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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
8 de septiembre de 2009
26 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Seguro que esta escena os suena: en pleno verano llaman al timbre a la hora de la siesta, os arrastráis adormilados hacia la puerta y en cuanto abrís os topáis con una inmensa dentadura en posición de sonrisa y un maletín negro y una voz cantarina que os pide humilde pero firmemente permiso para entrar, sólo será un momento y no hay compromiso alguno, caballero, es más, sólo podéis salir ganando, de hecho algo os caerá ya, podéis estar seguros, antes de cerrar la puerta, un libro o un reloj o una consola norcoreana, y antes de que os deis cuenta la dentadura sonriente y el maletín y la voz cantarina estarán cómodamente sentados en vuestro salón, qué bien decorado, por cierto, y con cuánto gusto, y qué guapos los niños, qué lástima que tengan que vivir sin enciclopedia en CD-ROM, con lo monos que son y qué tontos se quedarán los pobres, ande, ande, firme ahí, en la línea de puntos, hágalo por ellos, por su futuro, así, así, muy bien, no se arrepentirá, caballero.
¿Quiénes son esta gente? ¿De dónde salen? ¿Tienen familia, parientes, algo parecido a unos amigos? ¿Qué o quién les empuja a salir a la calle? ¿Qué ven en nosotros, en nuestro nombre en la línea de puntos, un coche, un juego de cuchillos, la posibilidad de perder su empleo?
Quince años antes de que nadie pensara siquiera en la posibilidad de inventar expresiones como “crisis Ninja” o “hipotecas basura”, James Foley rodó este estupendo drama exclusivamente protagonizado por hombres, que parte del mismo supuesto argumental que “¡Viven!”, con la única diferencia de que en vez de un avión estrellado en los Andes el escenario es ahora una claustrofóbica oficina inmobiliaria rodeada de lluvia y oscuridad y taladrada por el incesante sonido de un tren elevado, en que unos pusilánimes y derrotistas comerciales son empujados por un hijo de puta memorable, encarnado, en una breve pero volcánica intervención, por Alec Baldwin, a devorarse entre ellos para sobrevivir. Y para defenderse, hacen lo único que saben hacer bien: hablar, hablar y hablar. Esto da pie, por supuesto, y más teniendo en cuenta los nombres que aparecen en el reparto, a un auténtico recital interpretativo, del cual sale victorioso un enorme, profundo, conmovedor (por lo patético y mezquino del personaje que compone) Jack Lemmon, en uno de los grandes papeles de su carrera. Lo suyo tiene, además, el mérito añadido de que todos los actores están, de hecho, magníficos, desde el rastrero Spacey al apocado Pryce pasando por el agobiado Arkin, el esquinado Harris o el altanero Pacino, más comedido de lo habitual y recién salidito de la misma peluquería que Jesús Hermida.
Resumiendo: de obligado visionado para amantes de los duelos interpretativos de altura, buscadores de piso que quieran saber qué hay detrás de una firma en la línea de puntos y aspirantes a comerciales con ganas de empezar a conocer el abecedario básico de esta profesión.
Normelvis Bates
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9
5 de septiembre de 2009
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
“No importa el crimen, importan los motivos”. La frase es del agente Alvin Dewey (John Forsythe), pero no hay duda de que es en esas palabras donde hay que buscar la premisa que guió tanto a Truman Capote a la hora de escribir su más célebre novela como a Richard Brooks a la hora de dirigir su adaptación a la gran pantalla. Ambos dispusieron para ello de sus propias armas.
(Y lanzo ahora al aire unas preguntitas inocentes: ¿hasta qué punto tienen los puristas devotos de la obra escrita el derecho de poner el grito en el cielo cada vez que el director invariablemente perverso, superficial e insensible de turno violenta, subvierte o desvirtúa sus libros de cabecera? ¿No seremos los pervertidos los lectores, que no aceptamos sino una única y definitiva lectura -la nuestra- de una obra literaria? ¿No sería más justo juzgar una película por lo que realmente ofrece, por sus valores cinematográficos intrínsecos, que por aquello que, como intérpretes se ve que exclusivos de la obra de la cual procede, nos arrogamos el derecho de exigir que debería haber sido? ¿Tan sagrada es la letra escrita, tan bajo y mezquino es el lenguaje cinematográfico?)
Pero volvamos. Cada cual dispuso de sus propias armas, decíamos. Capote eligió una prosa concisa y desnuda de todo artificio y un tono desapasionado y casi documental para narrar el asesinato de la familia Clutter y la caótica carrera hacia ninguna parte de sus dos autores, en cuya psique hurga con un afilado bisturí en busca de un móvil que aclare lo inexplicable.
