Cuando Salvatore recibe la noticia del fallecimiento de Alfredo a su memoria vienen continuamente recuerdos de su infancia, -como le venían a Machado en sus "Campos de Castilla", "mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla..."- La infancia de Salvatore eran recuerdos de un cine llamado Paradiso y de un proyeccionista viejo y trasnochado que ejerció del padre que nunca tuvo y que le enseñó gran parte de los entresijos y verdades de la vida, con él descubrió todo eso que se descubre en la adolescencia, esos primeros romances juveniles y la fascinación de las historias que se cuentan en el celuloide. Ahora, como reza el tango gardeliano, Salvatore "con la frente marchita" y marcado, con mejor o peor fortuna, por la huella del tiempo, ve como todo lo que le decía Alfredo era cierto, no se equivocó en nada... tenía razón se ha de vivir la vida con pasión y sin mirar atrás: "hagas lo que hagas, ámalo como hacías en la cabina del Cine Paradiso". Y es que ese viejo y taciturno proyeccionista de cine, que no sabía descifrar un sencillo problema de álgebra, paradógicamente, era en el fondo un gran sabio y un gran conocedor de la vida, que hizo felices a todas esas pequeñas almas que se agolpaban delante de la pantalla para alejarse de sus pequeñas miserias diarias mientras contemplaban esas historias que el cine todas las noches les brindaba.