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Críticas de Marty Maher
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Críticas 68
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
26 de noviembre de 2016
31 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parece mentira que Robert Zemeckis, que hace un año estrenaba un producto tan mediocre y vacío de interés como El desafío (The Walk), haya sido el encargado de recuperar el sabor y la esencia de esas películas de intriga clásicas con historias románticas de por medio. Para empezar, el desarrollo de la primera mitad de Aliados tiene lugar en Casablanca, lo cual es una más que evidente declaración de intenciones. Corre el año 1942 cuando Max (Brad Pitt), un espía del bando aliado, y Marianne (Marion Cotillard), una compañera francesa, deben fingir ser matrimonio para acabar con el embajador alemán.

El regusto añejo que desprende Aliados es innegable, tanto en el estilo de la dirección como en sus temáticas; y es el añadido más interesante para una historia que, a pesar de haber sido contada con pequeñas variaciones en multitud de ocasiones, resulta atractiva gracias al estupendo trabajo de Zemeckis. El cineasta, sabedor de las posibilidades que encierra una trama que remite al Hollywood clásico, elabora una puesta en escena que combina a las mil maravillas el glamour de la época con las ventajas del cine digital, llenando de vida unos escenarios que ya creíamos obsoletos. Aliados no es ni mucho menos perfecta, pero hay que destacar el mérito que tiene haber recuperado este tipo de cine comercial, donde el qué importa mucho menos que el cómo.

A lo largo de su entramado, Aliados pivota sobre géneros como el espionaje, el drama romántico y el suspense, siendo igual de efectiva en todos ellos. Pasada la mitad del metraje, las reminiscencias del clásico de Michael Curtiz dejan paso a las del Hitchcock de Encadenados y Sospecha, en un juego de identidades que demuestra lo bien que se desenvuelve Zemeckis en los diferentes registros que maneja y lo buen narrador que es. Si la presencia de espejos en muchos de los planos de la primera mitad no parecían más que un recurso estilístico, en la segunda no solo pasan a convertirse en uno narrativo, sino que además le dan un nuevo significado a los primeros. El director se muestra más detallista que nunca en la puesta en escena, y la cámara flota sutilmente por la pantalla en busca de objetos y personajes, con un sentido narrativo a la altura de los más grandes.

Si este trabajo es sustancialmente superior a los anteriores del director de Forrest Gump, probablemente se deba, entre otras cosas, al sólido, delicado y rico guion de Steven Knight, que conecta todos los vericuetos de la trama con precisión. A partir de ahí, es momento de disfrutar de uno de los trabajos de dirección más sofisticados del año. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce en Aliados. Para empezar, no existe química alguna entre la pareja protagonista, con un inexpresivo Brad Pitt que nada puede hacer frente a una Marion Cotillard que, gracias a un gran número de matices, clava todos los registros de un personaje cuyo desarrollo e inquietudes resultan creíbles en todo momento. Hacía tiempo que la francesa no nos regalaba una interpretación tan buena.

Otro de los pocos aspectos negativos de la cinta, notable en casi todas sus fases, es un tramo final un tanto sensiblero que se aleja de las brillantes conclusiones de los títulos mencionados a lo largo del texto. A pesar de estar perfectamente resuelto, como todas y cada una de las secuencias de la película, queda la sensación de que podría haberse cerrado mucho mejor. La sublime narración audiovisual que sobrevuela y le aporta esa mirada clásica a Aliados durante cerca de dos horas, con momentos de gran cine, desaparece por completo para subrayar la emotividad de la conclusión. Pese a todo, es una película que debe ser vista y disfrutada.
Marty Maher
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3
26 de noviembre de 2016
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pese a la disparidad de sus formas y resultados, las dos películas más abucheadas de la pasada edición del Festival de Cannes rebosan contemporaneidad. Cada una a su manera (a la de sus directores, ambos con un sello personal indiscutible e inimitable), Personal Shopper y The Neon Demon hablan, en cierto modo, de lo superficial y vacuo de nuestras vidas, de la situación del individuo en una sociedad cada vez más dominada por las nuevas tecnologías, entre otras cosas. Si bien es cierto que el último punto es mucho más adecuado para referirse al nuevo trabajo de Olivier Assayas, pues Nicolas Winding Refn ha decidido reciclar o actualizar un discurso que alcanzó sus cotas más altas hace ya 20 años con el estreno de Showgirls, el incomprendido film de Paul Verhoeven, también lo es que la concepción de ambas películas abraza el ahora, lo instantáneo y lo efímero.

