Definitivamente no fue una buena elección. El tono amargo y crepuscular del cine de Sam Mendes le ha cortado la digestión al bueno de James Bond, en otro tiempo imagen arquetípica de la elegancia y la sofisticación. Un error notable si consideramos que era precisamente su artificiosidad inmaculada y grandilocuente lo que caracterizaba un personaje que, al convertirse en antihéroe, pierde su naturaleza y se vulgariza hasta hacerlo irreconocible. Y es que, en efecto, uno podía disculpar el Bond de rasgos abigarrados y pleistocénicos de Daniel Craig, pero no este carral desaliñado, torpón y ocasionalmente estúpido que tarda Bardem medio plano en merendarse.

Desgraciadamente eso es lo que queda si despejamos el baño postmoderno del director: un vulgar filme de acción arrastrado por un guión muy poco trabajado -¿dónde están esos extraordinarios guionistas de las grandes series de la televisión americana?- y que va perdiendo interés hasta una última media hora que encuentra al espectador consultando su reloj con impaciencia, saturado por la infinidad de remedos y homenajes que circulan desde "El Silencio de los Corderos" o "Drácula" hasta, válgame Dios, "McGyver" y "Solo en Casa".

El interés de la película se reduce a una obertura espléndida y a la merecidamente alabada interpretación de Javier Bardem; una interpretación, hay que decirlo, muy por encima de su personaje, construido a base de retazos de otros villanos del cine contemporáneo y que, con el refrito, ha perdido cualquier interés argumental propio. El resto del brillante reparto se limita a buscar algún resquicio del guión para dejar un esbozo de su altura interpretativa.

En fin, que llegó Mendes, llegó Bond, y no hubo nada.