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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por utilidad
8
9 de septiembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuenta la leyenda que Scraps, el entrañable perro que acompaña a Charles Chaplin en esta película, murió de literal tristeza cuando, después del rodaje, Chaplin tuvo que separarse de él. La biografía de este genio nos demuestra que sin duda tenía suficiente poder de atracción como para matar de tristeza a un perro con su partida, prueba de ello podrían haber dado sus cuatro esposas y el pequeño ejército de queridas que envidiablemente tuvo en vida.
Esta película cuenta una historia que gira en torno a ese perrito callejero que dan ganas de apachurrar de lo cuco que resulta. Se trata de un perro vagabundo cuyo camino se cruza con el de otro vagabundo, en este caso Charlot. Como vagabundos que son, su prioridad es puramente fisiológica y se dedican casi que por entero a buscar algo que llevarse a la boca. En un mundo que los margina y persigue, esa búsqueda se vuelve más que compleja y debe afrontarse con toda la malicia y picardía posibles. No hay de otra, o se burla la ley con elegancia o se muere de hambre (uno de los elementos esenciales del personaje de Charlot en todas sus apariciones).
Ese colofón le sirve a Chaplin para dos cosas: en primer lugar, para desarrollar una ternura que pone en estado de total congelación cualquier juicio del espectador y lo deja a merced de un efectísimo desarrollo dramático que incluirá incluso una historia de amor y otra de acción en una lucha contra ladrones menos amables. En segundo lugar, y esto es lo más interesante de A Dog’s Life, para articular una sucesión inagotable de gags de una elegancia y perfección que rara vez se puede ver en el slapstick. Bien se sabe, y esto es una verdad absoluta, no una frase de cajón, que Chaplin es uno de los más grandes representantes de este género, si no el más, y aquí lo demuestra al elaborar sus gags con maestría y detalle extremos, haciendo que hasta la acción cómica más enrevesada parezca totalmente natural y orgánica. Es en películas como esta cuando Chaplin le pasa por encima aplastante a sus competidores contemporáneos del género, especialmente a Harold Loyd (pero esa es harina de otro costal).
Como es costumbre de Chaplin, aquí no se le olvida dejar caer, como quien no quiere la cosa, unas gotas de su discurso sobre la naturaleza del hombre y su condición en la sociedad, así que, en medio de risas, uno casi pasa por alto el hecho de la animalización del hombre en esta película. Los delincuentes se comportan con Charlot como los perros que inicialmente persiguen a Scraps solo por ser el más débil y también como perros esconden su botín enterrándolo en la tierra, tal como si se tratara de un preciado hueso. Y así, en ese mundo canino en el que se está en constante riesgo de morir entre dientes o de pura hambre, Charlot escoge el camino de una cándida bondad improbable en semejante contexto, que lo recompensa con el final feliz del calor de la manada.
Andrés Vélez Cuervo
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5
9 de septiembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La duda es la semilla del cambio. Esta es una verdad tan simple como poderosa; no en vano es, entre otras cosas, el mismísimo germen de la ciencia.
Un vistazo por encimita a Difret nos hará saber lo obvio: es la lucha legal de una abogada etíope (basada en una historia real no muy lejana en el tiempo), Meaza Ashenafi (Meron Getnet), quien le pone el pecho a toda una cultura nacional y sus tradiciones incuestionables para defender la vida de una pequeña niña, Hirut Assefa (Tizita Hagere), secuestrada y luego violada por su pretendiente a esposo, quien perpetúa con dicho acto una tradición antigua de su pueblo, y a quien Hirut le quita la vida para poder escapar. Así las cosas, en ese primer vistazo, esta viene a ser una película sobre la lucha por la igualdad de derechos de las mujeres, pero en una capa más esencial, Difret es una reflexión sobre la duda como necesidad ineludible para el cambio. El calvario de Hirut tiene lugar porque la duda aún no se ha sembrado y una tradición muy problemática se toma por inamovible.
