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Drama
Treinta años después de divorciarse, Marianne, obedeciendo a un impulso repentino, visita a Johann, que ahora vive retirado en su casa de verano en la isla de Dalarna. Continuación de "Secretos de un matrimonio" (1973). (FILMAFFINITY)
8 de septiembre de 2009
40 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
Primero fue la angustia existencial:
Es tan dulce y amargo, en las noches de invierno,
escuchar, junto al fuego que palpita y humea,
elevarse despacio los lejanos recuerdos
al son de carillones que cantan en la niebla.
¡Dichosa la campana de cuello vigoroso
que, pese a su vejez, saludable y alerta,
lanza al cielo fielmente su gritar religioso,
como un viejo soldado que velara en la tienda!
Mi alma está quebrada, y cuando por hastío
quiere poblar de cantos la noche y su aire frío,
a menudo sucede que su aliento apagado
semeja el estertor de un herido olvidado
junto a un lago de sangre, bajo un lecho de muertos,
y que muere, inmóvil, entre inmensos esfuerzos.
[La campana quebrada, de Charles Baudelaire]
===
Luego fue la lucha de cerebros, con el puñal de Strindberg en la mano.
===
Y vino el testamento de Ingmar Bergman:
“Pienso mucho en la muerte últimamente. Pienso: Un día pasearé por el bosque hacia el río. Un día otoñal, con niebla, sin viento. El silencio es absoluto. Entonces veo a alguien en la puerta. Se acerca a mí. Lleva una falda vaquera azul… un abrigo azul… Va descalza y tiene el pelo largo y liso. Camina hacia mí. Anna [Ingrid] camina hacia mí, cruza la verja. Y me doy cuenta de que estoy muerto. Entonces ocurre algo extraño. Pienso: ¿Es así de fácil? Pasamos la vida preguntándonos sobre la muerte y lo que hay después y al final sólo es eso. Con la música puedo atisbar la idea. Brevemente, como en Bach.”
En ese punto el espectador, junto a Marianne, tiene la sensación de haberlo comprendido.
===
Ingmar Bergman sabía que estaba ante su última gran obra. Mitad Próspero, mitad Calibán, cerró su círculo mirando al infinito.
Es tan dulce y amargo, en las noches de invierno,
escuchar, junto al fuego que palpita y humea,
elevarse despacio los lejanos recuerdos
al son de carillones que cantan en la niebla.
¡Dichosa la campana de cuello vigoroso
que, pese a su vejez, saludable y alerta,
lanza al cielo fielmente su gritar religioso,
como un viejo soldado que velara en la tienda!
Mi alma está quebrada, y cuando por hastío
quiere poblar de cantos la noche y su aire frío,
a menudo sucede que su aliento apagado
semeja el estertor de un herido olvidado
junto a un lago de sangre, bajo un lecho de muertos,
y que muere, inmóvil, entre inmensos esfuerzos.
[La campana quebrada, de Charles Baudelaire]
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Luego fue la lucha de cerebros, con el puñal de Strindberg en la mano.
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Y vino el testamento de Ingmar Bergman:
“Pienso mucho en la muerte últimamente. Pienso: Un día pasearé por el bosque hacia el río. Un día otoñal, con niebla, sin viento. El silencio es absoluto. Entonces veo a alguien en la puerta. Se acerca a mí. Lleva una falda vaquera azul… un abrigo azul… Va descalza y tiene el pelo largo y liso. Camina hacia mí. Anna [Ingrid] camina hacia mí, cruza la verja. Y me doy cuenta de que estoy muerto. Entonces ocurre algo extraño. Pienso: ¿Es así de fácil? Pasamos la vida preguntándonos sobre la muerte y lo que hay después y al final sólo es eso. Con la música puedo atisbar la idea. Brevemente, como en Bach.”
En ese punto el espectador, junto a Marianne, tiene la sensación de haberlo comprendido.
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Ingmar Bergman sabía que estaba ante su última gran obra. Mitad Próspero, mitad Calibán, cerró su círculo mirando al infinito.