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Viaje a Citeria

Drama Un viejo comunista, Spyros regresa a Grecia ya anciano, tras pasar los últimos 32 años en la Unión Soviética. Gracias a un permiso de unos días, el hombre puede volver a su hogar en su país natal. El regreso servirá para desenterrar fantasmas del pasado, y el reencuentro con su familia abrirá también heridas cerradas. (FILMAFFINITY)
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Críticas 6
Críticas ordenadas por utilidad
5 de junio de 2010
24 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la isla griega de Citerea se formó durante la Antigüedad un culto a Afrodita, la diosa del amor. Continuando la tradición, el Occidente Barroco convirtió el ‘Embarque para Citerea’ en un motivo erótico, asociado a la plena expansión amorosa.

Angelopoulos actualiza el tema a una luz tenue (sus películas son fotografiadas siempre en días nubosos), tan política como trágica.
Que una historia de amor continúe cuando el hombre regresa de la URSS, tras más de treinta años de exilio, es una apuesta fuerte. Aunque lo que forzó dicho exilio sigue ahí pese al tiempo transcurrido, el argumento da para poesía profunda, y el film la logra por el camino visual.
En el cine de Angelopoulos todo lo conmovedor es visible. Sobreviviría perfectamente en el mudo. Lo audible (o legible) es muy parco y secundario. Los diálogos están forzadamente reducidos al mínimo, lo que imprime cierto hieratismo, buscado pero no siempre eficaz.

El cineasta griego evita por principio el dinamismo, el énfasis, la estridencia: las parrafadas y los primeros planos. De hecho, no tenemos un primer plano del protagonista hasta pasada hora y media (!), lo que nos hurta información sobre procesos psicológicos que, sin embargo, están en el mismo centro del relato. También influye que el nivel de expresividad del actor que encarna al anciano sea bajo. Igual le pasa al hijo, una presencia inerte que en más de un momento exaspera por su nulidad. Claro que, centrado en la inspiración, Angelopoulos le da al guión una importancia secundaria, como a la dirección de actores. De ello se beneficia lo lírico, y la potencia poética abunda. Hay planos de extraordinaria belleza, que hablan con elocuencia por sí mismos, con independencia de la historia en que se inscriben.
Y hay ese color siempre matizado, terciario, suave hasta el límite; y el idilio con la niebla y lo difuso…

Lo narrativo se resiente y, aunque en el plan del director no sea lo esencial, no debería ser abandonado sin más, como sucede en varios tramos.
El alejamiento brechtiano, adoptado al proponer que el hijo está filmando una película sobre sus padres, queda sólo apuntado, y abre zonas de confusión.
Es difícil dejar en manos de un guionista aspectos tan dependientes de la inspiración de un autor que tiene, como éste, visión tan personal e intransferible, pero lo cierto es que en lo sucesivo prefirió encomendar los papeles importantes a actores carismáticos (Ganz, Mastroianni, Keitel, Josephson), y que esta película habría ganado enormemente con la decisión.

A pesar de estos descuidos del pulso, que aportan algo de lastre y a veces amenazan con desbaratar la película en lagunas y estancamientos, el interés de la bella y conmovedora historia de amor que se dice a través de las imágenes, de tantos planos tan compuestos, pensados y redondos, compensa ampliamente: la retina cinéfila queda halagada y satisfecha.
Archilupo
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10 de septiembre de 2010
24 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un revolucionario griego vuelve a su país tras treinta y dos años de ausencia. Sus hijos van a recogerlo al puerto del Pireo. Penélope le aguarda en el umbral.

¿Qué se dicen?

¿Qué ha sido de la patria y de la casa?

Angelopoulos rueda el regreso de un Ulises demacrado y comunista que ha quedado mudo por el desencanto. La empresa es formidable. La factura abunda en tomas elegantes y cuadros estremecedores, cargados de melancolía. El director empapa las raíces de su obra en la cultura de la vieja Europa y se distancia de la narrativa norteamericana.

Angelopoulos transforma una expresión que hiede a burocracia: “aguas internacionales” en un poema visual, imagen memorable del destierro.

Echo de menos una línea que conduzca a los momentos culminantes. Echo de más la mano del autor diciendo: mira, compañero, te vas a emocionar. El énfasis desluce la poesía.

Angelopoulos deslumbra con su gama de grises. Suprime el horizonte.

La sucesión de planos exquisitos no basta para dar vida al poema, igual que un río no es el inventario de sus gotas. La esencia del poema es su fluir.

