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Voto de Tiggy:
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Thriller
Kyung-chul es un psicópata peligroso que mata por placer y que ha cometido varios asesinatos con unos métodos diabólicos difíciles de imaginar. Sus víctimas son chicas jóvenes. La policía lleva tiempo intentando capturarlo. Un día, aparece asesinada la hija de un jefe de policía retirado. El novio de la chica, un agente secreto, jura vengarse. (FILMAFFINITY)
20 de octubre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Encontré al diablo (I Saw the Devil) es un aguijón de marfil, afilado, doloroso y de un material tan lujoso como poco común dentro del subgénero de venganza. Kim Jee-woon sigue caminando por ese estilo occidental encabritado, dando una visión más dura y siniestra sobre los recurrentes temas del thriller, como ya hizo con Dos hermanas (2003), que recuerda a El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) o la que nos atiene hoy, que también recuerda inevitablemente a una mítica película occidental: Se7en (David Fincher, 1995). La trama enfrenta a un sádico homicida y violador, una horda de maldad en un solo hombre, Jang Kyung-chul (Choi Min Sik), contra un entregado detective, Kim Soo-hyeon (Lee Byung Hun), cuya mujer es brutalmente asesinada en busca de la venganza y la paz mental que muchos creemos que nos puede entregar un concepto sustraído de uno de los peores pecados capitales: la ira. Este thriller policiaco conquistado por el salvajismo va más allá de las expectativas de cualquier espectador, clavándose como los incisivos de un perro rabioso en nuestra humanidad.
El surcoreano, oriundo del Seúl donde se desarrolla esta pesadilla, muestra unas nociones únicas sobre los géneros cinematográficos, uniendo desde la yuxtaposición adversa de dos personajes las ideas con las que suele vertebrar sus películas, una búsqueda de la razón donde la respuesta únicamente la posee el espectador. Desde Dos hermanas, donde el juego entre la realidad y la fantasía se entremezclaba con un thriller sobrenatural a raíz de la protagonista y su madre hasta Encontré al diablo, Kim Jee-woon hace de juez imparcial en el relato, donde la moralidad y el pathos son las únicas pruebas para entender a sus personajes, entender el conflicto y, finalmente, reflexionar sobre la naturaleza humana. Aunque en ambas películas el director muestre cierto desencanto con la raza humana, llevando los pecados y perversiones al extremo a través de una puritana visión acerca de la contienda del bien y el mal y, por supuesto, del carácter subsidiario e intrínseco en ambas, el surcoreano lo expresa con una naturalidad que hiela la sangre, dando un enfoque personal (dentro de la comercialidad de su cine) a las historias que Hollywood ya nos ha contado mil veces. Por esta razón, Jee-woon desnuda los personajes más importantes en cámara, desde el ‘bueno’ hasta el ‘malo’, donde lo raro, lo único, es la conexión espiritual entre ambos que produce los impactantes lances a raíz de las líneas narrativas en paralelo que emplea para enseñar el alma de los personajes, dentro de la cotidianidad exclusiva de esa alma, su día a día, ya que en lo cotidiano reside la esencia de una persona. Mientras uno mata, otro lo busca. Ambos, dentro de lo que hacen por costumbre. El terror gráfico es una faceta que el director explota para dramatizar, dar más poder, a las esencias de los personajes que no necesitan explicación porque no la tienen. Dos sentimientos primitivos que coquetean entre ellos, que se necesitan mutuamente para existir, luchan y se reconcilian hasta encontrar el equilibrio y que todos nosotros poseemos, en mayor o menor medida.
