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Críticas de Antonio Morales
Críticas 1 537
Críticas ordenadas por utilidad
10
11 de diciembre de 2013
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de su etapa de films sociales y anti nazis, “La mujer del cuadro” inaugura dentro de la obra de Fritz Lang una aproximación al cine negro atendiendo a una clave melodramática, ligada a nuestro subconsciente, y que dará lugar a un estimable grupo de películas, entre ellas “Perversidad” y “Secreto tras la puerta”. Se trata de historias donde el protagonista es arrastrado a un onirismo cautivo, atrapado en las raíces atávicas de una sexualidad reprimida, soterrada y oculta, que aflora a la superficie toda una variedad de deseos frustrados, de actos fallidos, presuntamente dormidos y resucitados por un azar caprichoso barnizado por un sentimiento de culpabilidad y de profunda frustración vital.

Desde sus primeras imágenes “La mujer del cuadro” deja claro el territorio de la ficción de Lang al presentarnos a Richard Wanley (Edward G. Robinson), un reconocido profesor penalista, dando una conferencia sobre “algunos aspectos psicológicos del homicidio” y, particularmente, el crimen en defensa propia. A continuación pasamos a una estación de tren donde Richard despide a su esposa e hijos, que se van de vacaciones, y finaliza la tarde en la tertulia de su club social, del que forma parte junto a un reputado fiscal, que más adelante nos aportará las pesquisas policiales tanto a su amigo Richard, como al espectador para crear el pertinente suspense.

Lang nos muestra la tipología del otoñal profesor, un hombre que parece haber superado el riesgo de la aventura amorosa y estar instalado en los placeres burgueses de una vida sin sobresaltos. El cineasta no subraya aspecto alguno de su personalidad que pueda alterar su apacible existencia por un inesperado suceso, que tendrá mucho de miedo a lo desconocido. Filmado todo con gran capacidad de síntesis. Inspirado en un relato “Once off Guard”, de J. H. Wallis, Nunnally Jhonson nos sirve un guión hábil y un tanto tramposo, con un aire sórdido y angustioso, gran fotografía de Milton Krasner, invitándonos a la empatía con el profesor que por un estúpido desliz con una modelo (Joan Bennett) como encarnación del ideal sexual, se ve implicado en un oscuro asunto de crimen y chantaje.

Todo el relato se impregna de la relatividad de la moral que da Fritz Lang a sus obras, del sentido de culpabilidad otorgado al deseo adúltero del protagonista, de la falsa equidistancia entre el bien y el mal. Sugerido todo por una planificación austera, armónica y nada evidente que tiene en el encuadre, sin apenas desplazamientos de cámara, el centro de un universo personal, el profesor (E. G. Robinson). Así, desde una fisicidad que aúna deseo y ambigüedad, transgresión y culpa, Robinson nos muestra la vulnerabilidad del ser humano, el escaso margen que separa a un honesto ciudadano del crimen más abyecto y cómo la justicia no deja de ser una maquinaria exculpadora utilizada por la sociedad en su propio beneficio para purgar culpas propias y ajenas, así como las de sus servidores. Los diálogos entre el fiscal interpretado por Raymond Massey, y el honorable penalista dejan al descubierto el pesimismo congénito de ese determinista insobornable que fue Fritz Lang.
Antonio Morales
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10
10 de diciembre de 2013
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adaptación de una novela de William P. McGibern, el relato de “The big heat” había sido publicado por entregas en el “Saturday Evening Post” y comprado de inmediato por la Columbia. En una gran ciudad de la que no se nos dice su nombre, un sargento de policía honrado, que sostiene su felicidad sobre la sólida base del amor de su familia, enreda su vida en la investigación de una compleja trama de intereses corruptos que alcanza a sus superiores.

Al parecer, la novela se inspiró en hechos reales, pero si son obligatoriamente verosímiles ¿cómo puede calificarse la estremecedora interpretación de Glenn Ford? Cuando el sargento Bannion recorre por última vez con la mirada su casa vacía, la casa donde compartió aquella última lata de cerveza y aquel último bistec (demasiado caro para un policía) con su mujer, asistimos a una de las mejores caracterizaciones del dolor y la soledad que se nos ha mostrado en la pantalla, y es gracias a la contención de Glenn Ford y a los tres planos de ese maestro llamado Fritz Lang.

Es sorprendente la absoluta modernidad de esta película, sesenta años después de su estreno. Era un guión clásico que capta el interés del espectador, con el suficiente ritmo para mantenerlo atento hasta el inesperado final. Pero eso no es suficiente para lograr una obra maestra; la interpretación de todos los actores debe ser excelente y, sobre todo, la sobria, contenida y eficaz dirección de Lang, al que nunca le sobra un plano son inmejorables. Hay muy pocos matrimonios en el cine tan reales como el que encarnan Glenn Ford y Jocelyn Brando, y tampoco se ha mostrado nunca con tanto acierto en qué consiste la felicidad de una pareja que se ama y se comprende en lo cotidiano.

