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Reino Unido Reino Unido · Birmingham
Voto de Peaky Boy:
9
Drama Rusty James (Matt Dillon) es un joven que sueña con volver a los tiempos de las pandillas juveniles para emular a su hermano mayor (Mickey Rourke), que en su día fue líder de una de ellas y que arrastra una reputación de rebelde e intocable como "el chico de la moto". Pero ahora su hermano ya no está, pues hace dos meses que se marchó, y a Rusty le han citado para una pelea. (FILMAFFINITY)
10 de noviembre de 2013
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La niebla cubre a gran velocidad las calles de Tulsa, el sol se ha escondido de improviso, asustado por el ambiente enrarecido que se respira en la gran urbe privándonos de la belleza del crepúsculo. Decenas de jóvenes se preparan para hacer su aparición en el fantasmagórico escenario callejero que la noche ha preparado para ellos, un aura de confusión se apodera de la ciudad mientras surgen los primeros rumores, él ha vuelto. Pintadas en las paredes, leyendas urbanas que han ido extendiéndose de boca en boca creando la, ya legendaria, imagen del más temido pandillero que jamás ha existido, El chico de la moto. Un rugido estremecedor confirma lo que todo el mundo temía, una silueta motorizada se desplaza de un lado para otro sobrecogiendo a los miembros de la banda rival que en ese momento tenían todas las de ganar en una pelea contra Rusty James, el hermano menor del misterioso ídolo y quien, pese a estar herido, sabe que ahora es invencible. El agresor, desconcertado, instintivamente retrocede pero sin apenas darse cuenta se ve atacado de súbito por una enorme motocicleta que ha aparecido de la nada. Todo ha terminado por esta noche.
De esta manera, Francis Ford Coppola presentaba a uno de los más recónditos personajes de toda su carrera, un recurso que ya había utilizado en otra de sus obras para la genial aparición del Coronel Walter E. Kurtz, interpretado por el Marlon Brando más esotérico que jamás hemos visto en Apocalypse Now, 1979. Sin embargo, ese halo de desconcierto y tenebrosidad creado por el director no desaparecería en toda la película, consiguiendo así una sublime ambientación poética que no volvió a repetirse en ninguna de sus posteriores obras.
Una vez ha hecho su aparición, le sucede lo que a la mayoría de estas leyendas, que la idealización que se había creado sobre su persona, supera a la realidad, estableciendo una decepción notable y convirtiendo a la vieja gloria en una figura patética, obsoleta.
En 1983, Francis Ford Coppola adaptó para la gran pantalla dos novelas de la escritora Susan Hinton. La primera fue Rebeldes, una película interesante pero que no llama especialmente la atención dentro del género de los dramas juveniles. Cinco meses después le toco el turno a La Ley de la Calle, la obra que realmente interesaba a Coppola y a la que puso verdadera dedicación, ¡y vaya si se notó en el resultado!
Una gran carga onírica, llena de objetos metafóricos, inunda este ejercicio de arte y ensayo con el que el realizador homenajea de forma muy personal a su hermano mayor, como puede leerse en los créditos una vez finalizado el metraje, y con el que firma uno de sus trabajos más experimentales y alejados del mainstream. El cine del director, tanto en los más destacables éxitos como en sus grandes fracasos, se caracterizó por unos recursos muy representativos que hacen todas sus creaciones fácilmente distinguibles. Irregularidades en la trama, excesos tras la cámara que convierten sus delirios en secuencias altamente disfrutables. En general, toda su obra estaría marcada por esas deliciosas perfectas imperfecciones, todas a excepción de dos, dos obras que lo llevaron de inmediato a una especie de Olimpo para artistas donde se encontrarían aquellos que, como Cervantes, Beethoven o Da Vinci, han cambiado la historia de la humanidad con alguna de sus creaciones, nos referimos, claro está, a El Padrino y El Padrino II.
Historia de dos hermanos, dos rebeldes sin causa que miran atrás con añoranza recordando los tiempos en los que la competencia en cuanto al control de la calle era inexistente, y que ahora intentan huir de su pasado a toda costa. Dos peces luchadores (Rumble Fish, es el título original de la película) que han de vivir por separado en cautividad para evitar que se maten el uno al otro, su agresividad es tal que les lleva a atacar su propio reflejo en el cristal de esa pecera, y cuya única posibilidad de vivir juntos es la libertad. Y aquí es donde aparece uno de los elementos más destacables de la simbología empleada por Coppola, la personificación metafórica de ese pez luchador en la figura de Rusty James, contemplando su reflejo en el cristal de un coche y atacándolo por no poder soportar su cautiverio.
El paso del tiempo es uno de los elementos fundamentales de la cinta, como si ese tiempo avanzara con un único y devastador objetivo. Las imágenes de relojes no dejan de aparecer en pantalla como si cada segundo dirigiera a nuestros protagonistas a un desastroso e inevitable final. El constante sonido del segundero de un reloj y diálogos explícitos sobre la fugacidad de la vida, como el que se lleva a cabo en el cameo del icónico Tom Waits, intensifican esa asfixiante sensación de falta de tiempo sin ningún motivo aparente.
Muy buena la actuación de Matt Dillon como Rusty James, y deslumbrante el trabajo de Mickey Rourke dando vida al Chico de la Moto en una de las interpretaciones más poderosas de su carrera. Entre los secundarios destacamos a Diane Lane y Dennis Hopper, y como curiosidad, podemos resaltar que La Ley de la Calle supuso la primera de tres colaboraciones del sobrino de Coppola, Nicolas Cage, con su tío predilecto, actuando posteriormente en Cotton Club, 1984 y Peggy Sue se casó, 1986.
La fantasmagórica y poética ambientación de la que hablábamos al comienzo de la reseña no hubiera sido posible sin la magnífica fotografía de Stephen H.Burum, que consiguió retratar muy acertadamente aquella escena ochentera de pelos largos y chupas de cuero con un toque retro derivado de la utilización de un blanco y negro muy sugerente y transgresor, que supuso la incomprensión del público que ya estaba demasiado acostumbrado al color, y que originó un estrepitoso fracaso de taquilla que condenó al realizador al final de la libertad artística de la que había gozado en el rodaje de sus películas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Peaky Boy
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