Probablemente, el ritmo sea el aspecto que más sobresalta de la película, y que más la encumbra. Directo, frenético y sin titubeos como un cruel navajazo, Jee-woon alterna las líneas paralelas de sus dos hombres, Kyung-chul y Soo-hyeon, en un tira y afloja que juega con los conceptos de presa y depredador, saltando como si nada entre los géneros mientras maquina la atmósfera densa y horripilante. Ese mundo personal en el que se mueven los dos personajes y es ajeno prácticamente a la realidad mientras son movidos por el egoísmo y la ira de la victoria a cualquier precio, de la guerra espiritual que mantienen, del bien contra el mal, de dos fuerzas que ignoran incluso su naturaleza con tal de ganar, igualándose en el transcurso del belicismo, necesitándose, complementándose e, incluso, entendiéndose. Esto se refleja en el trato que da Jee-woon a ambos, nunca como personas, sino como esas dos ideas llevadas al pie del cañón, desde la construcción hasta el desarrollo psicológico casi nulo que experimentan, reafirmando la naturaleza de la humanidad que ha querido plasmar que se remonta hasta la misma creación del hombre. El director representa gráficamente este tema mediante una escena a priori insustancial en la que podemos observar a dos perros que luchan violentamente por un pedazo de carne humana en una jaula. Los dos perros rabiosos son, obviamente, los protagonistas, iguales entre ellos, en lucha perpetua por la carne humana, el egoísmo que les mueve a despedazar esa representación de la humanidad para satisfacer sus intereses personales. Que, hablando de perros rabiosos, la presencia de otro clásico asiático, El perro rabioso (Akira Kurosawa, 1949), tutela toda la película.
El guion es una pieza que se sale claramente del estilo del director, ya que no ha sido escrito por él, fácilmente visible en la ausencia de cambios de tiempos narrativos, aprovisionado de una linealidad a la que no nos tenía acostumbrados y quizás, por ello, esta sea su película más internacional.
El surcoreano, oriundo del Seúl donde se desarrolla esta pesadilla, muestra unas nociones únicas sobre los géneros cinematográficos, uniendo desde la yuxtaposición adversa de dos personajes las ideas con las que suele vertebrar sus películas, una búsqueda de la razón donde la respuesta únicamente la posee el espectador. Desde Dos hermanas, donde el juego entre la realidad y la fantasía se entremezclaba con un thriller sobrenatural a raíz de la protagonista y su madre hasta Encontré al diablo, Kim Jee-woon hace de juez imparcial en el relato, donde la moralidad y el pathos son las únicas pruebas para entender a sus personajes, entender el conflicto y, finalmente, reflexionar sobre la naturaleza humana. Aunque en ambas películas el director muestre cierto desencanto con la raza humana, llevando los pecados y perversiones al extremo a través de una puritana visión acerca de la contienda del bien y el mal y, por supuesto, del carácter subsidiario e intrínseco en ambas, el surcoreano lo expresa con una naturalidad que hiela la sangre, dando un enfoque personal (dentro de la comercialidad de su cine) a las historias que Hollywood ya nos ha contado mil veces. Por esta razón, Jee-woon desnuda los personajes más importantes en cámara, desde el ‘bueno’ hasta el ‘malo’, donde lo raro, lo único, es la conexión espiritual entre ambos que produce los impactantes lances a raíz de las líneas narrativas en paralelo que emplea para enseñar el alma de los personajes, dentro de la cotidianidad exclusiva de esa alma, su día a día, ya que en lo cotidiano reside la esencia de una persona. Mientras uno mata, otro lo busca. Ambos, dentro de lo que hacen por costumbre. El terror gráfico es una faceta que el director explota para dramatizar, dar más poder, a las esencias de los personajes que no necesitan explicación porque no la tienen. Dos sentimientos primitivos que coquetean entre ellos, que se necesitan mutuamente para existir, luchan y se reconcilian hasta encontrar el equilibrio y que todos nosotros poseemos, en mayor o menor medida.
