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Voto de Sergio Berbel:
10
Drama. Romance Una joven pareja, tras la muerte de su hijo, lucha por mantener su relación. Este inmenso dolor los ha fracturado como pareja y a pesar de lo mucho que se quieren, no pueden sobreponerse a la inmensa pérdida. Asistimos a la sutil construcción de sus nuevas vidas, y observamos sus movimientos por olvidar lo que fueron como pareja. Pero la posibilidad de un nuevo reencuentro aparece y ellos saben que esa decisión podrá cambiar el sentido ... [+]
24 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El lenguaje, que cree tener palabras para expresarlo todo con la arrogancia que caracteriza a todo sistema aparentemente cerrado, carece de un término concreto para definir a los padres a los que se les muere un hijo. Al contrario existe en todas las lenguas, como el concepto huérfano en castellano, pero en este sentido no. Esa conceptualización de una palabra que no existe la lleva a cabo de forma magistral el chileno Matías Bize en esa pequeña y modesta obra maestra titulada “La memoria del agua”, más genial cuanto más modesta se nos ofrece ante nuestros atónitos ojos, y más grande conforme más le pasa el tiempo. Esta película, junto con la belga “Alabama Monroe” de Felix Van Groeningen, son capitales para entender qué ocurre una pareja cuando pierde a un hijo.

A Matías Bize hay que seguirlo de cerca para siempre, pero ha logrado sublimar su cine en esta joya para la historia del Séptimo Arte. Todo es sutil, susurrado, jamás cae en el precipicio del dramón fácil, jamás se muestra sensiblero ni explicativo, no hay lágrimas facilonas a golpe de música como si de un telefilm de sobremesa se tratase. Todo lo contrario. Poco a poco, el inteligente espectador de Bize, impelido por un guión que va dosificando la información con cuentagotas para que la historia vaya calando aún más y no como mero artificio, va armando el puzzle de lo que ha pasado, cómo y por qué, y de las consecuencias arrasadoras de todo ello para los protagonistas y para su relación.

Como dice una Elena Anaya estratosférica, no pueden ser felices después de lo ocurrido porque, de lo contrario, sería como si su hijo nunca hubiera existido. Un desgarro interior que destroza la relación, a ellos y a todo lo que les rodea.

Y, de camino, la sabiduría de Bize nos empuja a observar en primer plano el abismo de la destrucción de una pareja por el dolor y de la imposibilidad de rehabilitarse después de que la catástrofe se cebe en con ellos. No hay respiro ni posibilidad de esperanza en la pareja protagonista, arrasada por la muerte de su hijo de 4 años. Y no hay nada ni nadie que logre salvar eso, ni tan siquiera ellos mismos. La pareja se va consumiendo ante nuestros ojos, como ocurre en la también colosal “El incendio”, del argentino Juan Schnitman

La genialidad de Matías Bize, eso sí, no se sostendría con credibilidad si no fuese por la lección magistral interpretativa, siempre dejando traslucir y nunca sobrepasando la línea de lo melodramático, de una genial Elena Anaya en estado de gracia y de madurez actoral y de un soberbio Benjamín Vicuña dándole la réplica. Ellos son fundamentales, puesto que la película está rodada en primeros planos casi en sesión continua, centrándose en los rostros de sus actores, para que no se nos escape nada. Ellos sostienen el peso de esta colosal función.

Todo encaja en este puzle de sentimientos arrasados que tiene un hueco necesario en el corazón de todo cinéfilo que se acerque al mismo, gracias a una música ciertamente emocionante de Diego Fontecilla y una dirección de fotografía exquisita de Arnaldo Rodríguez.
Sergio Berbel
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