De múltiples y variadas formas se ha abordado el mito vampírico, a lo largo de los años. Así, hemos asistido a su consecución en distintas épocas, distintos escenarios y con distinto vestuario; girando alrededor de dramas góticos, barrocos, futuristas, apocalípticos, sexuales, asexuados o incluso coqueteando con la comedia de la forma más desafortunada posible. Pero, ¿y si lo contemplásemos desde la más tierna inocencia? Pues, el resultado es “Déjame entrar”.

El primer amor, ese que es el más puro y noble, ese que, irremediablemente, se encuentra abocado al fracaso, encuentra su máximo exponente en una niña vampira y un niño, ambos de 12 años. Temprana adolescencia, en la que siempre permanecerá ella y de la que sólo son testigos del paso del tiempo, sus ojos. Ojos que representan un número desconocido, pero infinito, de inviernos cumplidos. Pero que, sin lugar a dudas, su cerebro conserva toda su candidez e, incluso, es capaz de salvaguardarla ante sus más bajos instintos. Y, gracias a esa peculiaridad que la distingue, logra cambiar su vida y la de su “más que amigo”, para siempre.

Contradictorio, ¿no? Que un ser que representa la maldad en estado puro, la ausencia total de alma y por tanto de humanidad, sea capaz de enamorarse, implica, de forma tácita, que debe existir dentro de ella un sentimiento aún más puro que la propia maldad. Y si partimos de la base de que en cualquier enamoramiento que se precie, debe intervenir el alma... ¿cómo es posible que surja, si carece de la misma? Mas bien... irónico.

Pues sí, bajo esa premisa se desarrolla la trama de ésta película, en la que se nos muestra el amor más sencillo que pueda existir, dentro de la negra oscuridad y el frío devastador que rodea a los vampiros y a los escenarios representados, en todo el film.