nos asombra con trucos visuales en una búsqueda de lo mágico, en un choque por romper con la realidad. Un conjunto de experiencias que, cuatro años más tarde, sería de nuevo adoptado en grado superlativo en la inclasificable “Orphée”.

Fascinante, fantasmagórica y seductora, “La bella y la bestia” tiene también personajes caricaturescos que redondean desde la ironía esta obra de arte. Un logro de un ‘cineasta’ heterodoxo. Una película de culto, para nada inocente. Una mirada propia. Un cuento universal. Un delgado hilo que une, sobre el abismo del alma humana, la belleza con la bestia.

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