Brooks, por su parte, emplea una larga lista de recursos que, milimétricamente dispuestos y combinados, logran ofrecer al espectador un desasosegante y perturbador retrato de dos individuos que, por sí mismos, no serían sino dos infelices más tirados en la cuneta del Gran Sueño Americano, pero que el uno en compañía del otro se convierten en una potencial máquina de matar: un ingenioso y dinámico montaje de planos encaballados, inteligentemente subrayados por la música cortante y sincopada de Quincy Jones, una fotografía tan descarnada y violenta como la historia que cuenta la película, un sabio uso de la luz y la oscuridad que alcanza su momento cumbre en la narración del asesinato, contado entre ráfagas y fogonazos visuales mucho más escalofriantes que los litros de sangre que otros malgastarían para ello, una serie de “flashbacks” disueltos y no intercalados en la acción, que no sólo iluminan los rincones más oscuros de la personalidad de Perry Smith, excelentemente interpretado por Robert Blake (hey, ¿es que soy el único que recuerda “Baretta”?), de largo el más interesante y turbador de los dos asesinos, sino que ilustran el mundo intermedio entre la realidad y la fantasía en que vive éste, un ser lisiado y abandonado a sus suerte, atrapado en el corazón de América, entre un mundo sórdido que no le ofrece expectativa alguna y los más absurdos sueños: triunfar como cantante en Las Vegas, encontrar el tesoro hundido del capitán Cortés.
Normelvis Bates
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8
3 de septiembre de 2009
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esto sí que es un misterio: el responsable de una de las carreras como director de cine más erráticas y desconcertantes de todos los tiempos rodando un vigoroso y delicado drama carcelario acerca de Robert Stroud, el hombre que intenta aliviar su falta de libertad y su incomunicación criando y cuidando decenas de pájaros en su celda: la familia y el hogar que de otro modo no podría tener jamás.
Conmovedora sin necesidad de sensiblerías, emotiva sin caer en lo cursi, cruda y sin concesiones a la hora de enjuiciar las duras condiciones de vida de los reclusos y un obcecado y estúpido sistema penitenciario que niega toda posibilidad de redención a los que llegan a caer en el pozo de la cárcel, pero altamente comprensiva, sin embargo, con algunos de quienes deben participar en él, como el poli que, durante años, es el único vínculo de Stroud con el resto del mundo, “El hombre de Alcatraz” huye de maniqueísmos y juicios preconcebidos y se centra en las personas como entes individuales, en sus sentimientos y necesidades, erigiéndose en un poderoso alegato, cargado de matices y sugerencias, en favor de una dignidad humana que no se resigna a doblegarse ni en las peores circunstancias imaginables.
Pero es más que eso, porque habla también del paso del tiempo y de la vejez y de sus efectos temperantes en las pasiones humanas, aun en aquellas que nos parecen un día las más poderosas e inaplacables, como el amor o el odio, el amor otoñal de una mujer que como llega se va, el odio mortal de un alcaide que renuncia a la venganza cuando descubre que comparte con Stroud más de lo que a él le gustaría: la vejez y sus achaques y casi toda una vida pasada en presidio.
Entre sus valores añadidos destacan la espléndida fotografía en blanco y negro de Burnett Guffey, que la dota de verismo y expresividad, la brillante banda sonora de Elmer Bernstein, doblemente nominado a los Oscar aquel año (por esta banda sonora y por la no menos bellísima música de “Matar a un ruiseñor”) y las grandes interpretaciones de todos los protagonistas, desde el severo Karl Malden a la abnegada Betty Field, pasando por el fogoso Savalas y la posesiva Thelma Ritter. Mención aparte merece la extraordinaria composición de Burt Lancaster, casi tan brillante como en “El fuego y la palabra”, desplegando todos sus registros y modulando de modo magistral las variaciones tanto físicas como de carácter entre el joven Stroud, arrogante y colérico y sin expectativas vitales, y el anciano que deja pasar sus últimos días libre de pasiones y rencores, realizado e incluso feliz.
Normelvis Bates
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7
2 de septiembre de 2009
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un año antes de “La gata sobre el tejado de zinc”, que inauguraría su particular década prodigiosa, Richard Brooks abordó en esta película un hecho contemporáneo a la misma, la sangrienta revuelta Mau Mau en Kenia. La historia que narra es bastante sencilla y seguro que nos suena un poco a todos: dos amigos de la infancia, uno blanco (Hudson) y otro negro (Poitier), a pesar de detestar en principio la violencia y de mostrarse más bien disconformes con algunas de las ideas y actitudes de los miembros de su propio bando, se verán obligados a enfrentarse cuando estalle el conflicto.