Dicha recepción es una muestra inequívoca de lo mucho que nos cuesta aceptar la realidad de nuestro mundo proyectada en superficies que se empapan del trasfondo, de esa realidad de la que hablamos. Es por eso que sería realmente injusto considerar The Neon Demon como una cinta vacía o incoherente, pues, aunque es cierto que fondo y forma se (con)funden, en un principio son muchos los temas de interés que se ponen sobre la mesa. Esta sátira repleta de simbolismo (marca de la casa NWR, como se empeña en aclarar tanto al principio como al final de la película) al mundo de la moda transita a nivel narrativo por caminos muy similares a los de la ya mencionada Showgirls, además de emparentarse directamente con Passion de De Palma en su reiterativo juego de espejos, dominado por el ansia de éxito y la envidia, en el plano profesional y, especialmente, en el de la belleza estética. Tal es el mundo en el que se ve inmersa Jesse (Elle Fanning), una joven e inocente modelo que se muda a Los Ángeles para participar de ese circo de difícil acceso y aún más complicada permanencia, que no le quedará más remedio que desarrollar un instinto de supervivencia basado en alimentar al demonio que lleva(mos) dentro.

En medio de una división crítica incomprensible, con voces que sitúan la propuesta entre lo mejor del siglo y otras que la rechazan sin miramientos, es necesario aplaudir el estilo audiovisual del cineasta danés, que, a pesar de su autocomplacencia y ensimismamiento, cada vez mayores, es único cuando se trata de construir atmósferas sugestivas y set pieces dignas del Dario Argento de Suspiria. Y así es como comienza un film que encuentra sus mejores momentos en sus fases menos narrativas, cuando sus imágenes, texturas y sonidos podrían pertenecer sin ningún problema al género de terror. Por lo demás, The Neon Demon tiende a sufrir las consecuencias de su esteticismo, la necesidad de Refn por dejar su impronta en todos los planos. Presentar el primer encuentro entre las protagonistas a través de espejos, estableciéndose ese primer contacto mediante sus respectivas proyecciones, es una decisión inteligente e interesante; sin embargo, repetir ese recurso durante dos horas termina transmitiendo pereza y agotamiento narrativo. En su primera película protagonizada por féminas, Refn parece haber encontrado en Elle Fanning a su nínfula particular, su objeto de deseo fílmico. Es en el incesante seguimiento de la actriz, lleno de símbolos en la puesta en escena (evidente contraste entre el rojo de la sangre y el color azul) y acompañado en todo momento por la excelente partitura de Cliff Martinez, donde las intenciones, o al menos las posibilidades que atisbamos al comienzo, quedan reducidas a una cuestión de forma, que no es negativo per se pero sí clarividente.

En esta ocasión, para saber si nos encontramos ante una obra maestra, una nadería inmediatamente olvidable o una película entre tantas, habrá que esperar a que la polarización se reduzca, algo que muy probablemente no ocurra ni con el paso de los años. Lo único que queda claro es que, a no ser que vuelva a dirigir un trabajo de encargo, NWR seguirá confeccionando obras con su estilo, más definido y radical en cada uno de sus trabajos. The Neon Demon no es más que la enésima muestra de un autor que intenta seguir descubriéndose a sí mismo. Veremos hasta dónde puede llegar.
Marty Maher
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5
26 de noviembre de 2016
13 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Aún hay esperanza”, dice el personaje protagonista de Los exámenes cuando una pareja de policías se dispone a actuar de acuerdo a la ley. Esa frase, negada en múltiples ocasiones a lo largo del metraje (si mal no recuerdo, incluso por los propios policías en su siguiente aparición), es definitoria de las intenciones que tiene Mungiu con su nueva película, que se aleja bastante de sus dos últimos (y brillantes) trabajos: 4 meses, 3 semanas y 2 días y Más allá de las colinas. Más que radiografiar la sociedad rumana, el cineasta confecciona una implacable denuncia de la corrupción del sistema y un elaborado estudio nada complaciente de la condición humana y su fragilidad moral. Si bien su estilo tras las cámaras se mantiene intacto, con su ya conocido gusto por narrar a través de planos secuencia nada ostentosos, la palabra adquiere una importancia mucho mayor en esta ocasión. Y ese empeño por verbalizarlo todo, subrayando cada idea y apunte del guion escrito por el propio director, hace que el buen trabajo realizado en otros muchos aspectos se vea terriblemente perjudicado. Lo peor de todo es que se trata de un error inexplicable, pues el resultado de la cinta está lastrado por una obviedad que Mungiu ha demostrado saber esquivar a las mil maravillas. Así las cosas, mientras en algunas fases de Los exámenes son el subtexto y el fuera de campo los protagonistas de la escena, en otras lo son la reincidencia en determinadas ideas y acciones.

