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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
1 de septiembre de 2009
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué entrañable película. Recuerdo como si hubiera sido ayer la impresión que me produjo la primera vez que la vi, en “Mis terrores favoritos”, aquella estupenda selección de clásicos del cine fantástico, el terror y la ciencia ficción que presentaban Chicho Ibáñez Serrador y Luisa Armenteros allá por los primeros 80, y aunque no estoy muy seguro, creo que hasta hace unos días no había vuelto a verla. No me ha defraudado. En el interior del bonito estuche metálico con libreto incluido con que la han reeditado, se oculta una película que apenas necesita de sus simpáticos efectos especiales o de giros argumentales sorpresivos para trasladar al espectador a un territorio de horror primigenio, al tuétano mismo de uno de los miedos primordiales del ser humano: su completa desaparición física (vivida aquí, en una cruel vuelta de tuerca, a cámara lenta) y su disolución final en el universo.
La excusa argumental, como en tantas otras películas de género de la época, es lo de menos y se despacha en unos pocos fotogramas: la exposición de protagonista, durante unos breves segundos, a una extraña nube tóxica, que aparece súbitamente enmedio del mar y con cuyo origen apenas se especula, es la culpable de que el pobre Scott Carey vaya encogiendo hasta quedar reducido al tamaño de un diminuto insecto. Lo que me ha parecido más interesante de la película, sin embargo, no ha sido tanto, vista ahora, la parte fantástica del brillante guión de Richard Matheson, que no deja de ser una mera convención del género al cual pertenece, sino el alto grado de amargo realismo de sus consecuencias, el drama doméstico que desencadena la enfermedad de Carey, los cambios de humor y la irascibilidad del protagonista, su inmensa soledad, solo aplacada por el breve oasis que supone su amistad con una enana de circo, las trifulcas conyugales con una esposa tan estoica y sacrificada que el espectador siente que la supuesta muerte de su marido es para ella más una liberación que una tragedia. Este realismo adquiere, además, tintes de cruda sátira social si pensamos en el perfil del personaje principal, el típico americano nacido y educado para triunfar en la vida, un exitoso y acomodado publicista, con una hermosa esposa, una bonita casa con jardín y un adorable gato, muy en la línea de los protagonistas de las novelas de Richard Yates o los cuentos de John Cheever y semejante a personajes como el de Dennis Quaid en “Lejos del cielo”, que ve cómo su vida pasa de ser un plácido crucero en yate a un espantoso e interminable naufragio en el sótano de su casa, donde se ve obligado a despertar su ingenio, adormecido por la clase de vida que la sociedad le había impuesto hasta entonces, para no correr el riesgo de ser aniquilado y reducido a la nada por un universo hostil que conspira constantemente contra su existencia.
Tres hurras, pues, por esta película, y un minuto de silencio por el alma del pobre Scott Carey, esté donde esté y sea cual sea su tamaño.
Normelvis Bates
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9
31 de agosto de 2009
45 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mucho me temo que no seré nada original, que voy a sumarme a la mayoría alienada, que voy a irritar o tal vez a espolear y cargar de razones a esa adorable turba de justicieros que andan por ahí armados de mazos y piquetas, en busca de falsos ídolos a derribar, de espejismos cinematográficos que ellos y solo ellos son capaces de distinguir, de sobrevalorados peñazos (la lista es larga: de Hitchcock a Ford, pasando por Wilder, Hawks o Capra) cuya persistencia, 40, 60 u 80 años después de su estreno, en las listas de las mejores pelis de la historia, ofende profundamente a su infalible olfato cinematográfico. Qué suerte la suya, ver la luz que a otros se nos niega, qué candidez: quieren subir el Tourmalet con su triciclo de colores y cuando se atascan en las primeras rampas, le dan cuatro patadas a la montaña y se cagan en la madre que parió el Tour.
En fin, ahora que ya he anticipado que no tengo criterio y que me dejo manipular alegremente, trataré de razonar por qué "El Halcon Maltés" es, a mi juicio, una extraordinaria película.
