Una película de transición. Un ejemplo de cómo darse de bruces con el flirteo de los sentimientos. De cómo aprendemos a base de impactos lo que hacemos con los demás. La gran baza de Gustavo Biazzi es su actor y su expresividad paralela a su guion. Es decir, esa salida de la cueva de Platón, esa iniciación a la clarividencia de la madurez se escenifica con un personaje banal, superfluo, que juega con los lindes de la corrección (en su pijerío). La acertada elección de Agustín Ávalos viene dada por su inmersión en la estructura del guion. Ese desbloqueo de sentimientos es dada en un personaje tópico pero centrado. Su descarnada, pero contenida, apertura en canal, su fluir sentimentaloide increpa al pasado de cualquier espectador. Ese momento de realidad que se come su alma no tiene por qué desdeñarse. Es liviana, pero con intenciones. Es lívida, pero con colorido en su base. No es un análisis de una generación, es una vida más que choca con los acantilados de una sociedad nimia, trivial y baladí, pero que a todos nos marcó en mayor o menor medida. La contención de sus tramas juega a su favor.