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Voto de Jordirozsa:
6
4,1
904
Thriller. Terror
Lucy y Adrian llevan tiempo intentando tener un hijo. Finalmente, recurren al doctor Hindle, especialista en fertilidad. Lucy se somete a una inseminación artificial y queda embarazada de trillizos. Días después, el doctor les informa de que un embarazo de estas características puede poner en riesgo la salud tanto de los niños como de la madre, por lo que deberán tomar una difícil decisión. A medida que avanza el embarazo, el mundo de ... [+]
15 de octubre de 2022
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Lee, quien antes de ocuparse como director y guionista, ejerció un tiempo de abogado, ha probado su valía en ambas tareas de la cinematografía, desde hace ya más de veinticinco años, con todo tipo de películas: animación, «thrilers», policíacas… de entre sus títulos más conocidos cabe destacar «El Álamo: La Leyenda» (2004), con Dennis Quaid; «The Blind Side» (2009), con Sandra Bullock; y, más recientes, «Emboscada Final» (2019), con Kevin Costner; la serie «Paradise Lost» (2020), con Josh Harnet; y, la última, «El Teléfono del Sr.Harrigan» (2022), con un deslumbrante Donald Shutherland.
No se puede negar el trillado bagaje de un cineasta que en «False Positive» («Oscura Verdad»; manda huevos con las dichosas traducciones al castellano, quizás para sugerir más siniestralidad por puro márquetin), se alía en la confección del libreto con la protagonista de la cinta, Iliana Glazer, para construir una agria crítica de la época en la que vivimos, usando el lenguaje de la ironía, la sátira, el sarcasmo, con toques oníricos, surrealistas, en los que no falta algo de «gore».
Sobre esta pieza abundan, tanto las comparaciones con «Rosemary’s Baby” (1968), como las ya cansinas interpretaciones, tan social y políticamente instrumentalizadas sobre los roles de género. A mi modo de ver, más allá de la temática de la maternidad, para lo que Glazer fue de inestimable ayuda a Lee, sobre todo en lo que a la experiencia de este maravilloso proceso del ciclo vital se refiere, la simbología de la película (tanto la más explícita, como la que queda en el sustrato de su semiótica) tiene unas connotaciones que pueden implicar, de manera universal, la vivencia de cualquier ser humano.
Los valores (mejor dicho, contravalores: abuso, violencia encubierta, traición, infidelidad, engaño…) que salen a relucir en esta historia, configuran un cruel retrato de la colectividad humana actual, su contexto, y los poderes que la manejan.
Del mismo modo en el que, bajo el vestido de lo «diabólico» o «satánico» del filme de Polanski, subyace un severo alegato contra la estructura y la dinámica sociales de aquella época, en «False Positive», bajo esta misma clara reprobación, adaptada a nuestros tiempos («en el fondo, nada cambia»), se esconde lo que en una óptica espiritual simbolizaríamos como «el Reino del Mal». Magistralmente caracterizado como su mismísima encarnación con el Dr.Hindle. Interpretado por Pierce Brosnan, siempre tan brillante en sus roles más dramáticos, como en los que, en este caso, hace gala de este humor ácido y perverso, de personajes fríos, egocéntricos, faltos casi de toda empatía y que tratan al prójimo como mera fuente de placer, o como objeto para el que se tiene «licencia para violentar» o, incluso… «para matar» (¿007?). El perfil de James Bond, vamos. Y no sé por qué, se me antoja que el ya fallecido actor Roger Moore, en sus buenos tiempos, habría encajado también perfectamente en este rol.
Brosnan, es pues, el contrafuerte antagónico que representa todo aquello que los «valores democráticos» censuran, aunque para él, sus medios son igualmente legítimos para conseguir lo que dichos valores pretenden, tal y como desvela en su alocución a Lucy (Glazer), en la última escena.