Aunque nos encontramos ante una película que sin ningún problema podría ser calificada de notable, es inevitable establecer paralelismos y compararla con otra cinta proveniente de Rumanía y que también estuvo en la Sección Oficial del pasado Festival de Cannes. Tanto Sieranevada de Cristi Puiu como Los exámenes de Christian Mungiu hablan de la Rumanía postcomunista, de sus individuos y de innumerables temáticas que les/nos atañen; pero, al menos en este terreno, el primero le lleva mucha ventaja al segundo, que se encuentra mucho más cómodo manejando la puesta en escena y construyendo la cruda y seca atmósfera de sus filmes que en la labor de escritura. Y, pese a todo, Los exámenes es una película a tener en cuenta, que alcanza momentos realmente potentes, especialmente cuando acompañamos a su desesperado protagonista (el plano secuencia al servicio de la narración, transmitiendo el desasosiego que ya sufrimos en sus anteriores obras) en su búsqueda -al mismo tiempo huida-. Con algunas metáforas bastante obvias (la piedra que desata las tensiones en el seno familiar, ese violador al que busca el padre y ese alguien que cree que le persigue) y reiteradas, se desarrolla una destrucción completa de la moralidad de un hombre recto que solo busca lo mejor para su hija (decimos completa pues, antes de que tenga lugar el desencadenante de los acontecimientos, el protagonista ya estaba rompiendo su rectitud al tener una amante).

En lo que respecta al argumento, Romeo es un hombre que, a punto de cumplir los 50 años, ve cómo la generación a la que pertenece ha fracasado en su intento por cambiar la situación del país, por lo que su único deseo es que su hija pueda desarrollar sus estudios universitarios de psicología en Inglaterra. Para ello debe sacar una media muy alta en los exámenes finales, lo cual no tendría por qué suponer ningún problema dada su media durante el curso; pero el día antes del primer examen, la joven de 18 años sufre una agresión sexual (violación o intento de violación, como prefieran llamarlo) en las inmediaciones del instituto, lo que podría echar por tierra sus planes de futuro. A partir de este momento, Romeo hará todo lo posible por lograr que su hija pueda estudiar el curso siguiente en la Universidad de Cambridge, aunque para ello deba saltarse unas cuantas clases de primero de ética. Una vez planteada la premisa, podemos hablar de un film que sigue una estructura muy cercana al cine de Asghar Farhadi, con un evidente McGuffin en clave de thriller (aunque introducido con torpeza, se complementa a la perfección con el poso dramático de la historia), a partir del cual se dedica a plantear multitud de situaciones y a cuestionar (mejor dicho, a que sean las imágenes las que lo hagan) la integridad de sus personajes. Pero Mungiu no es ni Puiu, como decíamos en el párrafo anterior, ni Farhadi, por lo que en el terreno de estos se encuentra, inevitablemente, un escalón por debajo.

