La Tierra de Dios es árida, fría, de colinas pedregosas, cielo plomizo, con estiércol y fango acumulado en las pequeñas granjas ovejeras del norte de Gran Bretaña.

Este inhóspito panorama es el escenario en donde un granjero se ve obligado a sostener por sí solo el emprendimiento rural por la enfermedad de su padre. El personaje es un bruto al igual que su casi inválido progenitor, detesta y padece su trabajo al que no puede renunciar por ser el único sustento familiar. La madre lo abandonó cuando era niño dejándolo con su abuela y con un distante padre. Sobrelleva su martirio laboral emborrachándose hasta el desmayo y teniendo sexo violento en oscuros retretes cuando acude al bar del pueblo. Infinita tristeza, soledad lacerante y absoluta desesperanza lo convierten en un ser egoísta, malhumorado consigo mismo y con su entorno.

La contratación de una persona extranjera para ayudar en la época de parición ovina desencadenará una evolución del personaje que está muy bien dirigida por Francis Lee y magistralmente interpretada por Josh O’Connor, que empezará paulatinamente a aceptarse, a abrirse al prójimo, a dejar de estar fundido a plomo con esa naturaleza tan opresora, a sentir afecto y aprender, dolorosamente, que además de los sentimientos hay que saber comprometerse y también honrar ese compromiso. Cómo le cuesta decir "te quiero", cuán esquivas le son las palabras hasta que, finalmente, puede transmitir con actitudes su amor.

Elenco de lujo, fotografía que retrata el paisaje y las labores granjeras en forma sublime, diálogos y música apenas lo necesario. Historia de amor verdaderamente conmovedora, poética y —por qué no decirlo— sensual.

Lástima que la homofobia y la intolerancia harán que esta bella y gran película no tenga la aceptación que merece. Recomendada al mango.