Nadie puede ignorar que las dos secuencias más violentas son, la cafetera hirviendo que lanza el malvado Lee Marvin y la explosión del coche de Bannion, pero las dos fuera de campo. Es cierto que hay violencia pero Lang elude el ensañamiento, como elude la sensiblería en la magnífica secuencia con Gloria Grahame: ésta ya le había pedido a Bannion antes que le hablara de su esposa y él se negó, ahora le ofrece una descripción amable, cercana e informal. El cine de Fritz Lang, está dominado por el sentimiento de fatalidad y por la lucha solitaria del individuo en un medio generalmente hostil, el cineasta muestra un detenido análisis de los personajes, cuyas reacciones resultan siempre justificables. “Los sobornados” es un fiel reflejo de un universo en descomposición, como una negra pintura sobre una sociedad a la deriva.
Antonio Morales
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8
17 de febrero de 2016
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estamos ante uno de los mejores films bélicos del nuevo siglo, que aúna espectacularidad e intimismo al mismo tiempo. Jean Jacques Annaud, es un cineasta francés que a través de sus films intenta asimilar el cine de autor con criterios comerciales. “Enemigo a las puertas” es una gran superproducción, un film épico y romántico a un tiempo, un lujoso melodrama bélico en el que el cineasta, recicla las convenciones narrativas más clásicas del género en favor del espectáculo. El film se inspira en la célebre batalla de Stalingrado, uno de los choques más cruentos de la 2ª Guerra Mundial, donde murieron entre civiles y militares, cerca de 2 millones y medio de personas. Las tropas soviéticas, apostadas en las ruinas de la ciudad, luchando contra las bombas, las balas, la enfermedad y el hambre para derrotar al poderoso VI ejército alemán del general Von Paulus.

En esta conmovedora historia, se dan cita las constantes del cine bélico hollywoodiense, tenemos un conflictivo triangulo amoroso incrustado en un escalofriante escenario de muerte y destrucción. El francotirador soviético Vasilli Zaitsev (Jude Law), el comisario político Danilov (Joseph Fiennes) y la miliciana Tania Chernova (Rachel Weisz), reúnen los ingredientes para articular un conflicto de emociones y sentimientos encontrados. Vassili es un héroe cuyas hazañas han levantado la moral del maltrecho ejército rojo; Danilov, un tecnócrata del Partido Comunista, envidia a su amigo no por su fama ni por su habilidad innata con el fusil, sino por ser amado por Tania, una joven judía que lucha contra los nazis para vengar a sus padres asesinados. La cámara sigue a los personajes con indudable ternura, las palabras, los gestos, las miradas nos transmiten sus miedos e incertidumbres, expresando esa sensación que gravita sobre las imágenes del film, la de vivir intensamente porque puede ser el último día de vida.

Pero por encima de todo, la columna vertebral del film, lo que prevalece es el titánico duelo que se establece entre Vassili y el mayor Köening (un magistral Ed Harris). Su mirada hiela la sangre, el oficial alemán, otro brillante francotirador, se dedica a perseguir a su contrincante, pero no sólo para cumplir la misión que le han encomendado, además quiere probarse a sí mismo que es el mejor. El cineasta francés nos describe con minuciosidad la estrategia y la audacia de ambos especialistas en el disparo certero, su metodología instintiva en el ruso y la técnica depurada del teutón, bien planificadas y rodadas por el director, valorando la ruda fisicidad del dantesco escenario donde merodea la muerte.

Es preciso añadir que el cineasta galo, con su pulso atemperado, no pierde la oportunidad de mostrarnos la otra cara de la guerra en armonía con el drama intimista y romántico: el “modus operandi” de los comisarios políticos que, bajo órdenes directas de Stalin sacrificaban a la población civil, transformándolos en ratas que se arrastraban entre los escombros, bajo el subsuelo para sobrevivir. Exponiendo la villanía de los ideólogos comunistas y sus métodos intimidatorios, personalizados en la figura del enviado especial enviado desde el Kremlin, el camarada Nikita Kruschev (Bob Hopkins). Una de las mejores películas bélicas de los últimos tiempos.
Antonio Morales
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9
18 de marzo de 2015
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Ruby Gentry” es una excelente y modesta película de King Vidor, tardíamente estrenada en España, víctima de la censura por los “pecaminosos” comportamientos de sus protagonistas, los vigilantes de nuestra moral no podían permitir semejante escándalo. Casi desconocida por los jóvenes cinéfilos que difícilmente puede ser apreciada hoy en lo que vale. Parece que hablar del lenguaje cinematográfico es una costumbre anticuada, cuando la maestría narrativa empleada en este film, debería mostrarse en las escuelas de cine. La encomiable capacidad de síntesis, las asombrosas elipsis y las escenas fuera de campo, la utilización dramática de la luz, los encuadres, las miradas y los gestos, todo ello narrado en 82 minutos, donde suceden multitud de acontecimientos, y que un director pretencioso y relamido necesitaría 3 horas de superproducción para mostrarlo.