Probablemente, el ritmo sea el aspecto que más sobresalta de la película, y que más la encumbra. Directo, frenético y sin titubeos como un cruel navajazo, Jee-woon alterna las líneas paralelas de sus dos hombres, Kyung-chul y Soo-hyeon, en un tira y afloja que juega con los conceptos de presa y depredador, saltando como si nada entre los géneros mientras maquina la atmósfera densa y horripilante. Ese mundo personal en el que se mueven los dos personajes y es ajeno prácticamente a la realidad mientras son movidos por el egoísmo y la ira de la victoria a cualquier precio, de la guerra espiritual que mantienen, del bien contra el mal, de dos fuerzas que ignoran incluso su naturaleza con tal de ganar, igualándose en el transcurso del belicismo, necesitándose, complementándose e, incluso, entendiéndose. Esto se refleja en el trato que da Jee-woon a ambos, nunca como personas, sino como esas dos ideas llevadas al pie del cañón, desde la construcción hasta el desarrollo psicológico casi nulo que experimentan, reafirmando la naturaleza de la humanidad que ha querido plasmar que se remonta hasta la misma creación del hombre. El director representa gráficamente este tema mediante una escena a priori insustancial en la que podemos observar a dos perros que luchan violentamente por un pedazo de carne humana en una jaula. Los dos perros rabiosos son, obviamente, los protagonistas, iguales entre ellos, en lucha perpetua por la carne humana, el egoísmo que les mueve a despedazar esa representación de la humanidad para satisfacer sus intereses personales. Que, hablando de perros rabiosos, la presencia de otro clásico asiático, El perro rabioso (Akira Kurosawa, 1949), tutela toda la película.
El guion es una pieza que se sale claramente del estilo del director, ya que no ha sido escrito por él, fácilmente visible en la ausencia de cambios de tiempos narrativos, aprovisionado de una linealidad a la que no nos tenía acostumbrados y quizás, por ello, esta sea su película más internacional.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Realizado por Park Hoon-jung, Jee-woon se vale de ello para la representación del camino al infierno del hombre bueno, paso a paso, mediado por el susurro del diablo. Soo-hyeon y Kyung-chul, el destino de ambos, la tirada de la moneda que, azarosa, vacila antes de caer de canto. La escenografía, lúgubre y oscura, crea el ambiente óptimo para el lanzamiento, dificultando la visión del dudoso resultado, haciéndola testigo junto a nosotros de la sangrienta partida de dos jugadores avocados a la tragedia. Gracias a ella, la brutalidad del relato se eleva, elevando también el efectismo de las escenas explícitas con las que el director busca la representación de los horrores que cobija la naturaleza humana. A través del maquillaje y el vestuario, Jee-woon realza la dura contienda entre el bien y el mal a través del desgaste de sus personajes que apuntala el egoísmo, incluso el desprecio por la creación divina, ya que, lejos de persuadirlos de sus misiones, siguen luchando hasta la extenuación, hasta que solo haya un ganador. Como he dicho antes, ignorando todo lo que no sean ellos mismos y sus móviles, sus esencias primordiales.
El personaje de Choi Min Sik puede ser, perfectamente, una de las más puras representaciones de la psicopatía llevadas al cine. Aunque nunca diga las razones de sus hechos, más allá del profundo odio hacia lo humano, Jee-woon deja ver una personalidad insegura a través de pequeñas escenas en las que se acicala y se perfuma antes de llevar algo a cabo que, unido a las propensas víctimas femeninas a las que viola, deja ver una obsesión por su incapacidad de relacionarse con las mujeres. Con esto como base, también se hace hincapié en su representación animal, desfigurada y monstruosa. Cuando se ve acorralado, aunque sea inintencionadamente, ataca de forma irracional como en esa impecable secuencia en el hospital, generalmente con sujetos masculinos. Una secuencia, delimitada por el encuadre del túnel que tributa al clásico de su compatriota y compañero de profesión Bong Joon-ho en Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie) (2003), sirve de punto medio que completa la concepción grotesca de Kyung-chul. Herido tras la batalla, en el cobijo de un túnel húmedo y oscuro, para a descansar. El encuadre nos obliga a observarlo, y gracias al contraste de luz lo divisamos como una silueta negra, como una sombra, sin humanidad. El punto de fuga consta de la ciudad de Seúl, donde podemos ver sus edificios, completamente alejados del personaje, representando metafóricamente ese distanciamiento con la humanidad, incluso marginación respecto a ella. Una vez erguido, los movimientos de Min Sik son ensortijados y retorcidos, pareciendo más propios de una criatura que de una persona, y, a su vez, representando la figura de esa maldad incansable en su lucha contra el bien. Este efectismo que juega tanto con los contrastes está cortado por el expresionismo alemán, referenciando las pesadillas de Murnau o Robertson. Por otro lado, todo esto habría sido imposible sin la perfecta interpretación de Choi Min Sik, haciendo de su asesino alguien a quien odiamos, pero carismático y que invita a la curiosidad, despiadado e incansable.
