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El rey león

6,4
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Animación. Aventuras. Drama. Musical Tras el asesinato de su padre, un joven león abandona su reino para descubrir el auténtico significado de la responsabilidad y de la valentía. Remake de "El Rey León", dirigido y producido por Jon Favreau, responsable de la puesta al día, con el mismo formato, de "El libro de la selva" (2016). (FILMAFFINITY)
Entre la fotocopia y el alarde técnico
En 2019, una película de Disney no parece que sea un buen territorio para asumir riesgos. De hecho, parece que la consigna es la de eludirlos a toda costa: "El rey león", que muestra que la fiebre del 'remake' no remite, es una película espectacular, pero conservadora. Hace años que buena parte del cine comercial ha dejado de lado el ejercicio de la imaginación para entregarse al continuismo. ¿Para qué filmar algo nuevo si se puede volver a rodar lo que ya está hecho y para qué arriesgar un ápice si ya se posee la certeza de que reviviendo viejos éxitos la taquilla va a ser abultada?

Venga esto a cuento para asegurar que a “El rey león” de Jon Favreau se le deben hacer dos reproches: es innecesario rehacer una obra casi legendaria (revisar los clásicos puede condenar el intento a la irrelevancia) y resulta superfluo añadir metraje a un relato que ya se mostraba impecable. En 1994, buena parte del planeta cinéfilo se emocionó con las aventuras de Simba, con sus esfuerzos para rugir, con las enseñanzas de su padre Musafa y con las maldades de Scar, todo ello en 85 condensados minutos. 25 años después, no parece aceptable la necesidad de emplear dos horas para contar lo mismo, aunque con más alharacas.



Por descontado, para disfrutar con esta nueva versión de “El rey león” es necesario entregarse a su proeza CGI. Se percibe la pasión con la que Jon Favreau se ha entregado al desafío técnico. Favreau es un buen actor y un director interesante, como demostró en “Iron Man” e “Iron Man 2”, y ya utilizó las posibilidades de los avances técnicos en "El libro de la selva". Pero en este caso ha ido aún más lejos. Su película está filmada por un equipo que trabajó dentro de un mundo virtual en tres dimensiones, en el que tanto los técnicos como los intérpretes sobre los que más tarde se insertarían los diseños de los animales utilizaron cascos de realidad virtual, con los que accedían a los escenarios del filme e incluso comprobaban, desde dentro, las evoluciones de los personajes en secuencias ya filmadas.

Lástima que todo ello no se haya empleado en un relato nuevo. En “El rey león” conviven dos películas, y no siempre de manera amistosa. No puede evitar ser un calco del clásico original y, al mismo tiempo, intenta desmarcarse de este en brazos del apabullante diseño visual. En ocasiones, parece como si Favreau no se atreviese a ir más lejos de lo previsible, como si tuviese miedo de remover la nostalgia de los aficionados, y se entrega a fabricar poco menos que un clon. Parece asumir que su trabajo no podrá superar al original y procede a elaborar un duplicado secuencia a secuencia. En otros momentos, como en el retrato de las hienas, se muestra más arrojado, acentúa su lado tétrico y las convierte casi en un grupo marginado por la altivez de los leones. De hecho, uno de los mejores momentos del filme, donde sí late la emoción más allá del alarde técnico, es el de la visita al cementerio de elefantes y la primera aparición de los siniestros animales, rodado con ímpetu, en busca del encuadre adecuado que permita potenciar lo malsano del entorno. Y Favreau sabe llenar de intensidad secuencias como la pelea entre Scar y las hienas contra Simba y las leonas, de una fisicidad apabullante.



También acierta el director en el retrato de dos iconos como Timón y Pumba, “robaescenas” oficiales de la película: sus diálogos suenan como los más frescos y espontáneos de todo el metraje, por más que provengan de un guion anterior, y su “Hakuna Matata” nos obliga, nos resistamos más o menos, a regresar a las sensaciones del espectador que un día fuimos. A cambio, los diálogos del resto de personajes, en especial los del malvado Scar, por muchas resonancias shakespearianas que se les quiera buscar, suenan impostados, ampulosos, aunque para ser justos, Chiwetel Ejiofor se enfrenta con la tarea más dura, la de hacer olvidar los impactantes registros dramáticos de Jeremy Irons en la película de 1994. Mufasa no tiene ese problema: James Earl Jones repite como doblador con un trabajo que puede convertir la sala de proyección casi en una máquina del tiempo para muchos cinéfilos.

De manera que en el visionado de “El rey león" se producen pasiones encontradas. Durante la proyección, uno no deja de pensar en las casi infinitas posibilidades técnicas que se abren en el arte de la creación de imágenes, pero también en lo frustrante que resulta que semejante heroicidad técnica se haya aplicado en la creación de un universo poblado por animales. Porque se da la paradoja de que la pretendida realidad de "El rey león" se convierte en irreal después de la primera secuencia. En los primeros minutos, la sensación es la de estar viendo, efectivamente, una película de imagen real. Pero desde el momento en que los animales comienzan a hablar se viene abajo la suspensión de la incredulidad y el anuncio de la "versión en acción real" de "El rey león" (en la línea de "La bella y la bestia" o "Aladino") colisiona con la certeza de que no hay un solo fotograma que no haya sido generado por ordenador, lo que minuto a minuto impide disfrutar de la animación de los personajes, ya que el empeño permanente es buscar expresiones faciales y corporales imposibles para unos animales. Por tanto, "El rey león" de 2019 es una película de animación tanto como lo fue el original de 1994. Nada de "acción real".



Claro está, permanecen las canciones, majestuosas. Todavía emociona la energía de las melodías de Elton John y la hondura de las letras de Tim Rice y su aparición supone otro viaje emocional hacia la adolescencia o la infancia, según cada espectador. Y, sí, escuchar las voces de Beyoncé y Donald Glover impone respeto, además de que "Spirit", el nuevo tema compuesto por Beyoncé, Ilya Salmanzadeh y Timothy McKenzie es una maravilla. Mientras tanto, la música de Hans Zimmer reina en la función: tanto es así, que no hay casi ni un solo fotograma que permita unos instantes de silencio fílmico (de nuevo el signo de los tiempos: música y más música que lo que consigue es que las imágenes no puedan hablar por sí mismas).

Valga todo lo anterior para señalar lo complejo que resulta enfrentarse con una película que nace sin intención alguna de desmarcarse de su hermana gemela. Y también lo complicado que resultará explicar a los espectadores más jóvenes el porqué de la añoranza que muchos sentiremos frente a una película técnicamente casi insuperable, pero enfrentada al doloroso trabajo de remedar un clásico inolvidable, fuente en su día para muchos espectadores de su amor por el cine de animación.
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
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