Si sólo fuera por Gelsomina, no parecería tan malo pasar en "la strada" toda la vida.
Sus ojos elocuentes crean juegos donde hay desdicha, su sonrisa ausente ilumina huecos abandonados por la alegría.
Pero, como suele pasar con los desgraciados, de su historia ella no es la capitana, sino el mudo e impotente testigo.

‘La Strada’ tiene una cualidad hermosa: presenta un microcosmos abandonado al tiempo, plagado de detalles, y lo puebla de historias fugaces.
Con eso, da igual el tiempo que pases mirando, al final tú mismo sentirás que has estado en la carretera.
Estabas mirando a Gelsomina y Zampanò mientras representaban, pero al final pensaste que las risas no merecían las pocas monedas que te quedaban. Pasaste la noche en aquel bar mugriento, refugio de naufragios de hombre y mujeres sirena, apurando las últimas horas del día que se acababa. Y pensaste que aquel tonto en el alambre merecía mucho más aplauso que el que una multitud le daba.
La brisa marina tampoco podía tapar los abusos de Zampanò hacia una chiquilla que, en el fondo, le adoraba.

El entusiasmo de los artistas ante el público permite tapar el desencanto de las cunetas de carretera, pero la particularidad es que Gelsomina no parece mudar el carácter fuera del escenario, al contrario que su recién impuesto marido: ella siempre es así de encantadora y cómica, como si no pudiera evitarlo, como si estuviera representando para alguien aunque nadie la esté mirando.
Los únicos que la apreciamos, sin embargo, somos nosotros, mientras Zampanò no pierde la oportunidad de ignorarla o maltratarla, cuando no directamente humillarla.
Así existe la luz más pura, parece decir Fellini, siempre atada a la sombra más oscura, quizás porque ambas se alimentan mutuamente, y parecen condenadas a encontrarse aunque no quieran.

Como dice el payaso apodado Tonto, “todo sirve para algo, hasta esta piedra”, y en la cabeza de Gelsomina eso se traduce en que debe servir para ser calma y desahogo de Zampanò, porque para ella no existe la maldad, y todo es posible de mejorar: un pensamiento tan artísticamente teatral, tan idealista, que nos saca una sonrisa, aunque se lleve varios pedazos de corazón.
De hecho, uno quiere pensar que, en el corazón de Gelsomina, ella también siente ese arrojo que inunda al Tonto cuando tocan juntos, pero nunca se atreverá a seguir ese cándido impulso, porque implicaría aquello a lo que nunca se atrevería, que es hacer daño, aunque sea a alguien tan horrible como su violento marido.
Una serie de peregrinos de carretera, otros nómadas que no pertenecen a ninguna parte, enmarcan su historia y la piden que se baje de ese carro en marcha: “quédate, aquí estarás bien”.
Pero ella responde a todos que no, porque nadie más aparte de Tonto le ha dicho que servía para algo, y aquel sólo le decía qué sabía hacer, no dónde se podría quedar: por eso la regala un colgante, “un recuerdo”, para que, si al menos no se queda con él, pueda llevarse algo que le permita estar con ella.

Es una vida dura, la del artista.
Depende del calor del público, de las emociones, que normalmente dejan pequeño a todo lo demás cuando se sale de la pista.
Por eso Zampanò bebe hasta olvidar, por eso Gelsomina permanece positiva sin nunca estar de verdad.
Por eso solemos ignorar que hay personas que dan luz a otras que sólo tienen oscuridad.

Claro que la luz tiene una particularidad: cuando se apaga es cuando nos damos cuenta finalmente de lo mucho que la queríamos y necesitábamos de verdad.