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España España · Cáceres
Voto de Tiggy:
2
Terror Manolo y Candela se instalan en el madrileño barrio de Malasaña, junto a sus tres hijos y el abuelo Fermín. Atrás dejan el pueblo en busca de la prosperidad que parece ofrecerles la capital de un país que se encuentra en plena transición política. Pero hay algo que la familia Olmedo no sabe: en la casa que han comprado, no están solos...
5 de julio de 2020
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una película que inicia con una canción de Julio Iglesias y termina con un rap de El Chojin no puede ser buen indicio. Tras el éxito de Verónica (Paco Plaza, 2017), Albert Pintó recrea una historia similar basada en hechos reales en la atmósfera madrileña de los años setenta, presentando absolutamente todos los tópicos de película de fantasmas y con un mensaje LGBT cuanto menos insultante. Malasaña 32 narra mal la clásica historia de una familia con ciertos problemas que se traslada a una nueva vivienda en la que un oscuro pasado amenaza su estancia. Nada nuevo en el horizonte.

Tras livianas incursiones en el cine español, Albert Pintó se aventura en el género del terror apoyándose en una productora como Atresmedia Cine o Warner Bros. España, influenciándose de forma pésima por directores de la talla de Jaume Balagueró o el ya citado Paco Plaza, con una vista codiciosa en las producciones hollywodienses como Expediente Warren, acercándose más a la indecencia de Corin Hardy que al buen hacer de James Wan.

Asentado en el terror puro, Pintó hace un relato malversado sobre los hechos acaecidos en el famoso barrio madrileño, adaptando todos los estereotipos machacados por el género al terreno casposo de la castellanidad, dejando de lado el sorprender al espectador, generalmente al público español, por la indiferencia absurda con la que maneja las situaciones para colmar su deseo del terror, dejándose llevar por los recursos más bajos del género como son los jump scares, atribuidos exclusivamente al montaje, y empleados de una forma tan penosa que enorgullecerían a Ciarán Foy.

Con un guión básico formado por una presentación de personajes indiferente (que sucede a una innecesaria explicación, a modo de preludio, de la causalidad del conflicto), toma todas las directrices de un terror inexperto que, lejos de evocar miedo mediante la atmósfera consigue una sucesión de líneas subyacentes con el propósito exclusivo de mostrar una catársis amputada de todo atisbo de impresionar para realizar una conversión hasta la brusquedad más bisoña posible.

Las técnicas cinematográficas son, con diferencia, el aspecto más dotado de inmundicia de la producción. Aunando todo lo posible del género, el director se vale de primeros planos donde deja parte de la acción fuera de campo para mostrarla a modo de screamer con movimientos rápidos de cámara que, lejos de establecer un tiempo fílmico acorde y una atmósfera apropiada, se apresura como un eyaculador precoz en las formas creando situaciones incoherentes situando nuevos focos de atención en plano sin saber el por qué ni el cómo, literalmente, colocando a sus personajes de un fotograma a otro sin que el espectador conozca cómo han logrado aparecer tan rápidamente de escena a escena sin ningún contexto espacial o temporal, no refiriéndome a aquellos que posean capacidades sobrenaturales. Esto, en parte, se debe a un montaje infame cuyos puntos de inmersión el el horror se forman mediante alargamientos excesivos de escenas sucedidas de una edición de sonido prominente y movimientos rápidos en la interacción de los personajes con el atrezzo , siempre en planos cortos para causar una (falsa) impresión.

Los diseños estéticos, como los juegos con los números para ubicarnos en la época a carácter inmersivo, a la que nos aproximamos con un plano grúa subjetivo, que desembocan en un plano cenital con nulos extras para representar el Madrid de la época, es una muy triste carta de presentación de la película pero que augura la clase de esputo en la que nos vamos a sumerger. Los trávelling paralelos van a ser habituales para la conducción del espectador mediada por los actores hasta los elementos del terror, mientras que los circulares van a suceder bruscamente para provocar un miedo que dura, aproximadamente, tres segundos en el espectador por el sobresalto.

El diseño de la antagonista, Clara o Rubén, según como quieras verlo, es una burda copia de la Niña de Medeiros de [•REC] (Paco Plaza, 2007), interpretada en la misma por Javier Botet que, en este caso, elude sus transformaciones terroríficas para ejercer de agente inmobiliario. Lo cual me lleva a unas interpretaciones que presentan una incompetente dirección de actores, en las que el lucimiento lo presenta una Concha Velasco desubicada completamente. Pintó se obnubila en tener a María Ballesteros, actriz que no consigue un registro apropiado para la película, como punto focal de la trama, eludiendo el talento del resto del elenco, especialmente, el de José Luis de Madariaga, el actor que hace las delicias como el típico abuelo ido, pero entrañable.

El mensaje a favor de la transexualidad es insultante por lo escabroso de usar el responsable de llevar la misiva como monstruo, solapando cualquier buena intención recorrida de manera demagógica por los tiempos que corremos.

La elección musical de Frank Montasell y Lucas Peire está totalmente fuera de lugar, no contrastando ni en contexto ni en formas con la película, así como la fotografía de un Daniel Sosa respetable pero aborrecida por la pérdida absoluta de unas nociones básicas de iluminación.

Me avergüenza que esta cinta sea lo poco que tenemos de terror patrio en este 2020, poniendo todas las miras en asemejarse malamente a un Hollywood en declive respectando al género fantasmagórico. Sinceramente, no sé cuánto ofrecieron a Concha Velasco, actriz inmensa, para colaborar con esto, aunque seguramente lo hiciera por bondad más que por otra cosa. Un despropósito de dimensiones descomunales que no merece la pena por el insulto a la inteligencia que parece intencionar.
Tiggy
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