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Voto de TheYllusionist:
9
Drama Un hombre camina por el desierto de Texas sin recordar quién es. Su hermano lo busca e intenta que recuerde cómo era su vida cuatro años antes, cuando abandonó a su mujer y a su hijo. A medida que va recuperando la memoria y se relaciona con personas de su pasado, se plantea la necesidad de rehacer su vida. (FILMAFFINITY)
26 de septiembre de 2012
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dos horas y veinte en las que apenas hay acción. Ritmo pausado. No hay escenas frenéticas ni música adrenalínica. Muchos han criticado esta película por el aburrimiento que, dicen, provoca en el espectador.

Esto pasa cuando no sabemos encajar el golpe de una película de 1984 contra una cabeza acostumbrada al cine del siglo XXI. Es una película sublime, pero exigente. Del mismo modo que hay cuadros que exigen ser observados con atención para captar su belleza y su significado por completo, París, Texas necesita que nos sumerjamos en la historia desde el primer minuto, desde esas escenas desconcertantes de un moribundo al que juzgamos a simple vista como un misterioso caso perdido.

El principal logro de París, Texas radica en el arco de transformación que sufre Travis (Harry Dean), desde el comienzo hasta el final, que se nos va revelando con detalles y con pequeñas decisiones del protagonista. Se trata, prácticamente, de una redención, o incluso una reconversión personal.

Al principio de todo, en efecto, Travis es un caso perdido, tan avergonzado de su propio destino que no se atreve a abrir la boca. Lo poco que tiene es una parcela comprada en París (Texas), una especie de intento de recuperar el paraíso perdido, donde sus padres hicieron el amor por primera vez y donde él hubiera querido ir a vivir con su antigua mujer, Jane, y su hijo. Es sugerente que esa foto de su parcela sea prácticamente lo único que tiene al principio de la película, como si fuera la ilusión de lo que podría haber sido su vida.

Después de varias horas, decide confiar en su hermano, Walt. Gracias a él va a reencontrarse con Hunter, su hijo al que no ve desde hace cuatro años. Él es lo único “real” que tiene por el momento de su oscuro pasado, y le costará un poco ganarse su confianza. De hecho, Hunter le evita a toda costa hasta que hacen un repaso a fotografías y películas de años atrás, en las que salen padre e hijo viviendo momentos tiernos. Este pequeño ejercicio de memoria, de volver a hacer presente aquello que quedó atrás, hace que Travis y su hijo retomen con fuerza su relación, descubriendo que, entre las muchas cosas que tienen en común, hay una que clama especial atención: el deseo de recuperar a Jane, la pieza perdida de esta peculiar familia.
Aquí, con total improvisación, Hunter decide acompañar a Travis a la búsqueda de Jane, con una incertidumbre que queda perfectamente reflejada cuando se encuentran en un desvío en el que dos coches rojos (en los que podría ir Jane) se han separado: es la intuición del pequeño la que decide cuál tomar. Y acierta. Hay que señalar que ni siquiera se han despedido bien de Walt y de Anne… Quizás hubiera faltado que Travis, un tanto más consciente de la crudeza de la situación, facilitara una despedida un poco más digna de sus segundos padres. Esta parte es la que queda un poco más “descolgada”, pero jamás se presenta como algo irreversible.

La transformación de Travis sigue desarrollándose hasta el final, en el que, por fin, puede volver a afirmarse como padre y esposo, aunque las cosas no vuelvan a ser como en los tiempos felices. En esto consiste su transformación: volverse a encontrar buscando en el presente lo que olvidó en el pasado.

Pero no termina aquí, porque al final presenciamos otra redención, que nos conmueve igual aunque no la hayamos seguido del mismo modo: la de Jane (Nastassja Kinski), una mujer que ahora vivía en el existencialismo emancipado más triste que uno puede imaginar. Aparece inesperadamente Travis tendiéndole la mano, ofreciéndole la custodia del hijo que perdió tanto tiempo atrás. Esa escena de vibrante diálogo a través de un cristal -que no ha sido pensado para fines tan honrados- merece ser clasificada como escena memorable de la historia del cine. Un total de unos veinte minutos sumando las dos visitas de Travis: en la primera, Jane viste de rojo, bastante acorde con su nuevo oficio, sugiriendo pasión, atrevimiento y desenfreno. En la segunda visita, en cambio, Jane viste de significativo negro: pasividad, penitencia, disposición a escuchar y, sobre todo, duelo, heridas censuradas que vuelven a la memoria. En esta escena, los silencios funcionan al milímetro, así como el juego de reflejos con el cristal que les separa en todo momento y que hace que, paradójicamente, no vuelvan a besarse, ni siquiera a tocarse. Es el momento de la súbita transformación de Jane, también gracias a un ejercicio justo de la memoria. Así, acepta hacerse cargo de su hijo, y también respeta la decisión de Travis de no ir a vivir con ellos. Ni siquiera se despide calurosamente de su hijo, sino que le deja una grabación en la que se estampa a la perfección cómo se ha producido ese cambio: “Fui yo quien os separó y es algo que os debo; debo reuniros de nuevo, pero no puedo quedarme con vosotros”.
La escena final cierra la película con una coherencia bellísima. París, Texas había comenzado con un hombre perdido caminando vagamente por una especie de desierto, sin procedencia ni destino nítido. Y termina con Travis abandonando Huston en coche, solitario y pensativo, pero con el corazón reconvertido, con la certeza de que ha obrado correctamente dejando a su amada y a su hijo en ese silencioso abrazo que habla más que cualquier música sentimental que se hubiera querido añadir.
TheYllusionist
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