La isla es muy hermosa, pero carece de la magia que conduce hasta Citera.
Servadac
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6 de junio de 2010
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para nosotros, que hemos padecido una dictadura, nos resulta fácil comprender el tópico del regreso a casa después de una amnistía, y así lo entendieron en Grecia cuando apareció “El viaje” en el año 1.984.Miles de comunistas habían comenzado a regresar desde el Este y los lugares más remotos de la Unión Soviética, especialmente de Kazakstán y Uzbekistán, cuando se les permitió volver, y muchos fueron los que no soportaron una Grecia que ya no podían reconocer y a la que no se podían adaptar.
El Odiseo Spyros es encarnado por Manos Katrakis, actor famoso por sus representaciones de Hamlet y Edipo Rey en Atenas, estaba muy enfermo al aceptar trabajar con Angelopoulos hasta el punto que falleció prácticamente al terminar el rodaje. Quizás por esta circunstancia las imágenes de éste cuando vuelve a su pueblo al norte de Grecia, en lo que hoy es Macedonia, y se abraza a su amigo Panyiotis, tienen una fuerza poética extraordinaria. El actor viejo y demacrado adquiere en la pantalla un profundo significado y una gran intensidad cuando empieza a bailar y cantar la canción: “cuarenta manzanas rojas”. Su cuerpo lleva todas las huellas del hombre perdido en el exilio, es un Ulises contemporáneo, derrotado como lo está ahora la socialdemocracia en manos de los “mercados internacionales”. Lo que desembarca con Spyros en el puerto de Salónica es seguramente el fracaso de una generación, fracaso que Angelopoulos lo concreta en la ladera de una montaña cuando se va a firmar un “contrato comunitario”, el capitalismo quiere imponer su ley en la montaña. Voula, que tiene el mismo nombre que la niña de “Paisaje en la niebla”, le dice de forma desagradable: “después de treinta y dos años, ¿porqué sigues persiguiendo una sombra? Katerina, a pesar de todo, se queda con él, y juntos van a realizar el viaje a Citera, el lugar de la felicidad. Recomiendo el imprescindible estudio que Horton realiza sobre la obra de Angelopulos y un disco reciente de Eleni Karaindrou titulado “Elegy of the Uprooting”(Elegía del Desarraigo) y desde luego sacar entradas con anticipación cuando vayáis a ver una proyección de Theo, la izquierda está ávida de emociones.
félix alonso
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20 de noviembre de 2007
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Theo Angelopoulos (Atenas, 1935) se instituye como un director con inquietudes muy determinadas, adscritas siempre a la pretensión de enmarcar históricamente el relato cinematográfico. En esta ocasión, con ‘Viaje a Cythera’, el autor griego aborda la primera escala de su ‘Trilogía del silencio’ otorgando el protagonismo a Spyros (Manos Katrakis), un refugiado político que, después de 32 años de exilio en Uzbekistán, tiene la posibilidad de volver a su país; eso sí, con un visado que cuenta con fecha de caducidad. El reencuentro con su familia será especialmente amargo: el germen de un pasado inexistente crece en ambigüedad mientras los personajes se sumergen en una espesa neblina que lo envuelve todo. Spyros personifica la soledad, la melancolía, como valores inherentes a la intransigencia política y a sus secuelas sobre el individuo. El director de los tiempos muertos, del silencio como elemento básico del discurso, compone así un contexto repleto de latente emotividad, siempre con una carga ideológica específica: aquella que se ve determinada por el decadente proceder del comunismo en Europa oriental.
Solal
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10 de abril de 2018
15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Angelopoulos se acerca al cine desde unos planteamientos políticos de izquierdas y se dice habitualmente que marxistas, aunque eso puede ser más discutible, tanto por su vinculación con el mito —escasamente encajable en los esquemas marxistas— como por alejarse de la esencial visión de la historia como desenvolvimiento progresivo de una racionalidad que se manifestaría en la linealidad del progreso. En todo caso, los presupuestos de su primera etapa —con su «trilogía de la historia»— pronto entran en crisis y a partir de «Viaje a Citera» su obra va a tener unas preocupaciones más ontológicas que políticas; las figuras personales, antes subordinadas a su función colectiva, se individualizan, y las estructuras míticas, antes cauce para la lectura de la historia política, serán en lo sucesivo la clave que hace inteligibles las trayectorias personales.

Esta irrupción de la individualidad se realiza, como el título de esta película indica, a través del viaje. El viaje es un símbolo, una metáfora, con variantes diversas: viaje al hogar original perdido, viaje a lo desconocido, viaje a los infiernos, etc., pero cuyo sentido siempre es, en última instancia, la búsqueda de uno mismo. En Angelopoulos, el viaje físico en el espacio se verá siempre acompañado de un viaje en el tiempo por la topografía imaginal de la memoria.

