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Voto de Tiggy:
8
7,8
3.153
Drama
Shubei Hirayama es un viudo que vive con una hija de veinticuatro años. Sintiéndose viejo y acabado, se da cuenta de lo injusto que es que la joven viva única y exclusivamente para cuidarlo y decide casarla. Aunque ella se resiste a abandonarlo, al final acabará haciéndolo. Entonces Shubei buscará en el licor del sake el refugio de la soledad, el consuelo a la angustia. (FILMAFFINITY)
22 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El vacío que sentía Yasujirō Ozu y sus conciudadanos por los estragos que supuso la guerra en su desconsolado Japón natal, con una ciudadanía al pie del cañón arropada de alcohol y soledad, de existencialismo costumbrista, de un intento por salir adelante cueste lo que cueste, a golpe de perseverancia y tradición. Es un tema que precisa un conocimiento humano crítico y conciso, y era algo para lo que Ozu estaba hecho y retrata en gran parte de su extensa filmografía, incluyendo, por supuesto, El sabor del sake. Descomponiendo la familia tradicional japonesa, Ozu nos coloca como compañeros de las alegrías y preocupaciones de un viudo anciano que, entre copa y copa, accede a tomar la soledad a cambio de la felicidad próspera de su hija, una mujer de 24 años absolutamente comprometida con la comodidad para su progenitor y hermanos.
Desde el estudio Shochiku, desde donde comenzó a trabajar a los veinte años y realizó gran parte de sus películas, el maestro nipón se despide de él con esta película que alberga esbozos de autobiografía en lo referente, o despedida, anticipando su muerte acaecida en 1963. El consumo de tabaco y, más importante, el alcoholismo que arrastraba el director se plasma con ese sentimiento de soledad y vacío que sentía en vida, retratando lo cotidiano con un tono bellamente pesimista. De ahí que en su tumba solo se pueda leer la inscripción '無', literalmente vacío, pero el vacío como factor íntegro que armoniza la naturaleza. Ese sentimiento se ve perfectamente retratado en Shuhei Hirayama, interpretado por su legendario actor fetiche Chishū Ryū, que ya hizo las delicias en la aclamada Cuentos de Tokio (1953). Ozu ha transmitido el costumbrismo social donde los silencios entre líneas, el estatismo contenedor de alboroto tanto físico como psicológico y, la cámara situada siempre a un metro de altura de sus personajes, sin movimientos, creando un clima íntimo como es el seno de una familia, el trabajo de una persona y la tradición patria, siempre con el ojo situado en el medio natural y urbanístico, fundiéndose con una sutilidad imperecedera.
El sabor del sake es el gran drama de la soledad, o, peor aún, sentirse solo aún en compañía, utilizando el alcohol como elemento vigoroso más que como alivio momentáneo, ayudando a Shuhei a la toma de decisiones sensatas en compañía de los suyos. Aún con un tono tan apagado, Ozu consigue crear momentos humorísticos encubiertos de tragedia, usando la complicidad como disuasorio de los problemas, y recurriendo a personajes cómicos incrustados en el argumento de una manera tan humana como aterradora. Con ello me refiero al entrañable personaje de Eijirō Tōno: Sakuma 'Calabaza', cuya visión recuerda por lo pintoresco a los afables ancianos que construía Luis García Berlanga en muchas de sus obras. La búsqueda del amor va a funcionar como ruidoso motor de esta gran obra, usando principalmente los personajes femeninos como sustento, concentrándose en Michiko Hirayama (Shima Iwashita). Los resquicios históricos de la Segunda Guerra Mundial se van a utilizar, o bien como hilos conductores para la introducción de nuevos personajes, o para criticar el agridulce estancamiento de la sociedad japonesa en la derrota. Las escenas muestras son, naturalmente, las producidas en el bar suburbial Torys, donde Shuhei va para pensar en compaña.