Esta no es realmente una película sobre Hirut, a pesar de que sea en ella en quien se deposite toda la atracción empática del espectador (cosa, por cierto, problemática de esta producción, si me lo preguntan). Hirut es un personaje totalmente inocente y forzado por las circunstancias, que sirve solo como motor de la acción dramática y como pararrayos del infortunio y de las silenciosas muestras de simpatía del público. La protagonista de la película es en realidad su defensora, Meaza, quien se lo juega todo por esa defensa, no solo porque quiera evitar una injusticia, sino porque tiene la firme convicción de que debe cambiar toda una forma de pensar en su cultura.
Esta es la auténtica esencia y lo realmente interesante de la obra del director Zeresenay Mehari, pues la situación específica de ese contexto cultural etíope puede perderse por particular, pero la certeza de la duda como motor del cambio es algo innegablemente universal. Es por eso que al ver Difret, como espectador colombiano, uno se siente de alguna manera tocado, porque en nuestro país y en el mundo entero hay también muchas costumbres, muchas prácticas, muchas creencias y muchas verdades supuestamente absolutas que merecen ser puestas en crisis, a fin de cuentas esa es una de las labores principales del arte. Y al decir esto no me refiero solo a materia de derechos humanos, de inclusión y de género; me refiero a temas éticos en la raíz de nuestra cultura, a asuntos religiosos, políticos, medioambientales, sociales y espirituales que deberíamos mantener vivos a fuerza de crisis, porque la vida es movimiento (a todo nivel), de manera que las ideas inamovibles son momias sin utilidad.
Hay también, por supuesto, razones puramente estéticas para acercarse con curiosidad a Difret. Dos son los puntos que considero más valiosos de la película: en primer lugar, los aciertos visuales en estrecha armonía con la narración que su director alcanza por momentos. Así por ejemplo ese instante en que Hirut, tras la noticia de su profesor de que ha recomendado que la suban un grado en el colegio, deja escapar una sonrisa tímida, casi como si fuera un delito hacerlo, y justo cuando se ha ganado con un simple gesto de su cara al espectador, le cae encima la tragedia. O aquel otro en que su captor, a la mañana siguiente de haberla violado, le ofrece una diminuta taza de café sostenida en su mano enorme como una ofrenda que reafirma su sumisión de víctima. En segundo lugar, la música de David Schommer y David Eggar, llena de un poder vibrante que mueve las entrañas a través de las percusiones y los bajos para poner sutil y efectivamente al espectador en el lugar preciso, sin ser obvio; con elegancia y estilo.
Pero permítanme volver al asunto de la duda, esa que nace al ver la película y que desencadena la crisis ética al pensar que existen sistemas de valores diferentes a los que ha esparcido por el planeta la globalización y que, a lo mejor, no exista tal cosa como los universales de la moral. Esa duda que nace al jugar a ponerse en los zapatos del otro, en los de Hirut que pasa a ser asesina luego de ser la víctima, deshumanizándose por la fuerza y teniendo que olvidar que es solo una niña porque a los ojos del mundo sus senos en crecimiento la estigmatizan como mujer y como presa, pero también en los del victimario que termina muerto después de haber seguido con justa convicción una tradición que lo legitimaba.
Esta no es en realidad una película que descuelle por sus grandes impactos estéticos, si bien es un largometraje correcto y delicado. Esta es una obra dedicada, para bien o para mal, a hacer que el espectador ponga en crisis su sistema. Quizá no se atreva lo suficiente y no satisfaga apetitos de crudeza más vivos como el mío, pero aun así tiene la valía de invitar a dudar y de sembrar esa sana semilla.
Andrés Vélez Cuervo
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7
9 de septiembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desvelada por el temor a ser asesinada, María hace esta pregunta a Jorge, quien ve en plena madrugada una repetición de un partido de fútbol:
– “¿Y usted para qué se ve un partido si sabe cómo va a acabar?”
