... pero aderezado todo con una serie de tics identitarios cuyo único propósito parece responder, única y exclusivamente, a recordarnos dónde demonios estamos. Por si se nos había olvidado. El caso es que antes de que empiecen a cantar los gallos, a un mocoso le ha dado el tiempo -justo- para empacar lo que él, en su corta experiencia vital, estima que va a servirle para no morir en la inhóspita intemperie. Antes de esto, hemos tenido tiempo a comprobar cómo funciona el orden en estas tierras dejadas de la mano de Dios.

La escena de introducción de ‘Intemperie’ nos sitúa en una comunidad rural, que (mal)vive del trabajo en el campo. En unos latifundios donde la economía de subsistencia no ha llegado a tal porque en realidad no va mucho más allá de la esclavitud. Esto sí, la gente de ahí, fiel a la genética nacional, lleva las penurias con toda la dignidad, resignación y resentimiento que puedan caber en un cuerpo humano. Así se mantiene el orden en el escenario visitado... hasta que de repente entra en juego un elemento con el que no contábamos al principio. Una liebre (tal cual) que distrae a los campesinos de sus pesadas y penosas rutinas laborales.
En un abrir y cerrar de ojos, el puesto de trabajo ha sido invadido por un alegre caos, concretado este en una no menos caótica competición para ver quién goza de las aptitudes depredadoras más agudas. El concurso, como de costumbre, se lo lleva el más fuere. En este caso, quien está por encima en la pirámide social. Los gritos, risas y carreras se cortan en seco por obra y gracia de una bala disparada a lomos de un imponente caballo. Irrumpe en escena el capataz, un hombre tétrico escudado por su inseparable corrillo de abusones... y acompañado por una banda sonora de fondo que despeja cualquier duda que pudiera concernir la naturaleza perversa de su espíritu.

El hombre, por cierto, y para acabar de atar cabos, sigue los pasos del chaval del principio, quien tiembla ante la perspectiva de caer en las zarpas de semejante monstruo. La acción y buena parte de la historia que nos cuenta ‘Intemperie’ se reducen a la simpleza con la que puede explicarse el siempre angustioso juego del gato y el ratón. Y a esto se ven relegados, en no pocas ocasiones, la mayoría de personajes de esta historia: a la condición de animales que luchan, de forma brutal, por una supervivencia elevada a la condición de único premio negociable.
Evitemos tentaciones: cualquier parecido con ‘La noche del cazador’ se debe a la disposición con la que las fichas se colocan en el tablero al principio de la partida. A partir de ahí, queda un ejercicio más cercano al western deformado (para bien y para mal). O sea, que nos movemos más por las latitudes propuestas por películas como la recientemente estrenada ‘Sordo’, adaptación del cómic de David Muñoz y Rayco Pulido a manos de Alfonso Cortés-Cavanillas. Teóricamente, esto sí, la referencia más obvia no deja de ser una novela escrita por Jesús Carrasco, pero salta a la vista que Zambrano tiene en mente puntos de apoyo más cinematográficos.

Total, que el Salvaje Oeste se traslada, una vez más, a la aridez del sur español. Nada nuevo bajo el implacable Sol de la Historia del cine, pero claro, siendo justos, la película no va en busca de esto. Sus objetivos, de hecho, no aspiran a más que ofrecer la reedición de uno de los placeres más repetidos desde que este arte aprendió a comercializarse. Esto es, conseguir la desconexión del cerebro del espectador a través de la conocidísima mezcla entre evasión y emociones dirigidas (o mejor dicho, condicionadas). En este sentido, es evidente que ‘Intemperie’ funciona, pues durante su poco más de hora y media de metraje, la acción se sigue con la facilidad (que no necesariamente interés) con la que el cuerpo ejecuta actos reflejos.
Y esto que los defectos pesan. A saber, alguna que otra deficiencia técnica flagrante (como unos efectos de sonido incapaces de ponerse al nivel que exigen los estallidos de violencia), la tendencia al subrayado grosero a la hora de hablar de nuestra naturaleza salvaje, pero sobre todo el poco sentido del ridículo que muestra Zambrano en determinados momentos de máxima tensión. El atrofiado instinto del director para prever el impacto en la audiencia de aquello que está mostrando, es capaz de convertir un clímax dramático en una escena cómica que bien podrían haber firmado los hermanos Farrelly. Desconcierta, y mucho, pero al menos a la película le sirve para reforzar cierta sensación de entretenimiento. No estábamos para pedirle más.