El impecable guión del mismo director y su mayor colaborador, su compañero Kogo Noda posee una estructura impecable de episodios cíclicos, creando siempre nudos muy parecidos cimentados en el puro diálogo de camaradería entre Shuhei y los diferentes personajes que entablan conversación con él al ritmo de conceder diferentes visiones de la sociedad, convenciéndolo poco a poco, y diluyendo cada vez más el conflicto interno del protagonista. Personajes como Calabaza, Shuzo Kawai (Nobuo Nakamura) o Yutaka Miura (Teruo Yoshida) agilizan el proceso mental del protagonista, creando un entorno de conchabanza y fidelidad óptimas para el desarrollo emocional del personaje, por el que Ozu recorre todas las cámaras mentales como una hormiga en un hormiguero, y nos lo muestra translúcido, enseñando una tímida forja de decisión como si nos contara un secreto. La narración pausada pero marchante se regocija en momentos de informalidad que amenizan el viaje decisivo de Shuhei sobre si normalizar su soledad o darle las alas a su hija para que encuentre la felicidad, utilizando la habitual informalidad entre colegas que adoptan de cuando en cuando los personajes, utilizando bromas o personas estrafalarias, como el propio Calabaza o Yoshitaro Sakamoto, interpretado por un enorme Daisuke Katō.
La técnica de Ozu, de una sobriedad hipnótica, se basa en crear la atmósfera óptima para el desarrollo de los diálogos. Planos estáticos con contraplanos frontales medios, siempre a la altura de los ojos de sus actores, incluyéndonos de alguna manera en las conversaciones. Algunos contrapicados muy delicados también van a estar presentes a la hora de observar, aspecto imprescindible para la comprensión del contexto, el espacio a través de personajes que no tienen importancia para el relato, pero sí para la descripción de la sociedad japonesa. La concepción urbana con planos largos que siguen el mismo esquema que los anteriores a los que recurre el director para mostrar, gracias a una fotografía espléndida de Yuuharu Atsuta, las calles de bares alternando con primeros planos de los carteles brillantes, tan característicos de la forma de vida japonesa y de su Tokio natal. También la sensación de profundidad con esas calles vacías sobre las que se desplazan sus personajes, situándonos en un espacio concreto gracias al cual es innecesario mostrar el recorrido.
Espléndida obra del genio nipón que muestra sus rasgos favoritos acerca de lo humano y lo social, acomodado en la familia ya que, para Yasujirō Ozu, mirar una familia es como tener una pequeña concepción de toda la humanidad. (8.5).
Desde el estudio Shochiku, desde donde comenzó a trabajar a los veinte años y realizó gran parte de sus películas, el maestro nipón se despide de él con esta película que alberga esbozos de autobiografía en lo referente, o despedida, anticipando su muerte acaecida en 1963. El consumo de tabaco y, más importante, el alcoholismo que arrastraba el director se plasma con ese sentimiento de soledad y vacío que sentía en vida, retratando lo cotidiano con un tono bellamente pesimista. De ahí que en su tumba solo se pueda leer la inscripción '無', literalmente vacío, pero el vacío como factor íntegro que armoniza la naturaleza. Ese sentimiento se ve perfectamente retratado en Shuhei Hirayama, interpretado por su legendario actor fetiche Chishū Ryū, que ya hizo las delicias en la aclamada Cuentos de Tokio (1953). Ozu ha transmitido el costumbrismo social donde los silencios entre líneas, el estatismo contenedor de alboroto tanto físico como psicológico y, la cámara situada siempre a un metro de altura de sus personajes, sin movimientos, creando un clima íntimo como es el seno de una familia, el trabajo de una persona y la tradición patria, siempre con el ojo situado en el medio natural y urbanístico, fundiéndose con una sutilidad imperecedera.
El sabor del sake es el gran drama de la soledad, o, peor aún, sentirse solo aún en compañía, utilizando el alcohol como elemento vigoroso más que como alivio momentáneo, ayudando a Shuhei a la toma de decisiones sensatas en compañía de los suyos. Aún con un tono tan apagado, Ozu consigue crear momentos humorísticos encubiertos de tragedia, usando la complicidad como disuasorio de los problemas, y recurriendo a personajes cómicos incrustados en el argumento de una manera tan humana como aterradora. Con ello me refiero al entrañable personaje de Eijirō Tōno: Sakuma 'Calabaza', cuya visión recuerda por lo pintoresco a los afables ancianos que construía Luis García Berlanga en muchas de sus obras. La búsqueda del amor va a funcionar como ruidoso motor de esta gran obra, usando principalmente los personajes femeninos como sustento, concentrándose en Michiko Hirayama (Shima Iwashita). Los resquicios históricos de la Segunda Guerra Mundial se van a utilizar, o bien como hilos conductores para la introducción de nuevos personajes, o para criticar el agridulce estancamiento de la sociedad japonesa en la derrota. Las escenas muestras son, naturalmente, las producidas en el bar suburbial Torys, donde Shuhei va para pensar en compaña.
