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Quien me quiera que me siga

Comedia Gilbert y Simone viven una jubilación agitada en un pueblo del sur de Francia. La partida de Étienne, su vecino y amante, la falta de dinero, pero especialmente la amargura constante de su esposo, empujan a Simone a huir del hogar. Gilbert entonces se da cuenta de que es capaz de hacer cualquier cosa para recuperar a su esposa, a su amor.
Mainstream del 68
Cincuenta años después de aquella convulsión, está claro que la revolución se quedó en intento. Como mucho, en una rebelión. Y gracias. Ahora, los restos de aquel mayo sobreviven, de mala manera, en unas trincheras del día a día que plasman la desilusión de una vida que definitivamente se está ahogando, no se sabe si en la vejez o si en la mediocridad. Tanto monta, monta tanto. El caso es que un apacible pueblo del sur de Francia, dos hombres y una mujer comparten destino, calle y, como manda el tópico, cama.

Gilbert y Simone malviven en una finca que se cae a trozos, acuciados por un mal humor permanente y crónico, cuyas raíces se remontan, qué cosas, en la alegría de aquellos días que, ya se vio, no supieron concretar sus promesas. Él dejó atrás su pasado como mecánico y ahora se juega la espalda, día sí-día también, recogiendo fruta en el campo. Ella todavía suspira por el proyecto de pizzería que él le vetó... y se desahoga, día sí-día también, con el tercero en discordia. Étienne, que así se llama, marca la alegre nota discordante, gracias a un gen crápula para el que, por lo visto, no pasa el tiempo.



El hombre espera tan tranquilo a que su mejor amigo se vaya trabajar, y a que su media naranja le haga una señal para rápidamente abrir las puertas de su hogar y dejar que el amor fluya, concretándose así un triángulo en el que la evidente traición queda perdonada, tal vez, por un sentido de la camaradería que, pesar de todo, aguanta. ‘Quien me quiera que me siga’ es, en apariencia, una de las muchas comedias románticas con las que el cine francés se ha propuesto (y está en ello) conquistar la taquilla más allá de nuestras fronteras.

He aquí, al fin y al cabo, uno de los muchos argumentos para defender una tesis que ahora mismo es más bien teorema: la industria cinematográfica gala es netamente superior a la de, por lo menos, cualquier país colindante. Poca broma. Lo demuestra su incomparable capacidad para manufacturar productos como al que ahora dedico estas líneas, suerte de masaje fílmico diseñado mayormente para recordar a la población en edad de jubilación (claro target de la propuesta) que nunca es tarde para darse un último garbeo.



La gracia del asunto, por así llamarla, está en que José Alcala, director y co-guionista, vela porque ningún personaje se escape demasiado del plan maestro que la sociedad le había pre-asignado. Es decir, que el gancho de la película está en los leves ataques de hartazgo que llevan a Gilbert, Simone y Étienne a rebelarse contra su propia vida. En esas atrevidas plantadas que en realidad no son más que calentones. Lo mismo que esperar a que el marido se vaya a trabajar para meterse en casa del vecino... y regresar al hogar, al poco rato, para así seguir cuidando, con mucha devoción, al enfurruñado cornudo.

Al final del día, todo sigue más o menos igual, por mucho que antes nos hayamos amado y gritado con -aparente- locura. Viva el conformismo. Es el carácter inofensivo de la comedia romántica popular: hasta la sacra institución de la familia parece salir reforzada en este experimento que, de rebote, se apunta el tanto de confirmar a los supervivientes de aquel mayo del 68 como la carnaza ideal para dar vida a las películas más auto-complacientes. La industria, ya se ve, sigue con su implacable conquista del mundo (de las ideas), sumando a su causa a cualquier voz disidente.



Quienes antaño salían a la calle para retar al establishment, ahora adoptan el rol de bufones, siempre para el placer (o directamente regodeo cochino) de este gran público que, se supone, acude a la sala de cine sin plantearse demasiadas preguntas... o precisamente, para no plantearse ninguna en absoluto. Entre idas y venidas; rupturas y reconciliaciones, la historia incita a ser seguida con la inquebrantable imperturbabilidad del encefalograma plano, y desde la placentera comodidad de la nula implicación emocional.

Cine instrascendente; cine que no se moja... y que por esto no cala lo más mínimo. ‘Quien me quiera que me siga’ se sustenta exclusivamente en el talento de Daniel Auteuil, Catherine Frot y Bernard Le Coq, su tripleta protagonista, pero sobre todo en el oficio de todos ellos a la hora de llevar la flagrante derrota generacional. Es perder la dignidad sin despeinarse; incluso riéndose de ello. Lo llaman profesionalidad: una incontestable lección de vida... en la que, si a alguien le interesa, no quisiera nunca verme reflejado.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)

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