La película nos cuenta la historia de un antiguo militante comunista que tras la guerra civil griega (1946-1949) se ve obligado a exiliarse en la Unión Soviética y, treinta y dos años después, ya anciano, vuelve a Grecia a reunirse con su mujer y sus hijos a los que no había vuelto a ver desde entonces. Hay en la película ecos claros de la «Odisea» —el relato paradigmático de todos los retornos en la literatura occidental—, pero aunque Ulises se reencuentra con su Penélope —Spyros y Caterina, se llaman aquí— el mundo que encuentra el exiliado a su regreso no es el mundo que dejó. En treinta años, las sociedades occidentales han cambiado radicalmente.

A mediados del siglo pasado se produce un fenómeno importante, aunque poco se hable de él: la destrucción de los últimos vestigios de antiguas formas culturales, que, aun mediatizadas por las circunstancias políticas, resultaban decisivas para conferir un sentido a la existencia; en Grecia esas formas, que el desarrollo económico de los años sesenta abolió definitivamente, debieron de tener todavía la impronta de una cierta vivencia cósmica que el cristianismo ortodoxo, a diferencia del romano, había conservado. Piénsese, por ejemplo, en la partición del pan que hace Caterina y que convierte la comida en una liturgia, y, sobre todo, en el sentimiento de autoctonía que Spyros manifiesta y que le enfrenta a la comunidad, para la que la tierra no tiene ya más interés que el comercial. Los antiguos valores han sido sustituidos por un materialismo prosaico e inmediato, por la eficacia y el beneficio, dioses supremos en la religión del mercado. Spyros y Caterina, conciencia de una civilización que ha renunciado a lo que en ella quedaba de propiamente humano, se ven enfrentados a una colectividad que se somete gustosa a las leyes mercantiles. Angelopoulos plantea, pues, una crítica a la modernidad, pero ya no política —como podía haberla propuesto unos años atrás—, sino una crítica «existencial» en la que la melancolía histórica se funde con la nostalgia metafísica para denunciar una sociedad vacía de todo sentido profundo.

La batalla actual de Spyros no es política. Con sus viejos adversarios políticos hubiera podido incluso llegar a entenderse, como sugiere su enfrentamiento con Antonis y su tímido intento de acercamiento mutuo en torno a un cigarrillo. Pero Antonis abandona el pueblo, con su burro cargado con sus pertenencias, entre las que sobresale prominente un televisor, símbolo inequívoco de lo que realmente los separa y de su ya imposible reconciliación. En realidad, el adversario de Spyros ya no son unos seres humanos de distinta orientación ideológica, sino la comunidad uniformizada y despersonalizada por el consumo: el «pueblo», habría dicho Angelopoulos —según la retórica al uso— unos pocos años atrás, ficticia entelequia manejada por políticos de toda condición, al que el marxismo atribuyó el papel de guía revolucionario de la historia, y ahora defensor celoso del sistema. «Venderían el cielo si pudieran», dice Panayotis a su amigo en el cementerio, el primer lugar que Spyros ha ido a visitar en homenaje a la memoria que proporciona identidad al ser humano. Desde ahí, Spyros y Panayotis, observan la llegada de ese «pueblo», acercándose lenta y pesadamente, tan siniestro y amenazador como un ejército en marcha. Esa escena por sí sola marca toda la distancia que nos separa de la «trilogía de la historia».

Angelopoulos, a su manera, nunca dejó de ser de izquierdas, pero a partir de «Viaje a Citera» lo que le interesa no son las estructuras políticas, sino la recuperación del sentido de la existencia, tan desdeñado desde la izquierda como desde la derecha, tan ignorado por el poder político como por el ciudadano común. El desencanto experimentado con respecto al proyecto de transformación social se extiende también al terreno de la realización individual: si el conflicto se plantea en el ámbito de lo exterior, las posibilidades de triunfo por parte del individuo en su lucha contra el sistema son sencillamente nulas. Angelopoulos lo constata, y por eso algunos etiquetan esta película de «pesimista»; con razón, a condición de entender el pesimismo como la conciencia clara del desastre.

La historia de Spyros se plantea como una película dentro de otra: la que su hijo Alexander, cineasta, se dispone a rodar sobre el regreso de su padre. La separación entre ambas es tenue. No es, por otra parte, la película rodada por Alexander lo que fundamentalmente vemos, sino, más bien, la película imaginada por él a partir de su visión de un anciano que encuentra casualmente por la calle.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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