Como es habitual en Brooks, a pesar de que la película contiene algunas escenas de acción, lo que predomina en ella y la distingue positivamente es el estudio psicológico de personajes de idiosincrasia en principio templada y conciliadora puestos en una situación límite que les hace replantearse sus principios anteriores: Poitier, un negro comprensivo con los colonos británicos, se verá arrastrado a cumplir el juramento de matar al menos a un blanco; Hudson, un acomodado y benévolo terrateniente, se verá obligado a salir a cazar negros para proteger su vida, su familia y sus tierras. Es en este aspecto donde la película funciona mejor. Brooks lanza miradas a los dos protagonistas, a sus familias y a la sociedad keniata y transforma en imágenes de crudo blanco y negro el impacto emocional de la revuelta, el clima de paranoia y confusión de la población blanca, la actitud de muda y expectante espera de buena parte de los nativos, usando para ello varios recursos, algunos de los cuales son bastante interesantes, como una hábil dosificación de silencios que elevan ocasionalmente la tensión o planos contrapuestos en escenas que muestran, alternativamente, un pomposo desfile de tropas británicas y los torvos rostros de los keniatas que asisten al mismo.
Un ritmo algo errático y cierto tufillo sobreprotector y paternalista en el tono en que se trata tanto el conflicto como las creencias de los keniatas, fácilmente detectable en escenas como la del interrogatorio bajo la tormenta, donde cuatro truenos y relámpagos convierten a un aguerrido Mau Mau dispuesto a morir antes que a hablar en un lindo y chivato gatito, la del desangelado asalto rebelde a la casa de Hudson, digno de “Tintín en el Congo”, o la escena final, cargada de chato simbolismo, han dañado, sin embargo, a esta película, que acaba, pese a sus virtudes, transmitiendo al espectador la idea de que si los nobles y desinteresados blancos estamos en el mundo para algo es para ayudar a los pobrecitos negros a salir del pozo de superchería e ignorancia en que se hallan, raíz de todos sus males.
Buena película, en todo caso, de un gran director aún en ciernes, que daría en los siguientes años auténticas obras maestras a la historia del cine.
Normelvis Bates
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1
1 de septiembre de 2009
20 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muy pocas veces antes había tenido un director español una oportunidad como la que tuvo Juanma Bajo Ulloa hace ya 13 años de hacer algo realmente grande: un presupuesto de 500 millones de las pesetas de entonces, un amplísimo elenco de excelentes actores y otros rostros populares y un par de películas que, sin ser ni mucho menos redondas, sí dejaban entrever el talento y la personalidad suficientes como para hacer presagiar una carrera razonablemente productiva e interesante, cuyo siguiente jalón –pensaba el ilusionado cliente mientras pasaba por taquilla- debía ser ‘Airbag’.
Una vez en la sala, y pasados apenas veinte minutos de proyección, uno empezaba a bajar de la nube. Y es que ‘Airbag’ no tarda mucho más de ese tiempo en revelarse como un producto tan despampanante y visualmente logrado como impersonal y mediocre, sostenido tan sólo por un guión –y así lo llamamos por pura convención lingüística- decididamente estúpido y caótico, construido sobre la mera acumulación de situaciones supuestamente graciosas, chistes trillados y bobos y recursos tan antiguos como, al parecer, efectivos –caca, culo, pedo, pis, etc., etc., etc.,- para provocar la carcajada del modo más tosco y facilón, que acaban por agotar la paciencia de quien, sintiéndolo mucho, no se contenta con la tarta estampada en la cara o las glándulas mamarias de nadie, por generosas o apetitosas que éstas o aquella sean.
El film muestra, por otro lado, una irritante tendencia a la imitación –que no homenaje o parodia-, burda y epidérmica, de los tics, diálogos y recursos visuales de una serie de directores cuyo nombre sería, a estas alturas, ocioso reproducir aquí, y que con parecido material de derribo, algo de inteligencia y los bolsillos considerablemente menos repletos lograron filmes mucho más honestos, consecuentes y divertidos que éste.
Porque lo que le sobra a ‘Airbag’ es, en resumidas cuentas, ese aire pretencioso y engolado de repipi enciclopedismo cinéfilo y la falta de honestidad de quien, bajo un brillante envoltorio visual y una apariencia de producto supuestamente contracultural y subversivo, lo que camufla en realidad no es sino la españolada – en el sentido más peyorativo del término- de toda la vida, la excusa perfecta para que aquellos a quienes avergüenza admitir en público su debilidad por el cine de Esteso, Ozores o Landa –que, dicho sea de paso, nunca pretendieron engañar a nadie- pasaran de nuevo por taquilla, disfrutaran y lo contaran después a viva voz. Bien mirado, tal vez sea ése y no otro el secreto de su éxito.
Normelvis Bates
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