Corre el rumor desalmado de que el cine francés es pedante, lento y falto de chispa. Y lo és, pero hoy no, amigos. No se lo digas a nadie tiene las cualidades que solo el gran thriller posee: reparto carismático, ritmo, vueltas de tuerca y opresión en los genitales cerebrales del espectador que sólo cesa cuando en la pantalla aparece "Le fin". Pocas cosas se pueden reprochar a esta historia perfectamente tejida de secretos inconfesables, desapariciones y penurias variadas en las que François Cluzet está francamente bien y a Guillaume Canet no le tiembla el pulso en ningún minuto. Sorprende la escasa proyección de esta película y que Hollywood no haya hecho ya un remake.