El impecable guión del mismo director y su mayor colaborador, su compañero Kogo Noda posee una estructura impecable de episodios cíclicos, creando siempre nudos muy parecidos cimentados en el puro diálogo de camaradería entre Shuhei y los diferentes personajes que entablan conversación con él al ritmo de conceder diferentes visiones de la sociedad, convenciéndolo poco a poco, y diluyendo cada vez más el conflicto interno del protagonista. Personajes como Calabaza, Shuzo Kawai (Nobuo Nakamura) o Yutaka Miura (Teruo Yoshida) agilizan el proceso mental del protagonista, creando un entorno de conchabanza y fidelidad óptimas para el desarrollo emocional del personaje, por el que Ozu recorre todas las cámaras mentales como una hormiga en un hormiguero, y nos lo muestra translúcido, enseñando una tímida forja de decisión como si nos contara un secreto. La narración pausada pero marchante se regocija en momentos de informalidad que amenizan el viaje decisivo de Shuhei sobre si normalizar su soledad o darle las alas a su hija para que encuentre la felicidad, utilizando la habitual informalidad entre colegas que adoptan de cuando en cuando los personajes, utilizando bromas o personas estrafalarias, como el propio Calabaza o Yoshitaro Sakamoto, interpretado por un enorme Daisuke Katō.
La técnica de Ozu, de una sobriedad hipnótica, se basa en crear la atmósfera óptima para el desarrollo de los diálogos. Planos estáticos con contraplanos frontales medios, siempre a la altura de los ojos de sus actores, incluyéndonos de alguna manera en las conversaciones. Algunos contrapicados muy delicados también van a estar presentes a la hora de observar, aspecto imprescindible para la comprensión del contexto, el espacio a través de personajes que no tienen importancia para el relato, pero sí para la descripción de la sociedad japonesa. La concepción urbana con planos largos que siguen el mismo esquema que los anteriores a los que recurre el director para mostrar, gracias a una fotografía espléndida de Yuuharu Atsuta, las calles de bares alternando con primeros planos de los carteles brillantes, tan característicos de la forma de vida japonesa y de su Tokio natal. También la sensación de profundidad con esas calles vacías sobre las que se desplazan sus personajes, situándonos en un espacio concreto gracias al cual es innecesario mostrar el recorrido.
Espléndida obra del genio nipón que muestra sus rasgos favoritos acerca de lo humano y lo social, acomodado en la familia ya que, para Yasujirō Ozu, mirar una familia es como tener una pequeña concepción de toda la humanidad. (8.5).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Muchos encasillan esta obra en el subgénero de alcoholismo, pero es un error por la ausencia de importancia que tiene la ebriedad en el argumento, al contrario, es una excusa de lucidez para los personajes y que fluya con espontaneidad e intimismo tanto las relaciones interpersonales como el mensaje, basándose en algo tan natural como quedadas entre amigos o familiares, donde se nos coloca como uno más, siempre a la altura de los actores, integrándonos en la chanza, invitándonos a beber con ellos. El tiempo, como misterio fugaz, va a tener mucha importancia estando presente en las horas que pasa Shuhei antes de volver a casa, en un reloj de pared sin cuerda en el hogar de Akiko (Mariko Okada) y Koichi Hirayama (Keiji Sada) o en un triste calendario a espaldas de los clientes del bar Torys. La volatilidad de las horas, los días y los meses a la que no damos importancia pero a la que llamamos 'vivir', dándole la espalda como al calendario, olvidándonos como el reloj, o llegando tarde a casa.
El elenco está absolutamente de lujo, donde Chishū Ryū soporta todo el argumento dejándolo fluir por sus pegadas carnes limpio y sereno, encarnando el discernimiento que arrastra desde el planteamiento su personaje a golpe seco de licor y vaivenes emocionales. Salvando las distancias, recuerda al legendario Takashi Shimura es Vivir (Ikiru) (Akira Kurosawa, 1952). Un ejemplo de armonía y templanza interpretativa.
El elenco está absolutamente de lujo, donde Chishū Ryū soporta todo el argumento dejándolo fluir por sus pegadas carnes limpio y sereno, encarnando el discernimiento que arrastra desde el planteamiento su personaje a golpe seco de licor y vaivenes emocionales. Salvando las distancias, recuerda al legendario Takashi Shimura es Vivir (Ikiru) (Akira Kurosawa, 1952). Un ejemplo de armonía y templanza interpretativa.