Pocas cosas predisponen tanto en contra de una cinta con no demasiadas buenas críticas como el rodaje de una videollamada. Si se le suma, además, el hecho de que el protagonista encuentra sin mayor problema y a simple vista una muñeca supuestamente escondida un siglo y medio atrás, como poco, el todo, nada más comenzar, se desmorona. Pero, siempre sedientos de historias de misterio religiosas, máxime si se ambientan en la muy literaria y brumosa Massachusetts, aceptamos pulpo como animal de compañía.
Porque debe de ser complicado adaptar para el Cine una trama novelada de terror sobrenatural con serecillos voladores, olvidamos, también, el horror de los efectos especiales y la paulatina conversión de Jeffrey Dean Morgan en un periodista templario. Y, ya puestos, pasamos por alto a la vez las disparatadas peripecias de la ceremonia final junto al roble blanco de Minas Tirith y bajo techado. Sin embargo, bajo ningún concepto, ni ahora ni en ningún momento por los siglos de los siglos, debe perdonarse que hayan convertido en un obispo fantoche al maravilloso, imperecedero e imprescindible Pirata Roberts.
Hasta ahí podíamos llegar.