Juzgándola por sí misma, por la complejidad de su discurso (en principio, sin intenciones de juzgar por parte del director) y por el buen trabajo de dirección llevado a cabo por Mungiu, es justo hablar de una película interesante, efectiva y estimulante. Si existe una pequeña decepción, es más por el elevado nivel de sus obras anteriores que por el premio a la Mejor Dirección obtenido en Cannes, pues, de los títulos que ocuparon el palmarés, Los exámenes es uno de los más satisfactorios. No obstante, molesta cierta moralina que parece entreverse tras todas las preguntas que propone la película, quizá respondidas en su insistencia por subrayar la corrupción moral a nivel individual, como queriendo demostrar que es imposible escapar de las garras de un sistema insalubre. Cuando la única víctima se convierte en culpable (la convierte el guion, de ahí el problema) a su manera, a través de un diálogo expositivo en demasía, la radiografía social pasa a ser denuncia, y lo que antes parecía gris, ahora se convierte en negro. Nuestra condición, a examen en la nueva película de Christian Mungiu.
Marty Maher
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5
26 de noviembre de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sicixia comienza con un marcado carácter documental, registrando el comportamiento de las gentes que habitan la población de Xiao y la Costa da Morte, y también los sonidos de la naturaleza, convirtiendo la profesión del protagonista en una decisión nada casual, que termina siendo el motor narrativo del film. Xiao es un ingeniero de sonido que recorre los lugares más recónditos de Galicia en búsqueda de sonidos, tanto del trabajo humano como de la naturaleza. Para su nueva misión es destinado a la Costa da Morte, donde trabajará junto a Olalla, una trabajadora de la cosecha de algas con la que comenzará una relación amorosa.

Es en ese preciso momento donde el documental desaparece, o al menos pasa a un segundo plano, surgiendo una ficción a partir del mencionado romance. Para Xiao, la experiencia se convierte en un viaje de no retorno a dos niveles: en cuanto a su vida personal, suponiendo una liberación de un matrimonio que no pasa por el mejor momento, y a nivel profesional, pues los sonidos y paisajes son fundamentales para reflotar su vitalidad. Por otra parte, Olalla es víctima de una sociedad dominada por el machismo, aunque al principio parece dispuesta a hacer oídos sordos a los comentarios de la gente del pueblo y de sus familiares. Sin embargo, en determinados momentos su libertad se ve privada y condiciona el desarrollo de su relación y de la propia película, que no se estrena por casualidad el día contra la violencia de género. Ignacio Vilar ofrece una mirada afilada sobre el mundo rural, aún más clarividente cuando la forma de filmar muchas de las escenas es como si nos encontráramos ante un trabajo documental.

Aunque probablemente falle en lo más importante, pues le falta alma y también sensibilidad -quizá aquí la intención de Vilar sea contagiar el trato del romance con el salvajismo del paisaje, con imágenes más abruptas que cálidas-, Sicixia merece una oportunidad por su contundencia en las elipsis y por aunar de forma sumamente hábil parajes, sonidos y sentimientos. La confirmación de esa contundencia son sus preciosos minutos finales, que, lejos de buscar respuestas y analizar comportamientos, supone el retorno al punto de partida de quien comenzó un viaje imposible, a su refugio, sin ninguna escapatoria a su alcance. Es genial y estimulante el uso de la música precisamente para acompañar a esas imágenes, cuando se perdió la posibilidad de registrar el sonido.

Sicixia es un paso coherente en la filmografía de Vilar, que ya obtuvo dignos resultados con su anterior película, A Esmorga. Ahora la experiencia sensorial adquiere aún más importancia, y el avance impreciso de la trama no supone en absoluto un obstáculo para su disfrute. En cualquier caso, queda la duda de si el resultado hubiera sido más compacto con unos personajes más cercanos, igual de importantes que el entorno que los envuelve. Lo más probable es que la respuesta sea afirmativa, pero eso no lastra una de las propuestas más estimulantes que nos ha regalado el cine nacional este año. Una película para mirar, oír y tratar de sentir.
Marty Maher
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6
6 de septiembre de 2016
14 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque la madurez y la experiencia son un grado, hay algunas cosas que no se aprenden, que se tienen o no se tienen. Por lo tanto, no es tan extraño que un cineasta debutante posea cualidades que otros jamás tendrán, por muchas películas que escriban y/o dirijan. Y es que el caso de Raúl Arévalo es digno de elogio, pues sin ningún tipo de experiencia tras las cámaras, únicamente acompañado por unas ganas y atrevimiento que desembocan en ira, en furia, consigue un resultado que no puede sino dejarnos boquiabiertos. Tarde para la ira es la carta de presentación soñada, una película que no parece un debut, y si lo parece es, precisamente, por el empeño y el descaro que demuestra tener el actor y ahora cineasta mostoleño.

