Denys Arcand continúa con su brillante metáfora histórica sobre el declive cultural del modelo americano lleno de tanto éxito y bienestar material como miseria espiritual.
Esta vez la víctima no es el amor como en aquella memorable caída del imperio americano, tampoco la pérdida de aquellos rastros de humanidad que damos por sentados, como en las invasiones bárbaras.
Esta vez la mediocridad etaria y emocional de un empleado público estalla en una crisis de la cual ni sus propias fantasías narcóticas pueden salvarlo. Esa crisis impregnada de angustia existencial refleja la vacuidad del concepto engañoso y estandarizado de felicidad, aquel que se vende tan masivamente como un yogurt.
La crítica profunda de alto vuelo intelectual sigue presente como en las dos piezas anteriores de esta magistral, creo yo inconclusa, trilogía, pero ésta vez se muestra más digerible y liviana en su discurso.
Los personajes son menos complejos, quizá por la necesidad teatral que el tono de comedia impone, pero el efecto conmocionante no pierde intensidad, aún se refuerza por la potente y precisa combinación de humor sardónico y serio drama.
Los últimos quince minutos de la cinta resultan de una perfección estética y profundidad emotiva no tan presentes en el tramo anterior, y sin éstos el film luciría algo inconsistente, pero por algo están ahí, y es difícil ver como un accidente la ecléctica conformación de la obra.
Me quedo con el último cuadro, de una sutil delicadeza acorde con la evolución interior del personaje central.
Broche de oro para otro logro de la poética barricada de Denys Arcand.