Este, solo responde:
– “Mañas, mañas de uno”.

Estas dos líneas de diálogo parecerían intrascendentes, pero en ellas se oculta todo un aparato discursivo que La semilla del silencio, la ópera prima de Juan Felipe Cano, escrita por el también primerizo en el mundo del largometraje Camilo de la Cruz, construye inteligentemente para mirar la realidad colombiana desde la perspectiva de un cine vibrante, lleno de peripecia e intriga, y que se construye, siguiendo los modelos clásicos del género negro, mediante una narrativa con temporalidad dislocada que lleva al espectador a la confusión y la inseguridad buscando despertar en él una crisis ética que lo saque de las salas de cine con una chispa de ese heroísmo tercamente necesario que tienen los protagonistas.
En un país marcado por el crimen y la impunidad, la protagonista de esta película, la fiscal María del Rosario Durán (una Angie Cepeda madura y atractiva) representa a aquellos héroes que se juegan la vida contra todo un sistema envenenado en el que la vida se cuenta con monedas a través de la transaccionalización de la muerte. Pequeños Davides en una pelea injusta, comprada y pactada desde el principio, en contra del gigantesco Goliat del Estado de la mordaza y del crimen disfrazado de política democrática. María está dedicada con valiente obstinación a la tarea de hacer justicia en el caso de una masacre en la que trece adolescentes fueron asesinados para engrosar las listas de los “falsos positivos”. Bueno, en realidad ni eso, porque sabremos que a quien había encargado su muerte para sumar víctimas a su cuota en busca de los “aguinaldos de sangre” no le sirven y los desecha como basura para ser enterrados en cualquier parte.
María del Rosario es la encarnación del tipo de héroe por el que clama esta nación desangrada y estertorosa de cansancio, y a su lado se encuentra otro héroe en una lucha igualmente trágica, agotadora y frustrante. El otro protagonista de La semilla del silencio, el Sargento Jorge Salcedo (un Andrés Parra que, como de costumbre, hace un trabajo impecable), se obstina por resolver el crimen de la fiscal Durán, quien, como es de esperarse en el triste universo que esta película retrata, es asesinada para silenciar su voz enérgica que busca justicia.
También en esas palabras entre los dos protagonistas reposa el discurso mismo de buena parte del cine negro, especialmente del de detección policiaca, en el que esta película se inscribe abiertamente: el relato del héroe trágico quien, como el pobre Laocoonte en Troya, se enfrenta a fuerzas monumentales y, aún a sabiendas de que no las podrá vencer por sí solo y de que su lucha seguramente le costará la vida, se entrega con cuerpo y alma para hacerles frente y defender aquello en lo que cree y aquellos a los que ama. Esa es María en su combate contra la injusticia, y también es Salcedo, entregado a la digna y necesaria labor de resolución de un acertijo que no dará paz, que no reestablecerá orden alguno sino que, en cambio, hundirá al investigador dentro del infierno de una sociedad enferma en la que no se puede confiar siquiera en los supuestos garantes del orden y la justicia, una sociedad que La semilla del silencio retrata críticamente con gran tino, exponiendo las lacras de la corrupción y la impunidad, verdaderas semillas de la violencia nacional.
Este largometraje no solo merece nuestro tiempo y nuestros ojos por la responsable y acertada mirada que hace a una terrible realidad, sin ñoñería ni exotismo; también los merece porque es una demostración de cómo en Colombia el trabajo disciplinado y constante rinde frutos y permite hacer cine: Camilo de la Cruz, el guionista de esta película, y Juan Felipe cano, su director, lo saben bien, pues con ella han recorrido un camino de éxito creativo que empezó con el incentivo para desarrollo de guión del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico en 2008 y terminó con el incentivo de la misma entidad para la producción del largometraje en 2012; ahora con su estreno en el FICCI, dentro de la categoría de Competencia Oficial de Cine Colombiano, empieza la enorme tarea de atrapar al público y a la crítica y sembrar en ellos su semilla heroica en contra del silencio.