Lo primero que se me ocurre es que cumple uno de los requisitos esenciales para que una peli se considere un clásico: no pasa el tiempo para ella. La vi ayer y logré seguirla con ojos vírgenes, como en 1983, en un ciclo que TVE dedicó al cine negro (sí, estas cosas antes se hacían, y además en prime-time), recordando alguna frase memorable, pero descubriendo, asimismo, matices que antes se me habían escapado. El secreto de su frescura creo que reside, por un lado, en el desparpajo del debutante Huston al dirigir a su imponente reparto y, por otro lado, en una compleja trama que explora dos facetas, tan eternas como interrelacionadas, de la condición humana: la mentira y la codicia.
Durante la primera parte del metraje, es la mentira la que campa a sus anchas. El guión juega deliberadamente al gato y al ratón con el espectador, que puede, es cierto, sentirse perdido en un mar de engaños: todo el mundo miente. Lo que Huston pretende es, en mi opinión, zarandear la credulidad del espectador, forzarle a dudar de los actos y palabras de todos los personajes, incluido el propio Spade, que es retratado como un ser poliédrico, impredecible, cínico, amoral e incluso miserable.
Con la aparición del famoso pájaro negro se aclaran los motivos que todos los personajes tienen para mentir y qué buscan realmente con ello, y es la codicia la que domina la segunda parte de la película, hasta un final en el que los personajes se arrancan las máscaras y muestran sus verdaderos rostros, velados hasta entonces por sus propias mentiras y fingimientos. Es entonces cuando descubrimos la nobleza y la lealtad ocultas bajo la rudeza de Spade, el auténtico móvil de sus actos, en un final que cierra de modo perfecto el carrusel de engaños con que se abría la película, tan alejado del “happy end” clásico como justo e irrebatible, digno, en su descarnada humanidad, del mismísimo William Shakespeare. Y eso, amigos, son palabras mayores.
Normelvis Bates
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8
31 de agosto de 2009
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Veamos: la casquivana y alocada hija del poli local de una ciudad del Medio Oeste, un tipo viudo y más bien irascible y autoritario, acude, sin el permiso de su padre y gracias a la ayuda de un atolondrado amigo, enamorado de ella desde la infancia (algo así como Milhouse Van Houten), a una fiesta en honor a los soldados que parten hacia la guerra. Tras una noche desenfrenada, regresa a su casa como una cuba y casada con un soldado cuyo nombre no recuerda. Para colmo, unos días después descubre que está embarazada. A la búsqueda infructuosa del soldado le sigue la imposibilidad de romper el matrimonio y la necesidad de encontrar un padre para la criatura.
No es extraño, cuando se para uno a pensar en el argumento de esta película, escrita y dirigida, no lo olvidemos, en una época de profunda estrechez ideológica y mientras se libraba la guerra más devastadora que recuerda el mundo, que el gran novelista, guionista y crítico de cine James Agee dijera tras verla que daba la impresión de que Preston Sturges hubiera violado al código Hays mientras este dormía. Y no una, sino varias veces, añadiría uno humildemente. No parece, desde luego, muy sensato que nadie pudiera en aquella época atreverse a tratar tan a la ligera temas como los que aborda esta película y salir de ello indemne. Y sin embargo, Sturges lo logra. Su secreto parece radicar en la presencia de dos discursos paralelos, uno devastadoramente cómico y enloquecido, que pisotea las convenciones sociales y cinematográficas de la época como un elefante a la carrera, y otro que se detiene y se remansa en los sentimientos de unos personajes que si bien en el carril cómico de la vía están dibujados más como caricaturas que como seres humanos, se matizan y perfilan en estos momentos de sosiego y adquieren, en consecuencia, mayor hondura emocional.
Tras un arranque demoledor, la película avanza, de este modo, combinando y dosificando con gran habilidad ambos discursos, de modo que la mezcla de situaciones hilarantes, sostenidas tanto sobre el ingenio verbal como en recursos más propios del “slapstick” (caídas, tropezones, gritos y golpes: hay, en mi opinión, un exceso, como si Sturges quisiera asegurarse de hacer reír a la gente recurriendo a valores supuestamente seguros del humor), y situaciones más tiernas y sentimentales, logra que el ritmo apenas decaiga a lo largo de todo el metraje, hasta el brutal acelerón final, en que la acción enloquece como en los primeros minutos y alcanza su cénit en un caótico paritorio de hospital, donde tiene lugar el “milagro” del título, que, por supuesto, no vamos a desvelar. Baste decir, para que lo sepan quienes no han visto todavía esta peli, que el susodicho milagrito provoca la ira de Hitler y la dimisión del mismísimo Mussolini. ¡Chiribitas! ¡Chiribitas!