Pero este melodrama tórrido y destructivo no es sólo una lección de cine, es la prueba del gusto del cineasta por la condensación y lo metafórico, que recuerda la tormentosa pasión de “Duelo al sol”, aquí reproducida en otro contexto. El mismo deseo indómito, la misma violencia soterrada, son servidos en este caso en un ambiente más cerrado y asfixiante. La pasión desmedida de Ruby – a ratos víctima, a ratos malvada – no es sólo por amor, sino por transgredir las férreas clases sociales del sur con sus costumbres ancestrales. También habla del deseo sexual, la religión en una sociedad puritana encarnada en su hermano obsesionado con el pecado, la venganza cuando Ruby (Jennifer Jones) cree que casándose con Jim Gentry (Karl Malden), el hombre más rico de la región, logrará salvar el desprecio clasista.

Narrada en un gran “flash back” por el Dr. Manfred (Bernard Phillips), espectador casi siempre pasivo de unos hechos ocurridos en Carolina del Norte en la que la pesca y la caza forman parte de la educación de Ruby una chica pobre, criada por su padre como un chico por su rebeldía y fuerte carácter, enamorada de Boake Tackman (Charlton Heston), un orgulloso joven de una clase superior que se entretiene con ella mientras aguarda el momento de casarse con Tracy, una joven distinguida de su clase. “Pasión bajo la niebla” combina la rememoración idealizada (el narrador es otro enamorado en silencio de Ruby) con un realismo crítico y social. El personaje de Boake posee las características del cine de Vidor: en él confluyen la ambición del emprendedor, su temperamento visionario, su estrecha relación con la tierra y su naturaleza apasionada, que le hace vivir al máximo el trabajo y la sexualidad, sin dejar de ser un tipo despreciable.

Vidor relaciona bien los personajes con su estado de deseo en el que viven continuamente, rodeados de símbolos y alusiones sexuales, las escopetas, la caza, los besos furtivos, las miradas intencionadas, la tensión continua en la que la sensual Ruby comparte planos y encuadres con los cazadores que se reúnen en casa de su padre. La espléndida fotografía de Russell Harlan con ese plano a contraluz en la que aparece por primera vez nuestra heroína en toda su feminidad, desbordante y contundente. Pocas veces he visto en el cine llamado clásico una metáfora tan erotizada sobre las reacciones de dos cuerpos en contacto físico.
Antonio Morales
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9
28 de febrero de 2015
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si abordamos a Moby Dick, sólo como una película de aventuras, el espectador podría resultar decepcionado, porque el film, basado en la novela homónima de Herman Meville, obra cumbre de la novela decimonónica, es infinitamente más que una historia de marineros cazando ballenas. Narrada en primera persona: “Mi nombre es Ismael…”, así comienza la aventura de un joven marinero que se embarca en el Pequod. La cámara reproduce la experiencia contada por un testigo privilegiado. Así pues, el ballenero surca los mares en un periplo cuya finalidad es la caza de una ballena. Nada más simple y a la vez lleno de un trasfondo moral.

Huston no nos cuenta un film de aventuras convencional, en todo caso sería una aventura interior, un viaje hacia la locura que es, cuando el hombre se rebela contra Dios. Moby Dick es una revisitación del mito de Prometeo. Como el propio cineasta manifestó: “Moby Dick es una gran blasfemia, es la base de la novela y no puede obviarse de ninguna manera”. El capitán Ahab (Gregory Peck), es un ser corroído por el rencor que odia a Dios, y que ve en la ballena blanca la máscara pérfida del pretendido creador.

Ha comprendido la impostura de Dios al que considera un asesino, esa blasfemia nos sitúa en el plano moral existencialista que entronca con el espíritu de la novela. La historia está lastrada por la ira y el odio. Las cicatrices en el rostro y la pierna devorada de Ahad son las marcas exteriores de la deuda con Moby Dick, representa pues, la conciencia de los hombres enfrentados a la injusticia divina, los agraviados que pretenden asaltar los cielos movidos por la sed de venganza. No hay duda que Moby Dick es la historia de una obsesión. La prestancia de Orson Welles, su atronadora presencia como predicador en un sermón sobre Jonás, además de significar una de las secuencias más logradas del film, advierten de los riesgos que corren aquellos que osen desafiar al Señor.

Hay una clara alusión a lo blanco, asociado a la inmortalidad, a la pureza, a lo sublime. Es la locura de un hombre que se enfrenta a un monstruo sagrado, que atenta contra las leyes divinas. Una película con una fuerza sacrílega enorme, con esa escena en que el capitán invita a la tripulación del Pequod a beber ese ron, todos ellos se conjuran para matar a Moby Dick en una especie de comunión obscena. Esa locura feroz y desatada que navega por las aguas procelosas del alma. Huston y su guionista, el gran escritor Ray Bradbury lograron captar algo insólito, una aventura interior, una introspección en el mal y la soberbia del ser humano que se rebela contra Dios. El fatalismo está servido.
Antonio Morales
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