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La vida de Oharu

Drama En el Japón del siglo XVII, Oharu, hija de un samurai, es expulsada de la corte de Kioto y condenada al exilio por enamorarse de un criado. Tras la ejecución de su amante, Oharu es obligada por su padre a convertirse en la concubina de un gran señor, al que su esposa no ha podido dar un heredero. para mayor desdicha, después de dar a luz la arrebatan a su hijo y es expulsada de la casa. (FILMAFFINITY)
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Críticas 24
Críticas ordenadas por utilidad
6 de enero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku Ichidai Onna, 1952) no es una de las obras que dispusiera, en la siguientes décadas, de mayor reconocimiento, o difusión, como sería el caso de Cuentos de la luna pálida (1953), El intendente Sensho (1954) o La emperatriz Yang Kwei Fei (1955), pero sí dispuso de particular relevancia, por un lado, porque tras la resonancia un año, en festivales, antes de Rashomon (1951), de Akira Kurosawa, apuntaló, al ganar el león de oro en el Festival de Venecia, el impacto de la cinematrografía japonesa en Occidente, y de modo específico, en Estados Unidos. Y, por otra parte, era una obra de especial significación para el propio Mizoguchi. Fueron años los que le costó superar las reticencias de productores para que pudiera llevar a cabo la adaptación de la novela corta La vida de una mujer amorosa, de Ihara Saikaku, publicada en 1686. Condensa su visión sobre el maltrato de la figura de la mujer en la cultura japonesa, y su visión budista, compasiva, pese a la suma de adversidades o desgracias. Y desde luego, Vida de Oharu, mujer galante, además de ser otra de sus grandes películas, es una de las obras más desoladoras. Es turbiamente espectral la presentación de Oharu (Kinuyo Tanaka), ya con cincuenta años, entrando en un templo en donde sobre una de las figuras de buda se superpone la figura del hombre que amó, Katsunosuke (Toshiro Mifune), porque había cometido la infracción, como sirviente, de entablar relación con una cortesana. La narración, pues, comienza con un amor truncado, pues el primero de los diversos episodios que jalonan la vida de esta mujer ya define cómo el amor no es la noción que más se tiene en aprecio o consideración. Oharu, y sus padres, fueron expulsados de la corte cuando se descubrió aquel amorío con Katsunosuke, y él fue decapitado. Ella no entiende la indignación de sus padres porque ella le amaba, qué mal había en su amor correspondido. Y él, por su parte, antes de ser decapitado clama que espera el día en que importe o se valore más la entrega del amor que las conveniencias y jerarquías sociales.

