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Reino Unido Reino Unido · Birmingham
Voto de Peaky Boy:
7
Drama Basada en la vida real de Ron Woodroof, un cowboy de rodeo texano, drogadicto y mujeriego, al que en 1986 le diagnosticaron SIDA y le pronosticaron un mes de vida. Empezó entonces a tomar AZT, el único medicamento disponible en aquella época para luchar contra tan terrible enfermedad. (FILMAFFINITY)
6 de marzo de 2014
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Negación; primera de las cinco etapas del duelo descritas por la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross. Esa negación se puede expresar con mayor o menor convicción dependiendo del grado de conocimiento que se tenga respecto de la funesta noticia recibida. Para alguien como Ron Woodroof, un cowboy mujeriego de Texas, es completamente imposible que pueda haber contraído sida, sobre todo teniendo en cuenta que le fue diagnosticado en los 80, cuando la enfermedad estaba recién descubierta y significaba, no sólo sentencia de muerte, sino también, en el rural y retrógrado escenario de Dallas, estigmatización y ostracismo por estar asociada con la homosexualidad. Y Ron es uno de esos machos que no dudarían en ponerse a mugir ante acusaciones como la del sargento Hartman en La chaqueta metálica, 1987: “En Texas sólo hay vacas y maricones recluta Cowboy, y tú no te pareces mucho a una vaca. Así que eso reduce bastante las posibilidades”. Pero por muy seguro que esté de su virilidad, cuando un médico le dice que le quedan 30 días para poner en orden sus asuntos, una pequeña luz de alerta se enciende en el protagonista y lo lleva a leer una cláusula del contrato de vida que no conocía, una forma de contagio de la que no le habían avisado y que afecta a heterosexuales, en ese momento, un flashback lo suficientemente nítido como para despertar una duda razonable le viene a la cabeza, entrando de golpe en la siguiente etapa.

Ira; una de las constantes en el cine de Jean-Marc Vallée, un director que ha puesto a prueba, durante los últimos años, los límites del comportamiento humano en situaciones extremas. Desde las vicisitudes políticas ocurridas en uno de los episodios más delicados de la historia real inglesa, con su cinta La reina Victoria, 2009, hasta uno de sus dramas más íntimos: Café de Flore, 2011, donde ese sentimiento colérico viene precedido de la discriminación, el despecho o la incomprensión. Con Dallas Buyers Club, el director explora abiertamente esa necesidad inherente al ser humano, ya no de supervivencia como podría parecer, sino de sentirse vivo, buscando recuperar aquello que le ha sido arrebatado, en este caso la normalidad de su vida: su trabajo, sus amigos y sus aficiones. Sin embargo, al verse incapaz de volver a su la rutina, el protagonista buscará desesperadamente la forma de darle a su sistema inmunológico la dosis vital que cree necesitar, mediante el consumo de cocaína y alcohol mezclados con AZT, un antiviral no aprobado todavía para el tratamiento de la enfermedad. Pero semejante cóctel no hará sino empeorar la salud mientras aumentan la frustración y la ira al verse nuevamente en el hospital donde, ineludiblemente, habrá de prepararse para afrontar la siguiente fase.

Negociación; la clave de toda la película. Mientras Woodroof negocia por todos medios para conseguir unos instantes más de vida, Matthew McConaughey, el actor que lo interpreta, trata de ganarse una empatía con el espectador que, en principio, permanece interesado pero distante. Para ello jugará astutamente con su apariencia física, una evolución tan asombrosa como la lograda por su compañero de cartel, Jared Leto: que se convierte en un guapísimo transexual capaz de ablandar el duro temperamento del tosco vaquero, en una transformación que nos recuerda a la conseguida por Gael García Bernal en La mala educación, 2004. Volviendo a McConaughey, una de las apuestas principales para el Oscar a mejor actor, es de destacar el sensacional trabajo que realiza dando vida a un personaje completamente extenuado, al borde de la muerte y que pierde la conciencia cada vez que su organismo gasta un poco más de energía de la estrictamente necesaria pero, por otro lado, con la tremenda tenacidad y fuerza de voluntad de un hombre que luchó contra la corrupción farmacéutica en esta historia real sobre la capacidad de superación de un enfermo al que pronosticaron 30 días de vida, y tres años después se encontraba mejor que nunca; ¿milagro o simple incompetencia médica? Para ello tuvo que traficar con medicinas experimentales, descubiertas a través de un doctor sin licencia que le abrió los ojos a la cruda realidad y le mostró que su mayor enemigo no era el virus, sino la propia ley que le impedía combatirlo en igualdad de condiciones. Así es como el protagonista se embarca en una batalla legal tan desesperanzadora que le hace caer de lleno en la siguiente etapa.

Depresión; aquí es donde nos metemos realmente en la piel de Woolroof, cuando la injusticia le impida levantarse y completar ese cambio que inició tratando de buscar una mejor salud, y terminó buscando ser una mejor persona. El ritmo narrativo ejercido por el director es inmejorable, no sólo por el genial uso de la elipsis, que enfatiza perfectamente los diferentes pasos de esta evolución, sino también por la sensacional banda sonora seleccionada que, al igual que en su filme C.R.A.Z.Y., 2005, (donde varias décadas de la vida de un homosexual fueron genialmente sintetizadas en dos horas de metraje a ritmo de Pink Floyd), acompañará sutilmente la metamorfosis del extravagante cowboy. Ese desarrollo es lo que interesa a Yves Bélanger, el director de fotografía, que mantiene su cámara alejada de la frivolidad y el morbo, mostrando la valentía necesaria para asumir que la historia es lo suficientemente poderosa como para no necesitar de trucos demagógicos externos. El resultado es una armonía conjunta tal, que propiciará una transición sin ninguna brusquedad hacia la fase final.

Termino en spoiler por espacio
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Peaky Boy
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