Una familia (incluyendo un abuelo) llegan del pueblo para vivir en el Madrid setentero o por ahí. Han comprado un piso que es una ganga muy bien situado. Marido y mujer llegan con trabajo buscado. Los hijos, un primor. El abuelo, deteriorado. Entonces, empiezan a pasar cositas.

La película sigue al milímetro los cánones más actuales del género: sustos, sustos, sustos. Pero no hay sobrecogimiento ni angustia. Coge lo peor de la fórmula Viernes 13 y demás y lo traslada a una película de fantasmas. Y eso hubiera requerido una repensada del guión.

El argumento es tópico, sin ganas de innovar, aunque, al principio, parecía que la película podía ser una nueva referencia del terror patrio. Pues no. Igual es que había demasiado presupuesto y había que ser conservador. No lo sé. El caso es que como espectador, todo ese aluvión de sustos, uno tras otro, como en una atracción, acaba por ser empachoso y mueve a la risa nerviosa, cuando, en realidad, a una peli de terror le va más el grito y destrozar a pellizcos el brazo del acompañante.

Técnicamente, la película es irreprochable. Los actores cumplen con su papel, sin actuaciones ridículas. Aunque oportunidades no faltaban.

Paul Naschy, cuanto te echamos de menos.