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España España · Madrid
Voto de Charles:
6
Drama Basada en las memorias escritas por Philippe Petit (Joseph Gordon-Levitt), un funambulista francés que, en 1974, guiado por su mentor Papa Rudy (Ben Kingsley), se propuso un reto nunca antes realizado: recorrer sobre un cable el espacio que separaba las Torres Gemelas de Nueva York. (FILMAFFINITY)
4 de enero de 2016
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Parecería que son determinadas acciones, las que dan forma al mundo.
Si un día pasamos por la esquina de una plaza probablemente no la prestaríamos atención. Sin embargo, si más tarde ahí mismo pasamos con esa persona especial, eso deja de ser la esquina de la plaza, y se convierte en el lugar familiar asociado a un recuerdo.
Es un acto sencillo, pero sucede, que son determinados, exaltados sentimientos, los que hacen que un lugar cobre vida.

'The Walk' es, en esencia, un acto como ese, más grande en apariencia pero con el mismo carácter íntimo.
Un narrador, nuestro Narrador Philippe Petit, así lo cuenta, a la manera de un sueño improbable, como si fuera un cuento con el que entretener al público. Los primeros compases de su relato están llenos de pura inventiva, de un pasado quizá real en París que todo el rato se ve embellecido por sus anécdotas.
En principio ese pasado solo existe en blanco y negro, hasta que el cable entra en su vida, y sin que nos demos cuenta ya hemos pasado al color. Porque de una existencia normal, rutinaria, hemos pasado a la verdadera ilusión por algo.

Quizá solo era este el as en la manga por el que esta historia podría enfrentarse a esa reflexión sobre los sueños llamada 'Man on Wire': en la figura del Narrador yacen todo tipo de hallazgos, bajo los cuales Joseph Gordon-Levitt no para de deslumbrar. Él cuenta la historia, y la cuenta a su manera, encandilando al público como lo haría un mago. Esta historia puede que solo exista en su cabeza, pero ahí está el detalle, y bajo su mirada todo adquiere una dimensión cambiante.
En todo momento existe la voz de Philippe sobrevolando sus propias vivencias, y lo que para otros pudo ser una experiencia penosa en una laguna pestilente llena de pescadores (inmortalizada para la historia, en un blanco y negro juzgadores) para él es un momento de triunfo, embellecido por algo tan trivial como saludar al público. Es la más perfecta representación del artista: aquel que hace lo que hace por y para su público, no necesariamente para él mismo.

Claro que en el horizonte aguarda lo que él quiere hacer: cruzar las Torres Gemelas en un cable.
El por qué no está claro, pero Philippe sabe que debe hacerlo, quizá porque a nadie se le ha ocurrido. Desde luego, no sería por una fama ni una gloria que nunca ha demandado.
Puede ser un objetivo fruto de una curiosidad infantil, pero también de la osadía propia del Narrador, ese que no ve las cosas como son y se esfuerza en verlas como querría que todo el mundo las viera. El progresivo convencimiento de su banda de cómplices tendría poco interés si no fuera por dos elementos: los calmados consejos de Papa Rudi, su mentor, y las más ocasionales demostraciones de demencia en Petit. Es en ese momento donde se ve la cara menos amable del Narrador, y dudamos de si su entusiasmo es falso, cargado de miedos que él intenta enmascarar o glorificar, o si por el contrario es un entusiasmo sincero, que a veces le puede llevar a encontrarse con una realidad que no satisface sus desmesuradas expectativas.

Llega el momento que todos esperábamos, el cable. Cuidadosamente trazado entre dos picos, peligrosamente inestable, organizado entre más riesgos de los necesarios.
Y, de repente, somos Philippe cruzando el abismo sin reparo, sin prestar atención a todas las cosas que podrían salir mal. Entonces se produce algo mágico: pura tranquilidad ante la muerte, una palabra que ni existe, porque sería maleducado mentarla ante una hazaña que celebra la grandeza, sin más. En unos segundos, el mundo deja de existir para dar paso a un acto irrepetible e incomprensible, de belleza suprema.
La atención al detalle se centra en cada tuerca y maquinaria que podría fallar, haciendo que la inmersión sea completa en la experiencia (más aún en las alturas del 3D). Pero ese miedo al fallo desaparece, y solo se queda la gran plenitud de Petit al comprobar que la urgencia ante su desafío solo era una intuición de una comunión perfecta con su sueño. Él se queda sin palabras para expresarlo, y nosotros también.

Entonces se da cuenta de que lo que hizo por él... en el fondo, inconscientemente, también se hizo para el público. Y es el público el que miró las Torres Gemelas, viendo el golpe artístico del siglo.
También para ese público significó una revelación: dos gigantes de metal y cristal pasaron a ser dos torres que posibilitaron un acto extraordinario, algo que cualquier persona podría recordar cuando mirara a las alturas. Aún hoy, todavía, recordamos esa hazaña, aunque no la recordemos teñida de cierta nostalgia por el sueño como Philippe.

Pero es ese, finalmente, el acto de los narradores.
Que con su valentía cambian el mundo, abren fronteras y nos hacen soñar. Para que no olvidemos que se puede hacerlo.
Ahora, ese sueño nos pertenece, todo porque un quizá loco quizá muy cuerdo Narrador se atrevió a darle forma.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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