No es la primera vez que encontramos a un actor o actriz del mundo de la comedia metido en películas de misterio, terror o suspense. En su haber, Glazer se ha dedicado casi en exclusiva a este estilo interpretativo, pero demuestra su gran versatilidad, dando vida a un personaje que está a las antípodas de lo cómico, aunque el contexto del relato en el que se desarrolle tenga más de un toque (muy sutiles, eso sí) de comedia.
Soporta el centro de gravedad del peso actoral, y es capaz de ponernos en su perspectiva con la complicidad absoluta de la cámara de Pawwel Pogorzelski, quien, con los efectos lumínicos, de textura y de color (el sangriento rojo que inunda los momentos de más intensidad onírica), figura muy eficazmente el debate en el que se tiene la protagonista, entre una asfixiante realidad y el delirio surrealista que la aboca a una especie de mundo psicótico.
El «set» en su conjunto, compartimentado en los espacios de la clínica del Dr.Hindle, donde en apariencia todo parece bien puesto, ordenado, limpio, e iluminado y decorado para infundir la tranquilidad de que el erudito facultativo salva a desoladas parejas de la terrible angustia de no poder tener hijos; el tan falsamente confortable y moderno hogar donde moran Adrian y Lucy, cuyo estándar de vida se nos describe como lo que llamaríamos de «clase media-alta» (él también es médico); la sobria y resplandeciente (a la luz natural del día) oficina donde ella trabaja… y donde también quedará patente que sólo la quieren para aprovecharse de su trabajo; los tan desenfadados como artificiosos encuentros con las amigas, en los que se percibe una cruel frivolidad ante el sufrimiento de Lucy… todo ello, con los encuadres que apenas salen de primeros o medios planos, nos ubica en una jaula de oro, de la que poco a poco vamos tomando conciencia.
A parte de la terapeuta a la que acude, en quién ella ve en su estado de enajenación a la mística Grace Singleton (un escueto pero firme rol actuado por Zainab Jah), representación de esa voz interna del inconsciente que acaba por hacerle abrir los ojos a la objetividad tangible, el resto de personajes, incluido su marido, acabarán descubriéndose «cómplices» de Hindle, y por lo tanto de no fiar en la desesperada andanza de Lucy para demostrar que sus intuiciones eran ciertas.
Si exceptuamos a la enfermera Dawn (bella emulación de la sádica Srta.Ratched de «One Flew over the Cuckoo’s Nest», 1975), a cargo de la rubiales Gretchen Mol, que en el postizo entorno de la impoluta clínica, con uniformes sanitarios rosa y sonrisas «profidén» ya genera malas vibras desde el inicio, el espectador va acompañando a nuestra principal en el gradual proceso de pérdida de confianza, sospecha y decepción última que le acarrean,
No se puede negar el trillado bagaje de un cineasta que en «False Positive» («Oscura Verdad»; manda huevos con las dichosas traducciones al castellano, quizás para sugerir más siniestralidad por puro márquetin), se alía en la confección del libreto con la protagonista de la cinta, Iliana Glazer, para construir una agria crítica de la época en la que vivimos, usando el lenguaje de la ironía, la sátira, el sarcasmo, con toques oníricos, surrealistas, en los que no falta algo de «gore».
Sobre esta pieza abundan, tanto las comparaciones con «Rosemary’s Baby” (1968), como las ya cansinas interpretaciones, tan social y políticamente instrumentalizadas sobre los roles de género. A mi modo de ver, más allá de la temática de la maternidad, para lo que Glazer fue de inestimable ayuda a Lee, sobre todo en lo que a la experiencia de este maravilloso proceso del ciclo vital se refiere, la simbología de la película (tanto la más explícita, como la que queda en el sustrato de su semiótica) tiene unas connotaciones que pueden implicar, de manera universal, la vivencia de cualquier ser humano.
Los valores (mejor dicho, contravalores: abuso, violencia encubierta, traición, infidelidad, engaño…) que salen a relucir en esta historia, configuran un cruel retrato de la colectividad humana actual, su contexto, y los poderes que la manejan.
