No me trago la historia de amor entre Heath Ledger y Jake Gyllenhaal. No digo que no pudiera haber pasado, ni que los actores no sean los idóneos, pero me cuesta creer que de buenas a primeras y con una aceleración fulgurante de cero a cien, dos vaqueros montaraces, dos vaqueros que no se definen homosexuales y que apenas han cruzado veinte palabras entre ellos, se encuentren enganchados por los siglos de los siglos y dispuestos a arrostrar una infinidad de peligros.
El caso es que, pese a que me falla la base, acepto la relación de BROKEBACK MOUNTAIN, una relación que tuvo lugar en el gran Wyoming, como algo que se esboza, y, entonces, igual que alguien que se arroja al agua desde lo alto de una roca, me sumerjo en el sufrimiento de Jack Twist y en el mutismo de Ennis del Mar. Y hago mía la tristeza de ambos, frustrados testigos de un escalado de silencio y de pasiones insatisfechas. Hago mía la tristeza de ambos mientras recuerdo que el tiempo nunca es suficiente, y que las tormentas en las películas de Ang Lee siempre tienen algo de premonitorio.
Espléndida dirección, subyugante fotografía, certera banda sonora, precioso el modo en que se ilumina, de tanto en tanto, la cara de Alma junior, esa hija enamorada de su padre. Y horrible que la vida, que se mantuvo terca cuando otros hacían otros planes, viniera a separar también fuera de la pantalla a otros dos espíritus que se querían: Michelle Williams y Heath Ledger, las cenizas de cuyo amor se fueron a enriquecer la vastísima y callada memoria de Dios.