Quizás habré entrado en ella de un modo más fácil al tratarse de mi ciudad, pero lo cierto es que me ha parecido una película amena, fluida y adorable, en la que la contraposición entre la América rígida y puritana frente a la Europa libérrima y bohemia alcanza un nivel extraordinario. Viéndola, parece que los europeos, en este caso, los españoles, nos pasemos la vida pintando, bebiendo en los bares, marchando en bicicleta y amándonos trágicamente en una especie de verano perpetuo. Y no me parece mal, estamos en una película. Una que ama a Europa, aunque la vea desde la perspectiva americana.

El tono cromático, debo decirlo, es horroroso. El día escogido para rodar en el Tibidabo fue el peor de todos. La canción de “Barcelona” suena ciertamente desagradable, sobre todo frente a la genuina "Entre dos aguas" de Paco De Lucía. Eso, además de una narración constante y, por tanto, innecesaria (me dice que están comprando unos dulces en una pastelería "adorable" mientras lo estoy viendo) serían los errores de "Vicky Cristina Barcelona". Errores nimios, al fin y al cabo.

El reparto funciona de maravilla. Rebecca Hall es la gran protagonista aunque a nivel mediático sea menos conocida. Su personaje es el interesante, el que se encuentra en una encrucijada vital. Scarlett Johansson jamás me ha apasionado y su papel de mosquita muerta es el peor de todos. Aún así, cumple. Pero la película coge vuelo cuando aparecen unos volcánicos Javier Bardem y Penélope Cruz, ella especialmente, realizando una de esas actuaciones antológicas, exclusivas de las estrellas de cine. Es tan real, tan divertida y tan trágica al mismo tiempo… Kevin Dunn y Patricia Clarkson suponen la veteranía sosegada de unos actores magníficos y algo desaprovechados.

El director neoyorquino tendrá películas más redondas, pero “Vicky Cristina Barcelona” es un placer absoluto. Y para los que niegan su genialidad, les invito, si no les parece suficiente la fluidez del relato y el buen gusto para con todo, a volver a ver su escena final*(1).