Andrés Vélez Cuervo
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7
8 de enero de 2016
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
A riesgo de sonar reaccionario, diré que la comedia sofisticada en el cine, desde hace ya mucho, si no está completamente muerta, está en estado de hibernación (aunque por decirlo me miren mal los amantes de Woody Allen). De la tradición de esas elegantes bellezas que hicieran directores como Capra, Cukor, Hawks, Tati, Edwards, Sturges, Wilder y Lubitsch no queda hoy mucho rastro. Este triste estado de las cosas hace que sea un especial placer volver a una película como Design for Living, en la que el siempre rítmico, pulcro, preciso y estilizado Ernst Lubitsch nos engolosina con una adaptación, realizada por Ben Hecht y Samuel Hoffenstein, de la obra de teatro de Noël Coward, de la que se cuenta no dejaron sino el pelado costillar, pero de la que sin duda conservaron el dinamismo de la estructura del relato teatral. La película cuenta la historia de dos pobres, nacientes y ambiciosos artistas estadounidenses, George Curtis (Gary Cooper) un pintor; y Thomas B. Chambers (Fredric March), un dramaturgo, que conocen camino a París, ciudad en la que buscarán fortuna como creadores, a Gilda Farrell (Miriam Hopkins), una bella y eléctrica compatriota dedicada al dibujo publicitario. Instantáneamente prendados de ella, inician una heterodoxa relación triangular en la que, para preservar la amistad, pactan que ninguno pasará al plano romántico. Por supuesto, el pacto no dura mucho en ser roto, surge una cordialísima enemistad y los caminos de los tres amantes se separan… por un tiempo.
Llena de una potente sexualidad insinuada con fina malicia, típica de las producciones pre-código (aunque el Código Hays nació en 1930, solo hasta 1934, un año después del estreno de esta película, con la implantación de la Production Code Administration -PCA-, la censura mojigata gringa cobrará el peso necesario para evitar esta clase de producciones), Design for Living es un largometraje plagado de lenguaje insinuante, situaciones cargadamente eróticas y conflictos plenamente ajenos al “buen gusto” de la normativa moral que Estados Unidos ha procurado implementar durante tantos años en el mundo entero a través de su producción audiovisual, lo que supuso no pocas dificultades iniciales y posteriormente la condena de la Legion of Decency y la negación de certificado de la PCA para su relanzamiento en 1934.
La sutileza es, por supuesto, una de las características emblemáticas del cine de Lubitsch, y esta es una característica que atraviesa prácticamente todos los elementos de su cine. Sin duda los elementos narrativos son muy sutiles, pero también la planimetría, la fotografía, el arte y hasta el montaje. Todo parece estar marcado por la intención de pasar desapercibido. En esta película, un ejemplo de esa sutileza que es de mi especial agrado se encuentra en la forma en que los personajes se dibujan llenos de matices, así el de Max Plunkett (Edward Everett Horton), aquel siempre recto y flemático hombre de negocios, eterno benefactor de Gilda, quien ante su irrespetuosa majadería solo se permite salirse de sus casillas un instante rompiendo una maceta, para en seguida retomar su rigurosa compostura de caballero. Claro está, este nivel de sutil matización en los caracteres solo se consigue con el trabajo conjunto de unos actores tan geniales como los que aquí escoge Lubitsch.
Sin ser, ni de lejos, la mejor película de este estupendo director alemán, Design for Living es una entretenidísima y selecta comedia que vale la pena revisitar.
