Yo también fui karateca. Un esmerado discípulo de Bruce Lee. Practicaba, como a los diez años, en una academia ubicada a una cuadra de mi casa. Iba con mi hermano (5 años menor y absolutamente inquieto) y recuerdo que los últimos minutos de las lecciones se hacían eternos. Esto porque miraba el reloj que habían clavado a una de las paredes y las agujas peligrosamente se acercaban a las seis de la tarde, hora de termino de la clase y hora de comienzo de la serie de Batman. Con mi hermano siempre llegábamos corriendo a la casa, directo a encender el televisor y el esfuerzo valía la pena: Allí estaba el hombre flan, Adam West en el traje de Batman. Luego venía los ¡Pum¡, los ¡Zap!, los ¡Auch! y el Acertijo o el Guasón caían al suelo liquidados por los golpes del Hombre Murciélago y su ayudante querubín, Robin. Todo en la serie era sicodélico o exagerado hasta lo ridículo, no obstante, como la comida chatarra, igual causaba adicción. Los niños de mi época, de seguro, éramos bastante más cándidos.