París, esa gran ciudad que al igual que Londres o Barcelona han cautivado a Allen es en esta ocasión el marco en el que se representa la nueva obra del neoyorquino. Ciudad que tiene gran protagonismo, pero en la que se le nota algo fuera de lugar.

La condición humana, sus reacciones y preocupaciones son el argumento principal mostrado a través de los ideales de un Wilson enamorado de una época que no le ha tocado vivir. Allen lo filma todo con minuciosidad y con mimo, exigiendo a los actores que se esfuercen por resultar naturales.

Pero también es protagonista la extensa cultura del director, retratada en la multitud de personajes históricos que aparecen en la película y que interactúan con el protagonista como si éste fuese uno más. Los diálogos son finos, naturales y divertidos y convierten a los Hemingway, Picasso y compañía en los tópicos habituales que se hablan sobre ellos.

Pero como tendemos a idealizar todo lo que no tenemos, Wilson encuentra en sus viajes (extremadamente simples, como el modo de narrar, marca de la casa) al París de los años 20 la horma de su zapato. El personaje al que da vida Cotillard es su fiel espejo y juntos llegarán al lugar en el que nuestro protagonista entiende cuáles son sus prioridades.

Tanto viaje temporal podría haber sido un dolor de cabeza en manos de algún que otro director, pero en las manos de Allen solo son una forma de mostrar cómo el protagonista menos verborreico de su filmografía está obsesionado con una época pasada.