Andrés Vélez Cuervo
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8
10 de septiembre de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
The Last Command cuenta la historia (se dice por ahí que basada en una real) de un general del ejército ruso zarista en la guerra de la revolución de 1917, el Grand Duke Sergius Alexander (Emil Jannings), quien termina sus días como extra de poca monta en Hollywood, cobrando una miseria por su trabajo y sometido a la humillación de unirse a la masa trabajadora totalmente ajena a sus antiguos protocolos imperiales. Cuando el director de cine Lev Andreyev (William Powel) lo reclama para prestar sus servicios como actor en una producción en la que interpretará al general Dolgorucki del ejército ruso, esa vida pasada lo alcanza y lo confronta de manera agobiante.
Esta es pues una película, digamos, “metanarrativa”, porque vemos al cine dentro del cine, pero más importante aún, porque encontramos un relato dentro de otro y ambos se engranan y referencian de manera inseparable. Me voy a callar ese relato interno para que el lector tenga el placer de irlo desmarañando desde la ignorancia como por fortuna pude hacerlo yo. Arruinar las sorpresas argumentales de esta belleza de película con un resumen innecesariamente explícito sería un delito.
Hay un dolor extraño en The Last Command. Al ver este magnífico largometraje de Josef von Sternberg, uno de los grandotes de la historia del cine, se experimenta una curiosa desazón, como si se formara una incómoda arruga en el pecho. Es incómoda, entre otras cosas, porque nace de un proceso de empatía de esos sabrosos con un personaje que rompe el molde de la correcta moral. Ese gran hombre que interpreta Jannings, poderoso, recio e imponente como solo él podría caracterizarlo, es un personaje al que la crueldad casi que le gotea. Claro está, en manos de un genio como von Sternberg, no hay necesidad de actos grandilocuentes para demostrar esa personalidad cruel; aquí basta y sobra con la sola presencia de Janning, imponente como un titán, y con un solo acto en el que reprende de un fustazo en la cara a ese insolente revolucionario que se pasa de bocón diciéndole “It doesn’t require courage to send others to battle and death”.
Así las cosas, la caída de este gigante se torna amarga, más cuando el personaje, caracterizado por uno de esos raros artistas de la interpretación como Janning, que tiene la magia de infectar el alma con emociones poderosas con solo pararse frente a la cámara, se convierte en un viejo apocado con el cuerpo, la mente y el espíritu rotos. No sobra mencionar que este enorme actor fue oficialmente la primera persona en ganar un óscar (se lo entregaron por anticipado días antes de la ceremonia por cosas de la vida), precisamente por su papel en esta película y en The Way of All Flesh de Victor Fleming (solo en ese primer año de los premios se consideró la interpretación en varios roles a la vez).
Hablar de los grandes logros estéticos de Sternberg en esta película casi resulta una obviedad, ya que la genialidad artística de este director vienés ha sido sobradamente estudiada y elogiada con toda justicia, sin embargo algo sí tengo que señalar al respecto: los planos de este realizador, en esta película, como en prácticamente todas las que dirigió, poseen una esencia casi mística llena de expresividad. Siempre me pasa con las obras de Sternberg que siento como si entre mis ojos y la pantalla se tejiera poco a poco un túnel de luz. Las construcciones visuales se tornan peculiarmente fantasmagóricas y fascinantes. Quizá sea por ese don que tiene de extraer con la lente lo más profundo de los actores, quizá por la esmerada precisión a la hora de componer, quizá por el uso ricamente matizado del blanco y negro; por más que veo películas de von Sternberg, no puedo más que sospechar el origen de su magia.
Luego está también ese humanismo sórdido garante de aquella incómoda arruga que señalaba más arriba. Esta es una historia nutrida por el concepto del honor en la guerra, de un código de conducta reverencial en el que los grandes hombres se reconocen como tal sin importar sus actos de barbarie, sin importar su bando ni su condición. Esto es lo que permite que la película no se hunda en el muladar del patetismo doloroso de su protagonista en sus años seniles, sino que renazca en orgullo y valor con un desenlace digno de suspiros.
Andrés Vélez Cuervo
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