Normelvis Bates
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8
31 de agosto de 2009
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo una vez un tiempo, que ninguno de nosotros vivió y que muchos, sin embargo, añoramos cada vez que salimos de una sala de cine, en que las comedias de Hollywood no sólo no tenían por qué ser los insípidos platos precocinados y recalentados que son actualmente, sino que eran películas hechas con el primor y la profesionalidad que hoy parece destinarse, únicamente, a bobadas supuestamente profundas y turbadoras que resultan ser luego simples paseíllos de gaseosa solemnidad por la epidermis de asuntos de lo más nimios y sobados. ¿Qué chicles blandengues y bobalicones no estirarían y estirarían hasta la náusea (y, ¡Dios mío!, con música de Björk) algunas de las vacas sagradas del cine actual con periodistas sensacionalistas al borde del despido y brutalmente sometidos a su codicioso e insensible director, pobres chicas de pueblo asfixiadas por el mundo en el que viven, enfermedades terminales, intentos de suicidio, médicos más fieles al whisky o el dinero que al juramento hipocrático, una ciudad y una sociedad que crean, usan y tiran a la basura a sus héroes cuando sus cinco minutos de gloria han pasado ya?
Pero conviene no olvidar que esta película, en su versión original, se titula “Nada es sagrado”. Y es que las cosas, entonces, se hacían así: se cogía al periodista, al director, a la chica de pueblo, al médico, la enfermedad, el suicidio y la ciudad, se introducían en una coctelera, se agitaban con mimo y se servía el resultado, bien frío, con una rajita de limón y una aceituna. Tal vez sea cierto que no es el mejor de los combinados que ideó la década de los 30, aunque se halle, sin duda, entre los más notables, y que la ha perjudicado ese color aplicado a brochazo limpio tan propio de la época, pero es un trago corto, de apenas 75 minutos, repleto de chispeantes burbujitas, que refresca, relaja, pone de buen humor y es de fácil digestión. Y conste que no estamos de acuerdo con que no haya nada sagrado: nada es sagrado, salvo Carole Lombard, esa diosa que vivió 33 años en la Tierra y regresó en avión al Olimpo.
Normelvis Bates
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8
29 de agosto de 2009
44 de 47 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine es maravilloso. Pasas años y años creyendo haber visto todas las grandes películas de tus artistas preferidos, y cuando menos te lo esperas te topas con golosinas con las que hasta entonces no habías contado para nada y que, sin ser obras maestras absolutas, logran alegrarte, inesperadamente, una aburrida y ociosa tarde de verano. Eso es lo que me ha ocurrido con este estupendo “film noir” cuya existencia desconocía y que intenta rentabilizar la química que emanaba la pareja Dana Andrews-Gene Tierney en “Laura”, dirigida de nuevo con mano firme y cargada de oficio, como entonces, por el gran Otto Preminger.
Esta historia de crimen, remordimiento y redención, pese a un final un tanto previsible y que se me antoja algo apresurado, no deja de tener un algo atípico que dota a esta pelicula de cierto encanto y la distingue de otras películas de género semejantes pero más convencionales, y que la acerca por momentos a obras mucho más arriesgadas y profundas, como “La casa en la sombra” de Nicholas Ray, con la que comparte no pocos elementos, tanto argumentales como en la composición de personajes.
Magnifico Dana Andrews como el poli amargado y violento que trata de huir de un destino que cree marcado de antemano, maravillosa (como siempre) Gene Tierney, iluminando el salón de mi casa con la sola luz de su irrepetible rostro, y estupendos todos los secundarios, en especial el siempre eficiente Gary Merrill como un muy convincente malo y un joven Karl Malden ejerciendo de recto Abel frente al atormentado Caín que es Andrews.
Normelvis Bates
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