Madrid, años 50. La calle es el punto de encuentro de los ciudadanos de a pie. Y la calle es la gran protagonista de esta película que capta la vida ordinaria de cuatro chavales de clase humilde durante una semana sin perder detalle de todos y cada uno de los tipos que pululan por Madrid. Casi todos, tipos delgados, que se pasan toda la semana con la misma ropa, y que sonríen más bien poco. Solo se ve una señora fondona y su hijita rellenita en la secuencia en la carnicería, mientras la madre de Carlos cuenta que su chica de servicio doméstico es de las mejores porque trabaja mucho y come poco.

Carlos y sus amigos, Andrés, el “Negro” y el “Chispa” se reúnen en el quiosco de prensa que regenta el último. El plano omnipresente en la película de los cuatro amigos en su refugio particular es una bella plasmación visual de las ensoñaciones adolescentes. Retratos de estrellas de cine (hasta se ven ejemplares de “Fotogramas”), de la moda, del toreo, de los ideales del triunfo que los chicos tienen, colman el encuadre que se convierte en el marco de sus sueños. Allí charlan de chicas, de Sofía Loren, de salir al cine, de ir a la verbena, en definitiva, de todo lo que les permita salir del aburrimiento. Beben cerveza y coñac, madrugan para acudir a trabajar, fuman negro (Peninsulares, Bisontes...), pero no tienen edad para ver una película de adultos. No en vano, Andrés está decidido a saltar al ruedo de espontáneo en la corrida del domingo; un torero recibe las atenciones de todos y se permite el lujo de fumar rubio. Pero viven unos tiempos proclives a aguar los sueños...