Tarde para la ira es un trabajo primerizo que firmarían la inmensa mayoría de directores consagrados, un viaje a través de la España profunda y de la periferia madrileña que se apropia de los códigos del thriller e incluso del western para narrar una primaria -en el mejor de los sentidos- historia de venganza. Arévalo se pone como objetivo principal mantener la tensión en todo momento, sabedor de la importancia que tiene poner al espectador en una situación de completa indefensión. Para ello no necesita diálogos de más, simplemente poner la cámara en el lugar adecuado, moverla solamente si es menester, y esperar a que los silencios, las miradas y toda la rabia que subyace tras las imágenes hagan su parte. Y como nada falla, brilla el conjunto.

Por poneros en situación, aunque la claridad y fuerza narrativa de la película no pone trabas al espectador para seguir la trama, Curro (Luis Callejo) sale de la cárcel ocho años después de haber sido encarcelado por haber participado en un robo con homicidio. Cuando sale, decidido a emprender una nueva vida junto a su novia Ana (Ruth Díaz) y su hijo, se encuentra con la inquietante presencia de José (Antonio de la Torre), que da la sensación de estar entrometiéndose en sus vidas. El resto, y aunque Tarde para la ira no es precisamente una película de sorpresa, conviene que lo vayáis descubriendo vosotros mismos mientras veis la cinta. Y es que el trabajo de guion de Arévalo, que contó con la ayuda de David Pulido para escribirlo, es preciso y realmente cinematográfico. Aunque la trama se cuece a fuego lento, la tensión se palpa en cada plano desde la portentosa secuencia inicial, que sin necesidad del virtuosismo hollywoodiense consigue su propósito con brillantez: introducirnos de lleno en la película. Y aunque hay algún giro, como es habitual y como, queramos o no, esperamos siempre en este tipo de trabajos, no hay nada que se sienta forzado o que no encaje. De hecho, la sorpresa más importante de la película es más que predecible, pero su forma de introducirla, en mitad de una escena de morderse las uñas, hace que su aparición sea sencillamente exquisita.

En esta cinta el trabajo actoral es indispensable, ya que desde el principio acompañamos, cámara en mano, tanto a Antonio de la Torre como a Luis Callejo. Los dos están excelentes en sus respectivos roles, pero sería un sacrilegio no destacar, una vez más, las cualidades del primero, para un servidor el mejor actor nacional. Aquí, con unos matices muy similares a los del personaje que interpretó en la estupenda Caníbal, alterna esa contención con una expresión desencantada, indicativo de la ira que guarda en su interior y que le mueve a actuar de esa manera. Ruth Díaz compone con delicadeza un personaje con mucho más peso del que aparenta, y Manolo Solo brilla y consigue quedarse en nuestra retina con tan solo cinco minutos en pantalla. Teniendo en cuenta su experiencia como actor, Raúl Arévalo logra sacar de cada intérprete todo lo que tiene dentro, pues no hay ninguna interpretación que chirríe lo más mínimo.

Pero los elogios deberían dirigirse, sobre todo, a su espectacular dominio del lenguaje cinematográfico. Narrando prácticamente la primera mitad de la película mediante elipsis, concretamente hasta que llega el segundo acto, donde las cartas se ponen sobre la mesa y termina lo que entendemos por presentación, Arévalo maneja el tempo narrativo con maestría, dosificando la violencia e incluso dejando fuera de campo algunos momentos que, probablemente, no necesitaban ser mostrados. Filmada de forma seca, violenta y ruda, la sucia fotografía de Arnau Valls Colomer tiene un peso fundamental en la narración, sacando el máximo partido posible de cada escena y localización. Al mismo tiempo, la discreta pero funcional banda sonora de Lucio Godoy se convierte en otro elemento clave en la narrativa, que acompaña a las imágenes sin subrayar.

El debut de Raul Arévalo tras las cámaras es sencillamente impresionante. Tan arriesgada como certera, Tarde para la ira presenta a una serie de personajes con los que cuesta empatizar, que responden a instintos primarios y que tienen muy claras sus pretensiones. En este aspecto, y dentro de la superficialidad que podría transmitir la propia historia o su temática, esta ópera prima consigue incluso resultar dolorosa en su conclusión, pues hace que cada personaje, independientemente de su comportamiento, sea complejo en su sencillez. Una carta de presentación apabullante, de un director con estilo y que dispone los elementos a la perfección a la hora de narrar, haciendo de esta historia tan corriente una experiencia vibrante, enérgica y desoladora.
Marty Maher
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