Del mismo modo en el que, bajo el vestido de lo «diabólico» o «satánico» del filme de Polanski, subyace un severo alegato contra la estructura y la dinámica sociales de aquella época, en «False Positive», bajo esta misma clara reprobación, adaptada a nuestros tiempos («en el fondo, nada cambia»), se esconde lo que en una óptica espiritual simbolizaríamos como «el Reino del Mal». Magistralmente caracterizado como su mismísima encarnación con el Dr.Hindle. Interpretado por Pierce Brosnan, siempre tan brillante en sus roles más dramáticos, como en los que, en este caso, hace gala de este humor ácido y perverso, de personajes fríos, egocéntricos, faltos casi de toda empatía y que tratan al prójimo como mera fuente de placer, o como objeto para el que se tiene «licencia para violentar» o, incluso… «para matar» (¿007?). El perfil de James Bond, vamos. Y no sé por qué, se me antoja que el ya fallecido actor Roger Moore, en sus buenos tiempos, habría encajado también perfectamente en este rol.
Brosnan, es pues, el contrafuerte antagónico que representa todo aquello que los «valores democráticos» censuran, aunque para él, sus medios son igualmente legítimos para conseguir lo que dichos valores pretenden, tal y como desvela en su alocución a Lucy (Glazer), en la última escena.
No es la primera vez que encontramos a un actor o actriz del mundo de la comedia metido en películas de misterio, terror o suspense. En su haber, Glazer se ha dedicado casi en exclusiva a este estilo interpretativo, pero demuestra su gran versatilidad, dando vida a un personaje que está a las antípodas de lo cómico, aunque el contexto del relato en el que se desarrolle tenga más de un toque (muy sutiles, eso sí) de comedia.
Soporta el centro de gravedad del peso actoral, y es capaz de ponernos en su perspectiva con la complicidad absoluta de la cámara de Pawwel Pogorzelski, quien, con los efectos lumínicos, de textura y de color (el sangriento rojo que inunda los momentos de más intensidad onírica), figura muy eficazmente el debate en el que se tiene la protagonista, entre una asfixiante realidad y el delirio surrealista que la aboca a una especie de mundo psicótico.
El «set» en su conjunto, compartimentado en los espacios de la clínica del Dr.Hindle, donde en apariencia todo parece bien puesto, ordenado, limpio, e iluminado y decorado para infundir la tranquilidad de que el erudito facultativo salva a desoladas parejas de la terrible angustia de no poder tener hijos; el tan falsamente confortable y moderno hogar donde moran Adrian y Lucy, cuyo estándar de vida se nos describe como lo que llamaríamos de «clase media-alta» (él también es médico); la sobria y resplandeciente (a la luz natural del día) oficina donde ella trabaja… y donde también quedará patente que sólo la quieren para aprovecharse de su trabajo; los tan desenfadados como artificiosos encuentros con las amigas, en los que se percibe una cruel frivolidad ante el sufrimiento de Lucy… todo ello, con los encuadres que apenas salen de primeros o medios planos, nos ubica en una jaula de oro, de la que poco a poco vamos tomando conciencia.
A parte de la terapeuta a la que acude, en quién ella ve en su estado de enajenación a la mística Grace Singleton (un escueto pero firme rol actuado por Zainab Jah), representación de esa voz interna del inconsciente que acaba por hacerle abrir los ojos a la objetividad tangible, el resto de personajes, incluido su marido, acabarán descubriéndose «cómplices» de Hindle, y por lo tanto de no fiar en la desesperada andanza de Lucy para demostrar que sus intuiciones eran ciertas.
Si exceptuamos a la enfermera Dawn (bella emulación de la sádica Srta.Ratched de «One Flew over the Cuckoo’s Nest», 1975), a cargo de la rubiales Gretchen Mol, que en el postizo entorno de la impoluta clínica, con uniformes sanitarios rosa y sonrisas «profidén» ya genera malas vibras desde el inicio, el espectador va acompañando a nuestra principal en el gradual proceso de pérdida de confianza, sospecha y decepción última que le acarrean,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
desde su mejor amiga Corgan (Sophia Bush), hasta su esposo Adrian, discípulo y amigo del Dr.Hindle.
