A lo largo de la década en que se rodó IKIRU (1952), el cine que nos llegaba de Hollywood, se gestionaba desde emociones primarias, radicales y a la vez muy alejadas de lo que sucedía en la calle. Era el momento... el tiempo. Se buscaba en las salas de cine, el entretenimiento fácil, muy simple; todos los géneros, solo en contadas ocasiones ahondaban en el trasfondo real de las propias historias, escasamente comprometidas con las vivencias circunstanciales de la época.

Akira Kurosawa, rodó IRIKU, con la desesperanza en el centro de la narrativa, rodeando a sus personajes de una cotidianidad marcada por la escasez de conflicto. La oferta que el director hace a sus espectadores, se entrega desde un novedoso lenguaje cinematográfico, creativo y subyugante
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Ciertas escenas, me sorprendieron por la audacia en el tratamiento que el director hace de ellas, al gestionar pasajes, casi imposibles, contagiados de esa pesadumbre dura, sin conclusión, ante el fatal desenlace que se intuye próximo.

He de admitir que también logra una toma de distancia (al menos a mi me sucedió) pues la aventura en la que trasciende el protagonista, se resuelve de manera extraña, compleja; con los actores, en algún momento sobreactuados, pese a la propia parsimonia que Kurosawa supo imprimir al film.

Una película diferente, de un director que siempre se distinguió por su creatividad marginal, respetada y admirada por un mundo que se hallaba muy alejado de ese universo propio del director nipón.