Cinta evocada por otros directores, llegando a calcar escenas como Lars von Trier y su excepcional La casa de Jack (2018) con la escena del gato, en la que aquí es empleada una tubería, y rodada casi de forma idéntica. Una película única que mejora todo lo anterior visto dentro del género, cruel y con tan poca misericordia que aterra y perturba, que construye el infierno del odio en la Tierra en su invocación de las fuerzas de la naturaleza humana, nominada a la Concha de Oro de su año. Rezuma perversión y, sobretodo, miedo, en una danza macabra donde solo los psicópatas temen a otros psicópatas y en la que la pizca de gore termina redondeando este siniestro y oscuro material. A pesar de la visceralidad, es una película que recomendaría a todo el mundo. (8.5).
El personaje de Choi Min Sik puede ser, perfectamente, una de las más puras representaciones de la psicopatía llevadas al cine. Aunque nunca diga las razones de sus hechos, más allá del profundo odio hacia lo humano, Jee-woon deja ver una personalidad insegura a través de pequeñas escenas en las que se acicala y se perfuma antes de llevar algo a cabo que, unido a las propensas víctimas femeninas a las que viola, deja ver una obsesión por su incapacidad de relacionarse con las mujeres. Con esto como base, también se hace hincapié en su representación animal, desfigurada y monstruosa. Cuando se ve acorralado, aunque sea inintencionadamente, ataca de forma irracional como en esa impecable secuencia en el hospital, generalmente con sujetos masculinos. Una secuencia, delimitada por el encuadre del túnel que tributa al clásico de su compatriota y compañero de profesión Bong Joon-ho en Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie) (2003), sirve de punto medio que completa la concepción grotesca de Kyung-chul. Herido tras la batalla, en el cobijo de un túnel húmedo y oscuro, para a descansar. El encuadre nos obliga a observarlo, y gracias al contraste de luz lo divisamos como una silueta negra, como una sombra, sin humanidad. El punto de fuga consta de la ciudad de Seúl, donde podemos ver sus edificios, completamente alejados del personaje, representando metafóricamente ese distanciamiento con la humanidad, incluso marginación respecto a ella. Una vez erguido, los movimientos de Min Sik son ensortijados y retorcidos, pareciendo más propios de una criatura que de una persona, y, a su vez, representando la figura de esa maldad incansable en su lucha contra el bien. Este efectismo que juega tanto con los contrastes está cortado por el expresionismo alemán, referenciando las pesadillas de Murnau o Robertson. Por otro lado, todo esto habría sido imposible sin la perfecta interpretación de Choi Min Sik, haciendo de su asesino alguien a quien odiamos, pero carismático y que invita a la curiosidad, despiadado e incansable.
Cinta evocada por otros directores, llegando a calcar escenas como Lars von Trier y su excepcional La casa de Jack (2018) con la escena del gato, en la que aquí es empleada una tubería, y rodada casi de forma idéntica. Una película única que mejora todo lo anterior visto dentro del género, cruel y con tan poca misericordia que aterra y perturba, que construye el infierno del odio en la Tierra en su invocación de las fuerzas de la naturaleza humana, nominada a la Concha de Oro de su año. Rezuma perversión y, sobretodo, miedo, en una danza macabra donde solo los psicópatas temen a otros psicópatas y en la que la pizca de gore termina redondeando este siniestro y oscuro material. A pesar de la visceralidad, es una película que recomendaría a todo el mundo. (8.5).