En este papel, Justin Theroux, soso y plano en casi todas sus intervenciones (quizá ya viene dado por la naturaleza de la figura que representa), se pone en la piel de una especie de hombre marioneta, sin autonomía, con total dependencia y servilismo hacia la figura del Dr.Hindle. Hasta tal punto que, ante los mismísimos ojos de Lucy, que les espía a través de la rendija de la puerta de un guardaropa, Adrian y el doctor se citan en una habitación de hotel para sus escarceos homoeróticos, siendo el primero el que adopta el rol de sumiso. Esta función del marido, cuya lealtad y genuino apoyo se va diluyendo a medida que avanza la historia, está mucho mejor lograda, tanto por presencia como por buen actuar en «Rosemary’s Baby», a cargo de John Casavettes.
En esta secuencia del hotel, como en muchas otras tantas, John Lee nos abandona en esa «tierra de nadie» en la que no somos capaces de distinguir si lo que Lucy está viviendo es cierto o auténtico, o forma parte de sus descalabradas visiones. Así como en momentos captamos, sin lugar a dudas, lo que es fruto de su demente imaginación, el confuso montaje en varios puntos nos desubica por completo. Respecto a lo cual no sabría sentenciar si es por mala praxis, o precisamente porque el realizador se quiere asegurar de que empatizamos lo más posible con la experiencia de Lucy.
Lo mismo podríamos pensar del maquillaje, especialmente en la última escena en la que vemos avanzar a la protagonista con la cara (¿)ensangrentada(¿), intercalada con los planos a cámara lenta en los que arremerte y despacha al doctor y a su enfermera perro de presa, y destroza su «sancta sanctorum», en un simbólico acto de vengativa profanación. El pintarrajeado rostro de Lucy de ahí hasta el último plano, que se antoja más al de un indio apache en batalla, que el de alguien que se ha herido y/o manchado por liarse a trastazo limpio, significa algo más que la cutre representación de unas nafras de pelea: precisamente va relacionado con la alegoría de esa persona convertida en «guerrera» que dice «basta» al abuso, a la relación de objeto y a la dominación. Esa persona que decide no ser más parte de un sistema en el que el sujeto es inducido a convertirse en la pieza del engranaje o maquinaria diseñados para que unos pocos ejerzan un despiado e irracional poder sobre el resto en su propio beneficio.
En la conclusión, Lucy acabará cediendo a su alucinado ensueño, después del tour de force en el que despertará del letargo de sus ficciones, para empoderarse y plantar cara al Dr.Hindle, y echar de su vida (de un modo u otro) a todos aquellos de su alrededor que la han traicionado.
Aunque el plano final, en el que va a darle el pecho a su bebé abortado quiera presentar a una persona derrotada por el desquiciamiento, podríamos pensar que es la viva imagen de quién se aferra a su genuino y auténtico sueño: el de concebir, gestar y dar a luz los propios proyectos, ambiciones y metas; el propio sentido a la existencia, que en casos puede acabar siendo robado y puesto a servicio ajeno. Las veces por el Mal.
No es extraño pues, ese congénito temor (aunque en parte irracional, no por patológico sino por natural programación de la parte del sistema nervioso que rige nuestras emociones más básicas), a que «algo» le sustraiga la cría a su madre. No son pocas las situaciones, reales o en la ficción literaria, en las que hallamos este tópico.
Y así despedimos a Lucy, meciendo a Wendy, el nombre que le iba a poner a la niña que en su seno crecía con los dos gemelos (a los que manda con su marido al «País de Nunca Jamás»), sobre el fondo de la tan discreta como poco trascendente banda sonora compuesta por Yair Elazar Glotman y Lucy Railton, que retoma su siniestro tono en los títulos de crédito finales, pero que dudo sirva como nana para dormir a un bebé recién nacido.