Es lo que importa, llámese statuo quo, o la posición que ocupa en el tablero social. Por eso, para el padre de Oharu sí es deseable la venta de su hija a un hombre de posición de poder por el beneficio económico que le puede proporcionar. La hija es una mercancía que debe suministrar beneficios, no importa su felicidad. Importa la venta no el amor, el cual debe ser amordazado. Importa el dinero, como queda patente en el episodio en el que un hombre arroja dinero sobre el que todos se abalanzan ávidos, menos Oharu, lo que llama la atención de ese hombre quien cree que con el dinero se puede conseguir lo que se quiera (hasta que se descubra que es dinero falso). Es un episodio que acontece después de que Oharu, tras una larga búsqueda (entre los requisitos está incluido que carezca de lunares), haya sido elegida para proporcionar un hijo al gobernador Matsudaira, ya que su esposa no está capacitada. Pero posteriormente será alejada, sin que ni siquiera, para frustración del padre, le proporcionen dinero como recompensa. El único concepto que dispone de relevancia es la utilidad, el intercambio de intereses, la conveniencia. Por eso, ya desde un principio, lo que es o representa Oharu está mancillado. De ahí que esas primeras imágenes de aliento espectral transmitan fatalidad. Es un resignado fantasma de cincuenta años que transita por las oscuras calles como prostituta, aunque aún es capaz de reírse de sí misma por el rechazo que suscita, por su edad, en los hombres. La elegancia formal, con esos elaborados movimientos de cámara y planos de larga duración, se conjuga con unas sórdidas turbulencias. Es un proceso de degradación en un ambiente en el que se cuidan las formas (es admirable cómo se detallan los rituales y las formalidades con las que se define el trato social en esos espacios de privilegio social) pero cuya naturaleza es tan falsa como turbia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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26 de julio de 2010
3 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mizoguchi nos muestra la vida de la mujer en el Japón del siglo XVII, y lo hace de forma elegante pero a la vez contundente. Nos describe con una crudeza y realismo sin igual el papel de la mujer en esa época de la historia de Japón. Conjuga momentos de gran belleza con otros terribles, y lo hace de una manera magistral. Una de las grande películas japonesas.
Pablo
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24 de diciembre de 2022
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
395/07(07/12/22) Penetrante melodrama japonés jidaigekii, es una oda al espíritu de la mujer, canto a la tolerancia, al amor y a la dignidad. Canto a su resistencia ante el machismo imperante a lo largo de la historia y que en muchos casos la ha subyugado de modo humillante. Película que he visto con motivo del 70 aniversario de su estreno (17/04/1952), era una mis lagunas fílmicas por las buenas críticas que conlleva la cinta. Film dirigido por Kenji Mizoguchi a partir de un guión de Yoshikata Yoda, basándose en la novela de “Saikaku Ihara” (1686), protagonizada por Kinuyo Tanaka (un año después se convertiría en la primera directora de Japón) como la protagonista Oharu, en una actuación sobresaliente en la forma en que desprende emociones, ello en un arco de desarrollo muy marcado en sus vaivenes de dientes de sierra entre los efímeros momentos de felicidad y las continuas desgracias cual descenso atrompicado al purgatorio, muy expresiva, notamos su evolución en su rostro (ayudada por el maquillaje) y gestualidad. Dando vida a una ex concubina de un daimyō (y madre de un daimyō posterior) lucha por escapar del estigma de haber sido obligada a prostituirse por su padre. Un relato de marcado por la evolución episódica, con continuas y elegantes elipsis (la figuración de un rostro sobre un icono budista, el llanto de un bebé, las sombras de unos amantes, la vista fugaz de un niño que come,…), desde el presente pasamos a lo que será el gran bloque de la historia con un largo flash-back, en la que seguimos la odisea de esta desgraciada mujer, como la vemos ir descendiendo anímica y físicamente.

Ácida crítica al clasismo social, al Imperio feudal japonés que sometía a las mujeres a recipientes bien sea para el placer de los hombres o para procrear, y después de usarlas se abandonan, explotadas de modo vil y nauseabundo, vendidas ("comprada como un pez en una tabla de cortar", dicen en cierto momento), fecundadas, despojadas de ver a sus hijos, son mera mercancía (como lo muestra bien ese asqueroso ‘inspector’ que tiene a una pléyade mujeres que testar para encontrar a la ‘perfecta’ físicamente). Entrando en temas escabrosos marginales propios del género femenino con el tráfico de mujeres, la prostitución, el maltrato machista, la imposición del heteropatriarcado, ello entrelazado a la avaricia egoísta (si es que la hay que no lo sea), la hipocresía religiosa. Consiguiendo conmover en como empatizamos con la sufridora Oharu (hábilmente en su alegoría vemos como Oharu se refleja en una marioneta femenina, manejada por un hombre), presa de unas convenciones sociales medievales que la oprimen y humillan. Claramente el director quiere a través de mostrar el pasado de esta mujer proyectar al presente las aun rémoras en que viven muchas féminas, visión que llama la atención sobre esto desde un enfoque pesimista y desesperanzador.

Todo ello con el singular sello a la hora de filmar del realizador, apoyado en la cinematografía en glorioso b/n de Yoshimi Hirano (“Nendo no omen”), con sus suaves travellings, composición de planos simétricos, con tomas estáticas a nivel de los ojos cuando están sentados en el tatami, con dramáticas profundidades de campo, hermosas tomas generales, sentidos planos-secuencia, con claro sentido pictórico, todo con un objetivo de ser incisivo de modo neurálgico.

