spoiler:
que la muerte de un padre o una madre es aún más desoladora cuando encima de querernos, cuidarnos y protegernos, nos caía bien. Sorrentino y su equipo son capaces de que la familia bromista y ligeramente disfuncional de Fabietto nos caiga muy bien.
La película, dividida al estilo de La Vida es Bella en dos mitades con una tragedia en medio (una costumbrista y la otra más oscura), es un canto de amor emocionante a la luz y el caos de Nápoles y al Mar Mediterráneo desde el primer plano hasta el último sonido. Precisamente la necesidad de desarrollar ambas partes con el ritmo adecuado justifica el metraje. En un contexto de exaltación de la belleza, donde la decadencia es objeto de culto en personajes y escenarios, Sorrentino muestra su cara más contenida para contar su propia historia. Su poderío visual, soberbio como de costumbre, es esta vez menos epatante para ceder protagonismo y dar consistencia a su trama, también menos difusa y surrealista que en sus trabajos anteriores.
Hace poco le comentaba, nostálgico, a un amigo que hay cosas que no deberían cambiar nunca. ¿Qué nos queda cuando las escenas familiares pasan a vivir solo en nuestros recuerdos, cuando nunca más iremos en scooter con nuestros padres riendo y el viento de cara, ni nos enteraremos del fichaje de Maradona por un amigo del trabajo de nuestro padre, ni comeremos a la orilla del mar o veremos el fútbol con todos esos parientes estrafalarios y lejanos que ya no están? ¿Qué nos queda cuando el mundo que vivimos ya no es el nuestro?
Mi amigo me contestó que para él hay cosas que, en efecto, no cambian nunca: la infancia, Dios y el Real Madrid. Sorrentino nos cuenta las suyas, que mutantis mutandis, son las mismas que las de mi amigo. ¿Será que tienen razón?