En este papel, Justin Theroux, soso y plano en casi todas sus intervenciones (quizá ya viene dado por la naturaleza de la figura que representa), se pone en la piel de una especie de hombre marioneta, sin autonomía, con total dependencia y servilismo hacia la figura del Dr.Hindle. Hasta tal punto que, ante los mismísimos ojos de Lucy, que les espía a través de la rendija de la puerta de un guardaropa, Adrian y el doctor se citan en una habitación de hotel para sus escarceos homoeróticos, siendo el primero el que adopta el rol de sumiso. Esta función del marido, cuya lealtad y genuino apoyo se va diluyendo a medida que avanza la historia, está mucho mejor lograda, tanto por presencia como por buen actuar en «Rosemary’s Baby», a cargo de John Casavettes.
En esta secuencia del hotel, como en muchas otras tantas, John Lee nos abandona en esa «tierra de nadie» en la que no somos capaces de distinguir si lo que Lucy está viviendo es cierto o auténtico, o forma parte de sus descalabradas visiones. Así como en momentos captamos, sin lugar a dudas, lo que es fruto de su demente imaginación, el confuso montaje en varios puntos nos desubica por completo. Respecto a lo cual no sabría sentenciar si es por mala praxis, o precisamente porque el realizador se quiere asegurar de que empatizamos lo más posible con la experiencia de Lucy.
Lo mismo podríamos pensar del maquillaje, especialmente en la última escena en la que vemos avanzar a la protagonista con la cara (¿)ensangrentada(¿), intercalada con los planos a cámara lenta en los que arremerte y despacha al doctor y a su enfermera perro de presa, y destroza su «sancta sanctorum», en un simbólico acto de vengativa profanación. El pintarrajeado rostro de Lucy de ahí hasta el último plano, que se antoja más al de un indio apache en batalla, que el de alguien que se ha herido y/o manchado por liarse a trastazo limpio, significa algo más que la cutre representación de unas nafras de pelea: precisamente va relacionado con la alegoría de esa persona convertida en «guerrera» que dice «basta» al abuso, a la relación de objeto y a la dominación. Esa persona que decide no ser más parte de un sistema en el que el sujeto es inducido a convertirse en la pieza del engranaje o maquinaria diseñados para que unos pocos ejerzan un despiado e irracional poder sobre el resto en su propio beneficio.
En la conclusión, Lucy acabará cediendo a su alucinado ensueño, después del tour de force en el que despertará del letargo de sus ficciones, para empoderarse y plantar cara al Dr.Hindle, y echar de su vida (de un modo u otro) a todos aquellos de su alrededor que la han traicionado.
Aunque el plano final, en el que va a darle el pecho a su bebé abortado quiera presentar a una persona derrotada por el desquiciamiento, podríamos pensar que es la viva imagen de quién se aferra a su genuino y auténtico sueño: el de concebir, gestar y dar a luz los propios proyectos, ambiciones y metas; el propio sentido a la existencia, que en casos puede acabar siendo robado y puesto a servicio ajeno. Las veces por el Mal.
No es extraño pues, ese congénito temor (aunque en parte irracional, no por patológico sino por natural programación de la parte del sistema nervioso que rige nuestras emociones más básicas), a que «algo» le sustraiga la cría a su madre. No son pocas las situaciones, reales o en la ficción literaria, en las que hallamos este tópico.
Y así despedimos a Lucy, meciendo a Wendy, el nombre que le iba a poner a la niña que en su seno crecía con los dos gemelos (a los que manda con su marido al «País de Nunca Jamás»), sobre el fondo de la tan discreta como poco trascendente banda sonora compuesta por Yair Elazar Glotman y Lucy Railton, que retoma su siniestro tono en los títulos de crédito finales, pero que dudo sirva como nana para dormir a un bebé recién nacido.