No nos dejemos engañar: La La Land no es un film musical, sino una película de propaganda política. Ya en Whiplash, Damien Chazelle defiende la ideología de las modernas democracias capitalistas: el triunfo de la voluntad del más fuerte dentro de la supuesta “igualdad” democrática.
En este musical el director muestra la idea perversa del sueño americano: la finalidad de la vida es cumplir tus sueños de prosperidad y de triunfo. Para adormecernos como humanos y vender su propio producto, la industria cinematográfica nos hace creer que los deseos se pueden convertir en reales, y premia las películas con este mensaje.
El guion es infantil (chico conoce a chica y se enamoran). A nivel formal, la película es floja, los números de bailes no emocionan (se notan las carencias de la pareja protagonista), a Emma Stone le falta presencia en pantalla y el supuesto retorno al musical clásico de Hollywood se hace sin ninguna chispa. La música tampoco queda en nuestra memoria debido a su baja calidad.

Es un film sin ataduras a nivel argumental: la historia de un médico que investiga la hepatitis, consternado por las muertes producidas por esta enfermedad, se desarrolla con giros imprevistos. El trasfondo histórico es el final de la segunda guerra mundial. La sociedad japonesa intenta conservar sus formas ante el caos de la guerra, pero le resulta imposible: el desorden, la violencia, el hambre, le enfermedad y la inminencia de la gran batalla que esperaba Japón, y que finalmente acabó con la masacre de las bombas atómicas, producen el caldo de cultivo de los cambios sociales que más adelante se desarrollaran en su país.
Imamura capta con extraordinario ritmo el ambiente de caos, sinsentido que toda guerra conlleva.
Qué mejor que una banda sonora en clave de free jazz para un desarrollo argumental también free. Las geniales secuencias del Dr. Hígado corriendo a visitar sus pacientes con un acompañamiento musical original me han hecho saltar sobre el sofá de puro divertimiento. La ironía sobre los personajes, constante de muchas películas de Imamura, no impide que sintamos afecto sobre ellos. Son seres que huyen de la construcción arquetípica de un personaje gracias a las contradicciones emocionales que el director les imprime.
100% recomendable para aquellos que huyan de los personajes planos y de los argumentos previsibles.

Desenfrenado film que nos relata la miseria espiritual del ser humano.
Todo quisiéramos ser como Jordan Belfort: llevar su ritmo de vida, casarnos con una mujer que quita el hipo, vivir en una casa de ensueño con mayordomos, tener coches de lujo. Al protagonista sólo le interesa esto, nada más. La vorágine de su ritmo de vida se le impone y cada vez necesita emociones más fuertes, las cuales encuentra en las drogas o transacciones más arriesgadas.
Para conseguirlo, sólo tiene que engañar a otros, como de hecho hace cualquier empresa para enriquecerse. Pero Jordan no necesita de la hipocresía que rodea el mundo financiero, la supuesta legalidad que requiere toda operación. Para Jordan es un falso prejuicio: en definitiva, como bien ha aprendido, todo vale cuando se trata de cambiar el dinero de bolsillo. Para él, es lo mismo vender una pluma que miles de acciones de una empresa. Y este tipo, en el fondo vacío, ruin y despreciable, es el gran modelo que nuestra sociedad señala como el triunfador, el hombre de éxito.
Scorsese se sirve de un film construido de una manera magnífica, brillante, sin fisuras, con un ritmo trepidante apoyado en una extraordinaria y endiablada edición; todo para demostrar la locura del vano triunfo del dios Dinero.

No es un buen film, sino una película de acción.
El guión roza la estupidez, pero aun así la he disfrutado, porque hay muchos tiros y una mística de la violencia atractivamente abominable.
Hay momentos interesantes, como cuando la chica coge el arma y se siente fascinada.
También momentos de puro cine, como la observación rutinaria del propio apartamento por parte de O, quizá homenaje involuntario a Hitchcock.
Se disfruta y olvida al mismo tiempo.

Buen film de Makiewicz.
El interés por el psicoanálisis de este director queda patente en la construcción de los personajes: cada uno de los cuatro hermanos responde a un modelo de trauma interior diferente, producido por la figura del padre. El padre, un Edward G. Robinson quizá excesivamente histriónico, ejemplifica una mala digestión del empacho de sueño americano.
A destacar el momento en que la madre recuerda la peluqueria de su Italia natal, crítica de la vorágine que produce el Dios dinero, y la bella secuencia en casa de la mujer testigo, donde admiramos la nobleza de los que ya no tienen nada.
Los personajes son demasiado forzados, restando cierta credibilidad al film. De todas formas, la tensión constante de la relación de Susan Hayward (magnífica y seductora) y Richard Conte introduce un ritmo excelente, con unos diálogos desafiantes. Detalles como el de la llave del apartamento, nos muestran que Mankiewicz siempre ha sido un gran cineata.