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Voto de Sergio Berbel:
10
Drama. Intriga Al poco tiempo de perder a su esposa Rebeca, el aristócrata inglés Maxim De Winter conoce en Montecarlo a una joven humilde, dama de compañía de una señora americana. De Winter y la joven se casan y se van a vivir a Inglaterra, a la mansión de Manderley, residencia habitual de Maxim. La nueva señora De Winter se da cuenta muy pronto de que todo allí está impregnado del recuerdo de Rebeca. (FILMAFFINITY)
10 de abril de 2024
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bien sea por la calidad literaria de la propuesta novelística de Daphne Du Maurier o bien por la inmortal traslación cinematográfica de manera casi literal que de la misma hizo Alfred Hitchcock (a pesar de algunas puritanas licencias respecto al original), lo cierto es que “Rebeca” ha marcado nuestras vidas desde la infancia. Tanto el texto del que procede como el film que supuso la primera película norteamericana de Hitchcock y su primigenia obra maestra universal, principian con aquella fascinante e inmortal frase que todos somos capaces de reproducir de memoria: “Anoche soñé que regresaba a Manderley”.

Al igual que Daphne Du Maurier supo, a lo largo del siglo XX, hacer confluir a crítica y público con su literatura, el mago del suspense lo logró en la misma o superior dimensión en el Séptimo Arte con esta sublime carta de presentación ante la industria norteamericana, utilizando ambos para ello el formato de intriga para diseccionar la condición humana y sus oscuros recovecos.

Pero el gran mérito de esta obra magna literario-cinematográfica gótica es haber convertido a una casa, Manderley, en su gran protagonista y a una mujer fallecida, Rebeca, en la sombra amenazante que no se puede combatir porque no existe. Tanta es su importancia que deja sin nombre a su mujer protagonista, que permanece anónima ante la sombra amenazante de la fallecida.

Sobre ambos oscuros pilares, se nos relata la historia de una joven (interpretada con la belleza y profesionalidad que sólo Joan Fontaine podría haber sostenido a semejante nivel) que se enamora de un rico viudo (espléndido Laurence Olivier) con el que contrae matrimonio y se va a vivir a su mansión soñada desde la infancia, Manderley. Pero allí su cándido espíritu será atacado sin piedad por una casa inmensa que se traga su autoestima y por el ama de llaves, terrorífica Señora Danvers (icónica interpretación para la historia del cine de Judith Anderson), antagonista por excelencia que vive por y para la memoria de su ama, Rebeca De Winter, la anterior esposa del propietario de Manderley, fallecida en un extraño accidente de navegación.

La nueva Señora De Winter intenta escapar a una realidad que la fagocita y le hacen casi imposible sobrevivir a un territorio tan abiertamente hostil. Pero todo se complicará aún más y entonces sólo tendrá dos opciones: madurar o morir en el intento. Esa narración iniciática hacia la fase adulta es descrita con la elegancia hitchcockniana característica de una forma tan sutil como cruda, utilizando para ello todos los resortes propios del cine gótico clásico que el genio británico supo combinar como nadie.

Sobre la perfección de semejante edificio fílmico, sobresalen dos talentos portentosos e insuperables: el clasicismo ortodoxo de la elegantísima puesta en escena y en movimientos de cámara de Alfred Hitchcock y la interpretación antológica de Joan Fontaine. Ante ellos dos, todo lo demás languidece. Porque la cámara, casi siempre en movimiento, de Hitchcock y el rostro de Joan Fontaine lo presiden y lo monopolizan todo. Absolutamente sublimes, incluso eclipsan la partitura de Franz Waxman y la bellísima fotografía en blanco y negro de George Barnes, que se alzó justamente con el Oscar en la edición de 1940, al igual que obtuvo la cinta el de Mejor Película.
Sergio Berbel
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