La historia comienza en el Japón del siglo XVII, con Oharu (Kinuyo Tanaka) como una anciana en un templo que recuerda los eventos de su vida. Comienza con ella de asistente de la corte imperial en Kyoto, es exiliada al campo con sus padres por el crimen de enamorarse de Katsunosuke (un escaso, pero siempre sólido Toshirô Mifune), cuyo resultado (debido a la diferencia de clases) es su ejecución y el destierro de su familia. Oharu intenta suicidarse, pero falla y es vendida para ser la amante de Lord Matsudaira (Toshiaki Konoe) con la esperanza de que le dé un hijo. Pero la estéril Lady Matsudaira (Hisako Yimane) está celosa de su belleza, y no pasa tiempo antes de que Oharu sea cruelmente devuelta, con un asqueroso estipendio, a sus padres. Su padre ha acumulado una enorme deuda anticipándose al dinero que pensó que recibirían debido al nuevo trabajo de su hija, por lo que ahora debe venderla como geisha en el distrito del placer.

Tiene un bello y lírico inicio con un precioso y cuasi espectral travelling en una noche sombría y lluviosa, vemos a una encorvada anciana (Oharu) caminar por un poblado desierto, moviéndose cual fantasma, vacilar con sus zuecos, una ajada prostituta, trata de esconder las arrugas que exponen su edad avanzada tras sus ropajes. Se une a unos vagabundos alrededor de un fuego que comentan sobre ella y lo que fue, una bella cortesana. Oharu se detiene en un templo repleto de efigies, ella mira una de ellas hasta que se transmuta en el rostro de un hombre, Katsunosuke, sugiriendo los paralelismos entre el amor y la deidificación de este sentimiento. Y con ello se produce el mágico paso al flash-back tres décadas atrás. 1686 (la era Edo), y vemos en Oharu a una bella joven que es una cortesana que cae presa de sus sentimientos de amor, ello en una poética secuencia con Katsunosuke (Toshirô Mifune, escaso pero siempre sólida actuación) en un jardín, amor prohibido para los de su clase. Imágenes como las tumbas una al lado de la otra que se muestran después de que Oharu besa a Katsunosuke presagian el cruel funcionamiento del destino. Conlleva la ejecución letal para él (Fuera de campo la sentencia) y el destierro para ella (esto filmado bellamente en toma ininterrumpida mientras los padres y ella salen de Kioto con la cámara pasando bajo el puente hasta que pasan por la orilla del rio). El dolor de ella reflejado en como recibe la carta de su madre de Katsunosuke, como la cámara respeta su dolor sin entrar a mostrar su rostro sufriente que reposa en la oscuridad…
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
TOM REGAN
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15 de julio de 2018
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Casi nadie como el creador japonés para retratar la crueldad del ser humano. Kenji Mizoguchi vuelve a ahondar en la situación de desigualdad de la mujer en su país, tratada como mero objeto para complacer a los hombres. Si en "La calle de la vergüenza" trataba la prostitución desde dentro, en esta cinta crea un fresco sobre el Japón feudal repleto de diferencias sociales entre las distintas clases.

El personaje central del filme es Oharu, uno de los más conmovedores que haya creado jamás el cineasta nipón, obligada a aceptar las imposiciones de su familia. Como en buena parte de su filmografía, Mizoguchi incide muy especialmente en denunciar la situación de sometimiento de la mujer frente al poder masculino, tanto en el siglo XVII como en los años posteriores a la II Guerra Mundial. En este caso observamos una crítica profunda al sistema familiar japonés, y cómo los padres intentan sacar tajada de su hija sin importarles su felicidad.

El director japonés muestra una visión pesimista de la sociedad, siendo el espectador partícipe de la fatalidad que persigue a la protagonista. Mizoguchi, al contrario que Kurosawa, ortorga a sus cinta una impronta claramente oriental, preciosista y refinada, con una atmósfera mística y lírica que parece casi irreal, como si estuviésemos en un mundo de fantasía.

Otra más de uno de los más grandes directores de todos los tiempos.
Carli
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